Esta semana el tuitero Beto Mendeleiev (@betomendeleiev) compartió un video filmado desde un auto que pasa por una oficina en Nuñez, una fachada gris con un cartel que dice “Ubuntu” en una tipografía entre techie y rústica. En el tuit se la identifica como la sede de Zoe Capital, el autopromocionado holding que ofrece rentabilidades altísimas a sus inversores y que en los últimos días llamó la atención por la extravagancia de su líder, Leonardo Cositorto. Lo que impresiona en el video es la cola de personas que nace en la puerta: “Así todos los días. ¿Nadie sospecha? Raro”, se pregunta Mendeleiev, que viene publicando videos y documentos sobre los métodos de Zoe.
En un país donde el progresismo se angustia porque el gobierno porteño decidió incluir educación financiera en el último año del secundario quizás no sea raro. La convergencia de analfabetismo financiero, desesperación por salvarse dándoles dinero a desconocidos que prometen retornos mágicos y la parálisis de la Justicia de oficio es terreno fértil para la crónica de un Ponzi anunciado. Vayamos por partes.
Money for nothing
La falta de educación financiera tiene demasiados orígenes en general y cuestiones de nuestro país en particular sobre las que ya escribí algo en Seúl. Predispone dos tipos de territorios aptos para pésimas experiencias individuales y colectivas en relación con el dinero. Por un lado, quienes no tienen su economía ordenada suelen caer en desequilibrios típicos originados en gastar más de lo que ganan. Esto sucede porque es frecuente la falta de claridad acerca de cuánto ganan y cuánto gastan, tienen mal calibrada la dimensión temporal de sus finanzas personales (“llegar a fin de mes” sin planificar el año) y, para peor, cuentan con tarjetas de crédito o prestamistas que les permiten endeudarse hasta que hacen tope con el límite. Cuanto más al margen de la economía formal están esos deudores, más costoso en intereses es el desequilibrio, más profundo el pozo, más desigual la sociedad.
El otro lado del analfabetismo financiero no está tan explorado en nuestro país porque tiene que ver con los ahorros y las inversiones. Seguramente esto tenga que ver con el hecho de que la acumulación de valor en alguna forma de patrimonio líquido exige esquivar demasiados obstáculos (inflación, devaluación, cepos varios, impuestos confiscatorios, estrés postraumático colectivo de corralitos y pesificaciones asimétricas). Pero así y todo existe un número no despreciable de familias y personas que logran juntar un “canuto”. Como hace décadas que el peso tiene ciclos espasmódicos –donde la razón la terminan teniendo quienes te dicen “comprá dólares, en este país nunca vas a perder haciendo eso”–, tenemos una especie de banco central estallado en mil pedazos y astillas, con reservas repartidas en patrimonios de todo tamaño (y color), en bancos y colchones, dentro y fuera del país.
Muchos se conforman con tener el canuto y ya. Pero otros escuchan que un vecino, o un familiar, o el marido de una compañera de laburo está haciendo una buena diferencia.
Muchos se conforman con tener el canuto y ya. Pero otros escuchan que un vecino, o un familiar, o el marido de una compañera de laburo está haciendo una buena diferencia con algo que nunca antes habían escuchado que existía. Y ahí pica el bichito de la codicia.
La codicia en sí no es mala. En términos financieros es incluso saludable. Nadie invierte si no tiene perspectivas de ganar más dinero del que pone (a pesar de que para el populismo esto es un pecado). Lo que entra como contrapeso en esta decisión es el riesgo. En términos sencillos, es la probabilidad de que el negocio no salga bien y no genere ganancias o incluso se pierda parte o todo el capital invertido. Contra el sentido común imperante en buena parte de la ciudadanía, los negocios no tienen rentabilidad garantizada: pueden salir mal y es incluso frecuente que eso suceda. Son las reglas de juego del capitalismo. Al final del día, los negocios son experimentos.
Lo importante es entender cuánto es “razonable” ganar en función del riesgo que uno asume. Cuando alguien aprende que el negocio más seguro del mundo (comprar un bono del Tesoro americano) rinde hoy menos del 2% por año, cualquier cosa que tenga un premio jugoso le debería generar sospechas. En la eventualidad de que la rentabilidad prometida fuera tal que permitiese multiplicar el capital o “salvarse”, las alertas rojas deberían dispararse solas.
Un Ponzi es un Ponzi es un Ponzi
Al margen de la cruzada de tuiteros como Mendeleiev, que se toman el trabajo de contarle las costillas a chantas, manijeros y estafadores del sistema financiero argentino, no es mucha la información disponible sobre el origen de Zoe Capital (o Generación Zoe). Sabemos que su referente principal, Cositorto, dice ser coach ontológico, que tiene un “socio” (Max Batista) con quien viajó mucho por Argentina, México, Colombia y otros países de la región buscando “oportunidades de inversiones” y promoviendo “encuentros de líderes”. En los videos que promocionan estos encuentros se observa la mística de un equipo de vendedores de Herbalife combinada con la actitud optimista de una comunidad de feligreses que espera la llegada del nuevo reino de Dios. También sabemos que tienen una criptomoneda propia, para cuyo respaldo Cositorto fue a buscar personalmente oro a una mina en San Juan.
La abundancia de videos y posteos en redes sociales hacen imposible armar la crónica en tiempo real del desarrollo de Zoe Capital. Quizás por eso mismo a un fiscal le resulte complicado reunir evidencia e intervenir de oficio cuando se toma dinero de personas a cambio de rendimientos mensuales del 7,5% en dólares (según lo que se puede ver en la folletería digital, las capturas de chats de WhatsApp y lo que el mismo “CEO” declara en los medios). De todas formas, la Comisión Nacional de Valores ya emitió una alerta y lo están investigando.
Pero es evidente que ya es tarde. Lo que hacen Cositorto y su banda es uno de los esquemas de estafa más viejos de la historia. Se los conoce como esquemas Ponzi, por un estafador ítalo-norteamericano que lo ejecutó a una escala realmente nociva. Básicamente consiste en ofrecer un rendimiento extraordinario a quien confíe el dinero a un plazo relativamente más largo que el de un plazo fijo (3 a 12 meses). Recuperar el capital antes, según el speech, es posible, pero con una penalidad o con la pérdida de las ganancias extraordinarias. Cuando el inversor incauto entrega el dinero, recibe en los hechos mensualmente intereses jugosos, seguramente en línea con esos porcentajes ridículos que ofrece gente como Cositorto.
El secreto está en lograr que los inversores traigan a su vez nuevos inversores para darle masa crítica a la estafa.
El secreto está en lograr que los inversores traigan a su vez nuevos inversores para darle masa crítica a la estafa. El efecto confianza derivado de recibir los intereses ayuda a que recomienden o cuenten en sus círculos el negoción que están haciendo. Pero no alcanza. Por eso se ofrecen bonus o premios a quien traiga inversores vírgenes. ¿Por qué entra gente nueva? Porque esta estafa se arma por niveles, donde los primeros efectivamente cobran intereses y seguramente le den una o más vueltas al capital invertido con plata ajena, convirtiendo a los miembros de ese círculo concéntrico en cómplices (involuntarios o no) de mayor a menor grado. La llegada de nuevo capital se usa para pagar los intereses a las camadas previas y mantener el giro de los nuevos ingresantes. Hay incluso un video que parecería ser de un Ponzi anterior donde el mismísimo Cositorto le explica a un auditorio de chorlitos que se paga “hasta el octavo nivel”.
¿Hasta dónde se expande una estafa piramidal? Imposible saberlo, pero la caída suele ocurrir cuando se corre la bola, se acaban los nuevos “inversores”, algunos se avivan y se empiezan a juntar los damnificados para intentar retirar su dinero aunque sea con penalidades y, finalmente, se confirma lo que era evidente. La diferencia es que esta vez podemos ser espectadores en tiempo real y consumir el contenido sin suscribirnos a ninguna plataforma hasta que llegue la season finale.
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