“Cuando tenía escritas unas 50 páginas del texto sobre las plataformas petroleras, me quedé sin dinero. Así que le mandé a Mr. Shawn los folios terminados junto con una carta en la que le explicaba que había llegado hasta ahí y que no quería verme obligado a dejar el texto para ponerme a escribir artículos cortos que me ayudaran a pagar las cuentas. Si eso que le había mandado para leer le gustaba, ¿podría considerar la posibilidad de darme un adelanto? Siempre bajo la premisa de que si el texto final no le parecía lo suficientemente bueno yo le devolvería la plata cuando saliera publicado en formato libro. Nunca había escrito una carta así, casi una súplica, y no me resultó fácil.
En 1985 los servicios de mensajería privada no eran algo habitual y además estaban por encima de mis posibilidades, así que un lunes temprano despaché el sobre por vía aérea desde la oficina de correos del barrio. A las tres de la tarde del viernes siguiente –diez de la mañana en Nueva York– sonó el teléfono de casa y pude oír la voz inconfundible y chillona de Mr. Shawn: ‘Es un material muy potente. ¿Te servirían 15 mil dólares?’ Para mi realidad de aquel momento eran una fortuna. ‘Solucionarían todos mis problemas’, dije. Estaba tan aliviado y agradecido que casi no podía hablar, pero Shawn me cortó en seco cuando traté de darle las gracias. El cheque llegó tres días después. (…) En cierto sentido el New Yorker cuidaba muy bien a sus autores porque cuidaba, por sobre todas las cosas, la palabra escrita.”
Eso cuenta Al Alvarez en su magnífica autobiografía ¿Cómo fue que todo salió bien?
Alvarez fue colaborador del New Yorker, aunque sería la New Yorker, porque The New Yorker es una revista. Y ahí empezamos con la necesidad de hablar del artículo y de si alguien alguna vez llamó “El neoyorquino” o “La neoyorquina” a la publicación. Y Mr. Shawn es William Shawn, quien fuera editor de New Yorker desde 1952 hasta 1987. El editor anterior había sido el fundador Harold Ross, desde 1925 hasta su muerte en 1951. Según Wes Anderson, en La crónica francesa (The French Dispatch), su poliédrico homenaje a The New Yorker, el personaje de Arthur Howitzer, Jr., el editor interpretado por Bill Murray, está inspirado en ambos, en Ross y en Shawn.
La crónica francesa está inspirada en The New Yorker y, con luminosa felicidad, en muchas películas y en mucha música y en muchos libros y en muchos escritores. La rugosa y a la vez límpida superficie fílmica de La crónica francesa es comparable con la de Moulin Rouge! de Baz Luhrmann: las citas y las referencias están por todos lados y son visibles, audibles, identificables, pero si uno no las identifica igualmente hay una película que se dibuja orgullosa, erguida, pletórica narrativamente, convencida de que las mejores seducciones del cine jamás han tenido que ver con el minimalismo ni con la racanería ni con tomar examen de cinefilia. La crónica francesa, generosa, es además, inevitablemente, una de las películas más hermosas jamás realizadas. También es la mejor película sobre el periodismo y una de las mejores películas de uno de los mejores cineastas de las últimas tres décadas, uno de los mayores creadores cinematográficos vivos. Uno con identidad, con voz, con estilo, uno con la obsesión por la perfección del plano de Stanley Kubrick pero con la gracia de varias tradiciones del humor americano, con la capacidad para dotar de movimiento a los objetos, sujetos y cámara en una danza tan perfecta como alejada de la perfección momificada.
En el reino de Wes Anderson la excelencia es recompensada, aunque sea fugazmente.
La paradoja de Anderson es la perfección grácil y no plúmbea, la perfección mullida, la perfección con chistes, la perfección sardónica, la perfección que sabe que la perfección no existe. Anderson es alguien que cree firmemente en escribir y en los escritores, en escribir su cine como si todo lo que quedara en la pantalla y sus reverberaciones fueran a propósito. En el reino de Wes Anderson la excelencia es recompensada, aunque sea fugazmente. Aunque al final o al morir –que no es lo mismo– se pueda llegar a perder, la pelea se ha dado con las armas justas. Y con humor e hidalguía. El absurdo del mundo no implica nunca la respuesta del cualunquismo: no todo es lo mismo. A la grosería y la mentira acomodaticia se le responde con civilización y fantasía.
En un arte tan elevado –no como alta cultura sino elevado en modo de flotabilidad encantadora, la de un globo aerostático– como el de Anderson no hay lugar para lo pedestre, para el populismo, para las consignas crasas, para las funcionales divisiones tajantes entre ideas y sentimientos. Wes Anderson es un cineasta de la aristocracia o, mejor dicho, un cineasta aristócrata o alguien enamorado del mejor sentido de esa bastardeada palabra: el de la excelencia. La excelencia, claro, puede estar en un chiste –y acá no podemos no mencionar de forma lateral y caprichosa a la película The Aristocrats– o, como pasa con frecuencia asombrosa en el cine de Anderson, en un plano en el que el movimiento es sublime, en un juego de decorados, en una musicalización justísima y espléndida, en las mejores actuaciones de gente que ya había demostrado su valía antes e incluso de aquellos que no lo habían hecho con tanta claridad.
En La crónica francesa cada uno de los actores y actrices está mejor que nunca, y lo de Benicio Del Toro –por poner un actor de este reparto estelar del que a priori yo desconfiaba– es ya del orden del milagro, de esos milagros de Wes Anderson, que sabe obtener de cada intérprete no solamente lo mejor que ya tenían sino nuevas prestaciones. Moses Rosenthaler, el personaje de Del Toro, es la bestia más tierna que ha dado el cine en mucho tiempo, por ejemplo. Y se podría, se debería, en otro momento o, mejor aún, hacerlo en un álbum de figuritas o de cromos de la película –esta es una gran idea editorial destinada al fracaso–, hablar de cada uno de los personajes, actores, actrices y de cada elemento de esta película repleta de cosas, pasiones, amores y homenajes. Y también de guiños, pero no guiños como pasaportes, como pases para los socios del club de la cinefilia tiesa sino como felicidades que ojalá sean compartidas.
El de ‘La crónica francesa’ es un cine con recursos y era un periodismo con presupuesto, era un periodismo cultural de verdad.
Los cigarrillos Gaullistes y no Gauloises, la subida de las escaleras antieficientes por parte del mozo que son las de Mi tío de Tati, el sonido más truffautiano y elegíaco de la música de Georges Delerue, en un tema elegido por Anderson, claro, por fuera de lo más obvio pero con el sentimiento exacto, el mismo que el del “Obituario” de Alexandre Desplat con el que abre esta maravilla fílmica.
Así, de esas y de muchas otras maneras esta película que empieza y termina con la muerte del editor nos lleva de paseo por el periodismo que ya no existe, con historias que se enmarcan, se ponen en perspectivas demenciales, desopilantes, desatadas, se yuxtaponen siempre con sentido y siempre consentidas por el autor, los autores y el editor. El de La crónica francesa es un cine con recursos y era un periodismo con presupuesto, era un periodismo cultural de verdad, un periodismo de cruce sobre el que nos enseñaba Jorge B. Rivera, abierto a la vida y a sus maravillas y nunca al mínimo común denominador, un periodismo con editores osados, con historias legendarias, como el que hubo acá en Primera Plana, La Opinión y Crisis en sus años iniciales, como el que ahora cuesta encontrar, acá y en el mundo. Es por este y por otros motivos que el excéntrico y magnífico cine de Wes Anderson suele transcurrir en otros tiempos y no en el presente.
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