Cuando un mozo va con la bandeja cargada, no hay que levantar la mano para pedirle. La persona está yendo, está ocupada. Es mejor esperar a que vuelva, pare y mire. Eso empieza un baile, una complicidad, el cliente pasa a ser parte de los tiempos del mozo hasta funcionar de memoria, hasta lograr que venga con un gesto. Hay una manera de ser cliente que hace que los bares sean más cálidos. Funciona muy rápido: con tres apariciones podes entrar al business de los mozos y las casas que te quieren.
Ahora todo es perfecto en el bar salvo que uno me ganó la mesa. Afuera, al sol, Cristian me convidó un cigarrillo. Solo fumo dos por día, para no tener, para tocar la muerte antes de las 9 de la mañana. Cristian me hace el favor de convidarme. En su punto luminoso, la gastronomía es la industria de la hospitalidad.
El bar te vende la ilusión de que en un lugar sos presidente. Alguien escucha y al rato trae lo que pediste. “El que pide juega a ser el señor”, me dijo una vez Gonzalo Peltzer. Ocupar la silla revela la personalidad. Abunda la gente con moditos: si te crees más importante, cagaste; entrás en la amansadora del café que llega un toque más frío.
En cambio, si sos un amor y no te creés más que nadie entrás bien actitudinalmente y empezás a jugar el partido de la felicidad. “Lo que les diría a los clientes es que saluden, digan gracias y sepan esperar, hay muchos que te tratan mal”, me dijo Cristian, de Tabac.
No les digas mozo
A los mozos de Buenos Aires les gusta que les digas señor. Decirle mozo al mozo comunica virginidad. El mozo señorea sobre un territorio, empuja de manera permanente un circuito que funciona, es un comandante de avión sobre pocillos. Hay un montón de razones para decirle de usted, para recuperar ese trato que es una tradición perdida.
Brian Otazu, de Güerrin, me dijo que nada le revienta más a un mozo que que le hagan el pedido en cuotas. La gente llega al bar, se sienta, mira la carta, llama al mozo y se dedica un poco al boludeo. En grupo conversa y mira lo que está colgado en las paredes. Entonces se olvida de pedir algo y cuando el mozo vuelve con la bandeja cargada agrega una cosita más, sumándose al tedio que provocan los clientes no profesionales.
Los bares son postas de aprovisionamiento, como en la época de coches tirados por caballos. Lugares para que se alivie, se nutra o se junte a conspirar gente que está de paso. Hay bares que son una desgracia, claro, pero se los ve a lo lejos, en las caras de los chicos que atienden con ganas de estar en otro lado, en el aire total de que da lo mismo porque no vas a volver.
Tipos o señoras grandes que ese fin de semana solo van a hablar con el mozo donde de paso comen o toman café.
Por eso un bar como la gente tiene status de santuario y hay gente que disfruta sentirse peregrina, de irse hasta otro barrio para ir a un bar que le gusta o sentirse más del barrio todavía porque hay un bar que está cerca y está bueno.
Los bares venden calor de hogar para solitarios. Tipos o señoras grandes que ese fin de semana solo van a hablar con el mozo donde de paso comen o toman café.
“Ese sabe caminar”, me dijo el Jujeño, en La Biela, señalando a un señor. Saber caminar es conocer el oficio del cliente.
Los bares tienen momentos, como el día. Llegué una vez cagado a palos al Florida Garden pensando que iba a encontrar descanso pero se olía el calor y estaba lleno de gente que almorzaba con ruido. Fui entonces a Los Panchitos del Sol, en la galería de Florida 860 y todo era tranquilo, como se debe. Trabajaban seis y quedan dos, que están más viejos, que saludan con el mismo entusiasmo a lo largo de los años, que tienen una imagen de mí en serie, desde que trabajaba a la vuelta, hace mucho. Vengo a tener la ilusión de que sigo joven y ellos envejecen, de que yo no estoy cansado.
La propina justa
A la mañana temprano Mati, un chico muy joven, de Almagro, barría el piso en la vereda de Tabac. El camino del mozo tradicional es de la bacha al salón. Así arrancó la mayoría, referido por un familiar o un amigo que ya trabajaba en el lugar. Muchos mozos de la ciudad vienen de las provincias del Norte, especialmente de Tucumán.
El 10% de propina es el agradecimiento correcto para una atención estándar, al que deja menos se le dice “la rata”, con artículo. El 15% significa un reconocimiento especial al trabajo del otro y un pedido de mimos, de pequeñas atenciones especiales como que elijan la mejor medialuna para vos. El 20% lleva la relación al plano Frank Sinatra y es una medida que hay que administrar con cuidado, para no generar sensación de derecho adquirido. Yo diría esto: siempre el 15% y un destello de un mango más cada tanto, como un redondeo para arriba.
Yo diría esto: siempre el 15% y un destello de un mango más cada tanto, como un redondeo para arriba.
Justo en este momento, en el bar Saint Moritz, mientras lo espero a Hernanii, un señor se disculpa con el mozo por no dejar propina. “Estoy mal, disculpame”, dice, y el mozo le responde que no hay problema. La propina es importante, pero bastante más todavía los modales.
Atrás de los mozos, con la función de controlar, está el adicionista en representación de los dueños. Ese se fija en el precio de tu ticket. Para que la experiencia de un bar sea perfecta, le tenés que caer bien a la casa, además de a los mozos. Cuatro horas con la compu tomando dos cortados no te hace muy querido. Si te vas a quedar mucho rato es mejor pedir lo suficiente, calculando el alquiler de la mesa.
El corazón de un bar está en la cocina. Los cocineros tienen fama de malhumorados. Tienen el poder de cocinarle más rico a sus compañeros preferidos. Muchas noches, cuando empieza la madrugada, mozos, cocineros y bacheros van a jugar al fútbol cinco y a tomar cerveza para sacarse el trabajo de encima.
Nicolás Flecha se quedó sin laburo en un bar. En vez de preocuparse se tomó una semana de vacaciones y después fue a pedir trabajo a una parrilla de Parque Patricios. Le dijeron que no necesitaban a nadie, pidió trabajar gratis quince días para demostrar. Quedó. La gastronomía es un gremio de vaqueros, de gente que se puede ir un día y buscar suerte en otro lado.
Criado en los bares
A los diez años decidí que me iba a vivir con mi padre, al otro lado del pueblo. En la reunión sobre el tema se hizo lo que yo quería y me mudé. Cosas que pasaban en los ’80. La manera de mi padre para resolver que yo morfe fue abrirme una cuenta en los bares y restaurantes a los que íbamos. La heladera era para agua y Coca-Cola.
A la tarde, después de la escuela, iba al bar de Paco a una cuadra de mi casa. Paco era el izquierdista del pueblo, el exhibidor de las medialunas tenía una calco del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Me sentaba en la barra, pedía una Cindor con un alfajor Terrabusi de dulce de leche y leía las notas de Román Lejtman en Página/12.
Me despierto y me da alegría saber que voy al bar.
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