Fuego Amigo

La pandemia terminó

Animémonos a decirlo.

La pandemia terminó. Para que esta frase sea cierta, hay que animarse a decirla: basta pronunciarla para convertirla en realidad. Hubo y hay una pandemia, que es la circulación a nivel global de un virus con consecuencias médicas. Y hay una “pandemia” construida socialmente desde comienzos de 2020. Para la primera pandemia hay que saber cuáles son los datos que indican que podría estar llegando a su fin. Para la más persistente, la segunda, basta con decirlo en voz alta: la pandemia terminó.

Desde que en la Argentina comenzaron a bajar los casos a comienzos de junio, los “expertos” anunciaron que la llegada de la variante Delta iba a generar una nueva oleada. Sin embargo, la llegada de “la Delta” pareció una parodia del general Alais, que los adultos mayores recordarán por su increíblemente lento avance en defensa de la democracia en las Pascuas de Alfonsín de 1987. De “la Delta” se ha dicho de todo, incluyendo un grado de contagiosidad que la convertía prácticamente en un nuevo virus. “La Delta arrasó en Europa”, se decía, aunque el significado de la palabra “arrasar” se licuaba por la exageración: nunca se tradujo en muertes y hospitalizaciones.

El cuco Delta

Lo cierto es que la variante Delta fue desplegándose en los países latinoamericanos mucho más lentamente que lo esperado. Generó algún tipo de crecimiento en las curvas, pero no demasiado pronunciado, como en Chile, o nulo, como en Perú. Sin embargo, ese crecimiento no se trasladó a consecuencias médicas.

Argentina esperaba su turno, que demoraba en llegar, un poco por el control maníaco de los vuelos y otro poco por la muy escasa medición genómica que determinaba la cantidad de casos que respondían a esta nueva variante. Finalmente, luego de un mes sin noticias (increíblemente, porque era el tema excluyente de discusión pandémica) Proyecto País publicó un informe donde se consigna que en la ciudad de Buenos Aires y la Provincia más del 80% de las muestras tomadas eran clasificadas como Delta.

La noticia no podría ser mejor. En el epicentro urbano del país la Delta ya es la variante mayoritaria sin que ese predominio haya generado ningún tipo de desarreglo sanitario. De hecho, se dio en el marco de un descenso o estabilidad de los parámetros importantes y con un creciente ambiente de libertad. Se eliminaron restricciones de todo tipo (quedando algunas sueltas, cada vez más extemporáneas y absurdas, como el barbijo de los niños) y creció la sensación de normalidad.

Si el cuco de la Delta ya no asusta, por más que los periodistas y los “expertos” sigan batiendo el parche del miedo, ¿qué queda?

En la conversación pública imperante, la expectativa por la Delta había sido tan grande que se confundió su aparición con sus posibles efectos. Se daba tan por sentado que la predominancia de esa variante iba a generar una nueva ola que la discusión de los expertos terminó prescindiendo de lo único que importaba: la posibilidad de que aumentaran casos graves y fallecimientos. Así, el hecho de que la Delta predominara, pero no generara problemas sanitarios, fue como un secreto familiar que era de mal gusto comentar.

Si el cuco de la Delta ya no asusta, por más que los periodistas y los “expertos” sigan batiendo el parche del miedo, ¿qué queda? En la Argentina, casi la totalidad de los adultos están vacunados con la doble dosis. Probablemente la mitad del país haya atravesado la presencia del virus en el cuerpo, con lo cual la inmunidad es aún mayor. No se trata de un voluntarismo ciegamente optimista: al virus en nuestro país le quedan pocos cuerpos para colonizar, pero, sobre todo, muy pocos a los cuales dañar gravemente. Creer lo contrario es ir en contra de la ciencia, de todo lo que sabemos sobre el sistema inmunológico y la acción de las vacunas. Tener miedo hoy como en marzo de 2020 es terraplanista, para usar un insulto de moda.

Los números confirman esta disminución de la gravedad de la situación. Los internados a nivel país en terapia intensiva bajaron de 7500 a mucho menos de la décima parte, apenas 600 y en descenso. Si la preocupación alguna vez fue la saturación del sistema de salud, hoy éste no corre el menor peligro. Las muertes, consiguientemente, han disminuido en la misma proporción. En la ciudad de Buenos Aires, que tuvo entre el sistema público y el privado alrededor de 1500 enfermos graves, ahora hay menos de 120. En CABA llegaron a morir de esta enfermedad 50 personas por día; hoy la cantidad de fallecidos oscila entre cero y dos por día. El covid es una causa de muerte más, que se incorporó a la lista en un lugar que hoy no es de preponderancia.

Tener miedo hoy como en marzo de 2020 es terraplanista, para usar un insulto de moda.

Los discursos oficiales siguen extremando la prudencia. El funcionario no puede salir de las muletillas “la pandemia no terminó” y “hay que seguir cuidándose”. Mientras tanto, la vida avanza sin enterarse. La falta de responsabilidad de los funcionarios y su cobardía generan distorsiones absurdas y especialmente injustas. Los restaurantes y bares revientan de gente feliz por las noches, a los partidos de fútbol se les permite un aforo del 100%: no pretendan hacernos creer que se controla a los asistentes a que demuestren que tienen al menos una dosis de la vacuna porque todos sabemos que la capacidad organizativa del fútbol argentino está lejos de esas sutilezas. Al mismo tiempo, los niños pasan horas dentro de las aulas con el barbijo puesto, los bancos funcionan de una manera misteriosa y los vuelos son administrados por el Estado como si se tratara de naves interplanetarias.

todas las pandemias se terminan

No se trata de soluciones mágicas que hayan hecho desaparecer el virus. Es la evolución lógica de las pandemias, que se agotan al cabo de un tiempo por saturación del sistema, es decir, por falta de cuerpos para infectar. Sucedió con la gripe española de 1918-1919 que, sin vacunas y con un costo descomunal de muertos (quizás cien millones sobre una población mundial de menos de 2.000 millones de personas) desapareció sin aviso, tal como llegó.

El feliz fracaso de la variante Delta, ya demostrado por los números de CABA y PBA, deja poco espacio a las sorpresas. El virus queda restringido a un grado de circulación marginal, probablemente cercano (y reemplazando en la mayoría de los casos) al de la gripe, e igualmente estacional. En el caso de que la inmunidad adquirida de manera natural o por vacuna se pierda, se puede reforzar la vacuna anualmente. Ya no sabremos si esto será necesario, como en el caso de la gripe, o producto de la histeria. En algún sentido, ya no importa. Lo cierto es que la solución está a la mano y debería ocupar en nuestras vidas la misma medida en que nos preocupamos por la gripe.

Si el recorrido del virus adquiere ese grado de peligrosidad marginal –y todo parece indicar que eso es lo que sucedió— es irrelevante que se llame o no se llame pandemia. Es una enfermedad nueva, que se agrega a las ya conocidas con su posibilidad de enfermedad y muerte. Ya no estamos desprotegidos ante ella como cuando apareció. En cambio, el segundo sentido de la palabra, esa construcción social que nos atormenta desde comienzos de 2020 y que nos hace ver resultados asintomáticos de un test como a una enfermedad, esa “pandemia”, ya no tiene ningún sentido. Es hora de luchar contra la mediocridad de los funcionarios, contra sus miedos y contra sus intereses creados. Hay que decirlo en voz alta: “La pandemia terminó”.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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