Éste es el país del avestruz: metemos la cabeza bajo la tierra para no ver, pero queda todo el cuerpo afuera; igualmente se ve todo.
Esta semana, el Ministerio de Educación decidió suspender por segundo año consecutivo las pruebas Aprender. Decidió voluntariamente no enterarse del evidente desastre educativo que ya venía de un contexto de decadencia que caracteriza a la educación argentina durante los últimos años. Dejar de medir los aprendizajes de nuestros alumnos es, sin dudas, la peor decisión que se podía tomar después de otra pésima decisión en materia educativa, la de cerrar escuelas todo el 2020 y gran parte de 2021.
Otra vez el gobierno decide no medir. ¿Creerá que estigmatiza? ¿Creerá que, de ese modo, se podrá meter bajo la alfombra el desastre educativo? Decir “crisis” parece insuficiente, es restarle importancia. De las crisis dicen que se aprende. Acá pareciera que no aprendemos nunca.
La medición es la única herramienta para trabajar con todos los niños, niñas y adolescentes en la escuela. Siempre fue la forma de conocer los aprendizajes de la población escolar y debería servir para hacer los cambios, ajustes y nivelaciones que fueran necesarios para mejorar la educación que reciben. Ahora más que nunca, después de un año y medio de escuelas cerradas, cuando los aprendizajes han sido pobrísimos, necesitamos los datos para seguir adelante.
Ahora más que nunca, después de un año y medio de escuelas cerradas, cuando los aprendizajes han sido pobrísimos, necesitamos los datos para seguir adelante.
Si uno fuera al médico para saber si tiene diabetes y el médico, sin indicar análisis de sangre, nos dijera “no tiene diabetes”, nos iríamos a consultar con otro profesional: uno que pida análisis, los mire, los estudie y a partir de eso haga un diagnóstico adecuado para poder mejorar, curarnos, mantenernos vivos. Acá el médico decidió que todo eso no es necesario. ¿Será que cree que nos moriremos igual? ¿Que ya no hay nada que hacer? ¿Será que no quiere contarnos que estamos al borde de la muerte?
Desde hace años la educación está en caída libre a pesar de las múltiples conversaciones, discusiones, decisiones, en todos los ámbitos del “sistema”. El único acuerdo parece ser que “tenemos que mejorar”, pero nada cambia y nada pasa. Los alumnos siguen sin resolver los problemas de matemáticas y no comprenden lo que leen. Por lo menos las pruebas Aprender nos daban números para golpearnos la espalda, sufrir un rato con los datos, algunas veces hacer algún cambio y mover un poco la aguja; la mayoría de las veces, ni siquiera eso.
El principal argumento para no tomar las pruebas este año es que no se puede garantizar la rigurosidad metodológica con una presencialidad alternante e intermitente en las escuelas, producto de la decisión política de cerrarlas. La solución está al alcance de las manos: abrir las escuelas. La evidencia científica no para de respaldar que los costos educativos, de salud mental y sociales de cerrarlas son más altos que los beneficios epidemiológicos. No sólo los chicos no van a la escuela, sino que además no vamos a saber si aprendieron algo.
También dicen que las pruebas se van a tomar en abril de 2022. Sin certeza alguna de que en ese momento las escuelas estén funcionando como deberían. Parece que la estrategia es aplazar una realidad que no quieren ver.
El “país jardín de infantes” del que hablaba María Elena Walsh ya nos queda grande. El gobierno ha decidido que la mejor estrategia es la ceguera, ir a tientas en la oscuridad. Seguramente nos estrellemos contra alguna pared. Es lo que suele pasar cuando uno camina en la oscuridad.
Las pruebas Aprender nos pueden gustar más o menos, pero se hacían todos los años y medían de modo censal a todos los niños, niñas y adolescentes del país; y nos permitían comparar con respecto al pasado y planear un futuro. Ahora no hay pasado y no tendremos futuro.
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