Los últimos enfrentamientos por Copa Libertadores nos han dejado una novedad fascinante para aquellos que no sólo nos interesamos por las alternativas del juego y sus competencias, sino que también prestamos atención a la cultura del fútbol en el sentido más amplio posible. En efecto, todo indica que los hinchas brasileños parecen haber encontrado la respuesta ideal para el ya clásico revoleo de bananas de sus pares argentinos: nos rompen en la cara billetes de mil pesos. Apenas unos tres dólares y monedas por cada billete crocante y colorido de la máxima denominación. Al menos, claro, al cambio que ellos consiguen por la calle Florida. Además de felicitar a los torcedores del Corinthians y del Fortaleza por tamaña muestra de ingenio mortificante, nuestro corazoncito barrani incluso les querría recomendar que guarden algunos de esos papeles falsificados para el free shop del aeropuerto, en donde podrán comprar productos importados duplicando nominalmente su cotización. Brasil, decime qué se siente, venir con dólares cash.
El gesto tribunero de los brasileños resulta aleccionador no sólo por su devastador efecto en los destinatarios de la burla (qué ganas de juntar los pedacitos de los billetes y pegarlos con cinta adhesiva, ¿no?), sino porque además es totalmente impune. Como las normas corren siempre por detrás de las prácticas sociales, mientras que River Plate fue multado por la Conmebol por el hincha que peló las bananas y las tiró desde su tribuna, el despilfarro de billetes aún no ha sido encuadrado como una acción pasible de ningún tipo de sanción. Después de todo, ¿dónde estaría lo reprochable, qué tipo de insulto nos están dedicando los brasileños? ¿Se puede reconocer institucionalmente acaso que “pobre” es un insulto?
¿Se puede reconocer institucionalmente acaso que “pobre” es un insulto?
Pero no sólo se trata de que la ley siempre llega más tarde, sino que hay además una serie de conflictos entre las prácticas institucionales del fútbol y la cultura de la tribuna en Sudamérica, la irreductible aldea gala del aguante. Fue a principios de este mismo año cuando la Conmebol, seguramente obligada a hacer buena letra desde aquella conmoción provocada por el FIFA-gate que llevó a no pocos dirigentes de aquí y de allá a la cárcel, decidió poner más énfasis en la agenda de acciones contra el racismo que baja de la FIFA (y que la UEFA suele poner en práctica con inusitado fervor). Pero como la nuestra es una región compleja y de contrastes muy marcados, el entusiasmo reformista se suele aplacar y sucede entonces que iniciativas similares contra la xenofobia, la homofobia y otro tipo de discriminaciones quedan más bien relegadas. Y ni siquiera hace falta poner el foco en los recientes e inéditos episodios de violencia entre las barras del Racing Club y el Deportivo Cali hace pocas semanas aquí en Buenos Aires, sino que es el famoso folklore el que en más de una ocasión dictamina qué se puede y qué no se puede hacer o decir en un estadio de fútbol. Sin llegar al extremo de la risueña recepción que tuvo el video del jovencísimo funcionario @lukigrimson sobre el carácter patriarcal de ciertos cánticos futboleros (justamente aquí, en donde aún festejamos que se hayan hecho putos los negros de Casanova), es inevitable pensar que los estándares para considerar las sanciones a los clubes por el comportamiento de sus hinchas son, como mínimo, contradictorios y difíciles de aplicar de manera consecuente.
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Y no sólo eso: quizás hasta podríamos revisar una vez más qué es lo que sucede realmente cuando cantamos lo que cantamos, decimos lo que decimos y pensamos lo que pensamos durante un partido de fútbol. Es probable que haya aficionados que le presten atención al juego y sólamente al juego, pero no quieran mentirme con que son muchos porque puede que no los haya visto en una cancha, pero a la hora de la verdad, en esos partidos en los que se juegan cosas importantes de verdad, ahí los leo sin filtros en el TL y se caen todas las caretas. Porque hay una cuestión de fondo que siempre tratamos de disimular u olvidar: el fútbol sigue siendo ese juego indescifrable que atrapó por muchos motivos a miles de millones de personas en todo el mundo, pero todo lo que sucede fuera de los límites estrictos del campo juego siempre fue (y es difícil de imaginar que pueda dejar de serlo) como un choque de clanes. Menos una continuación de la guerra por otros medios y reglas y más un ellos contra nosotros, mi barrio contra el tuyo, te fuiste a la B contra te moriste en Madrid, Buenos Aires contra el interior, porteños putos contra comegatos. Visto de esta manera, macacos contra empobrecidos sería la versión más reciente de un conflicto que viene de antes, pero que esta vez se expresa en la coyuntura de una moneda que se volatiliza. La gastada del mundial 2014 de visitante con tipo de cambio apreciado nos viene a cobrar la cuenta porque un BCRA sin reservas y una macro estallada nos aseguran un horizonte de pobreza estructural que nos va a dejar un flanco muy débil en las tribunas para el corto y mediano plazo. ¿A cuánto estamos de que el resto de nuestros hermanos sudamericanos procedan ellos también a tirarnos billetes cual maníes para los monitos?
Si hablamos de racismo, xenofobia u homofobia en la cultura del fútbol, ¿de qué estamos hablando exactamente?
Entonces, si hablamos de racismo, xenofobia u homofobia en la cultura del fútbol, ¿de qué estamos hablando exactamente? ¿Son muestras auténticas e inequívocas de los valores de una sociedad o son simplemente meros recursos en la guerra dialéctica e identitaria entre dos grupos cualesquiera, en esos choques de las civilizaciones a escala de un estadio? ¿Cuánta violencia o discriminación hay implícita en cada gesto, palabra y cántico? Si hay racismo en la banana que vuela hacia una tribuna, ¿qué es lo que hay en el billete depreciado y cortado en pedacitos que vuelve de rebote? ¿Existe algo así como la pobrefobia?
En todo caso, la pobreza como objeto de escarnio es un concepto más esquivo. Para aquellos que la suelen gerenciar, la pobreza puede ser hasta una cultura o, al menos, un conjunto de valores. Pero si no se está en ese business en particular, la pobreza es una condición más bien vergonzante que todos tratamos de eludir. Claro que, en escenarios de crisis económicas tan profundas, la pobreza se vuelve una amenaza y una novedad muy transversal, una situación que parece estar a la vuelta de la esquina para muchos que nunca lo habían tenido en sus cálculos, de modo que quizás aparezca entonces el natural afán de diferenciar entre alguien que está circunstancialmente “en situación de pobre”, alguien que ya es estructuralmente pobre y alguien que, muy a su pesar, ya porta los rasgos ¿culturales, identitarios? del pobre. De ahí seguramente la potencia de la burla del billete roto: los pobres (no importa si nuevos o viejos, circunstanciales o definitivos) no están autorizados para tratar a nadie de macaco. Los hinchas del Corinthians no sólo les rompieron los billetes en la cara a los de Boca, sino que el mensaje es aplicable a todos los rivales argentinos, nos guste o no. No importa si pobre es el otro, si somos nuevos pobres o pobres de alcurnia, si nos volvimos pobres de bolsillo pero no de alma, y menos aún de piel. Ahora nos toca a nosotros decir qué se siente.
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