Mi fascinación por la clase alta empezó en el verano de 1991, en Pinamar, cuando tenía 13 años. No me acuerdo cómo conocí a una chica de Buenos Aires, que era linda de una manera étnica, con nariz larga y recta como las mujeres que pintaba Juan Manuel Sánchez. La chica tenía un novio que la visitaba cada 15 días y en el medio se veía conmigo. Yo la pasaba bien pero estaba celoso. La chica me dejaba frotar la nariz por encima de la bombacha, eso era una novedad enorme para mí.
Volviendo de la playa la chica me daba clases de Barrio Norte. Me enseñaba la manera correcta de arrastrar la ye para decir calle de manera elegante. Siento que aprendí bien eso, tengo una ye mínima y dulce que parece tener mil hectáreas de campo detrás. La chica iba al Mallinckrodt, al que me imaginaba como un lugar luminoso y severo, lleno de chicas aplicadas y sin problemas. Parte del curso era saber sobre otros colegios y sobre las mejores matinées, que en la imaginación me parecían fantásticas.
La chica volvió en febrero a Buenos Aires. Seguimos todos los días por teléfono. Cuando llegó la cuenta mi padre me dijo que si mi romance le iba a costar plata prefería darme unos mangos para que la fuera a ver. La chica (no me sale poner seudónimos, pero me acuerdo cómo se llama con nombre y apellido) ya no salía con el novio y la madre la dejó que me invite a quedarme en su casa. Cuando llegué a Arroyo y Suipacha me pareció que ese lugar estaba bien, que los edificios eran la copia de lo mejor de otros lados.
Cuando llegué a Arroyo y Suipacha me pareció que ese lugar estaba bien, que los edificios eran la copia de lo mejor de otros lados.
A los 18 me fui a vivir a Avellaneda, de donde son mis padres, a un colectivo que va casi en línea recta a Buenos Aires. Terminé el secundario a la noche, cerca de Lanús, entré a trabajar de cadete a la Secretaría de Industria en la cresta del gobierno de Menem. Ahí no había clase alta porque la fiesta era tan fiesta que no importaba de dónde venías.
En el CBC conocí gente de todos lados pero salí con una chica precursora del look Cardón. Yo había arrancado el camino de la manera paqueta de vestirse, con unas camisas James Smart que habían sido de mi padre. Perserveré a lo largo de los años con la mira del ropero puesta en Boston, en las camisas celestes, que es el color unitario.
A los 22 empecé a trabajar con Domingo Cavallo. Creo que nos hicimos amigos porque los dos venimos de un pueblo. Pero él nunca quiso dejar de ser de San Francisco. Yo no pude aprender eso, porque en Pinamar lo que más queríamos era no perder por mucho contra Punta del Este en la cobertura de la revista Gente.
un pueblo chico
En esa época empecé a andar entre la gente que tiene. No llamé la atención, porque soy espléndido de nacimiento. La clase alta habla en minúsculas, en general insulta menos que el promedio nacional, creen en la ley de gravedad y en Milton Friedman. La clase alta piensa en la Argentina como si fuera un día un poco frío a las ocho de la mañana cantando Aurora en el patio. La clase alta viene perdiendo con su gospel del esfuerzo porque acá es muy importante disfrutar.
La clase alta es un pueblo chico que en lo correcto se parece un poco a Linkedin. Para mucha gente es importante ser paqueta y dejarlo asentado, pero a lo largo de los años me di cuenta de que los paquetes más hermosos no le prestan ninguna atención al tema. Tengo algunos amigos de la clase alta un toque más desprevenidos que mis amigos de Avellaneda, por ahí es porque la llamada calle es producto de haber tenido que recurrir a los zaguanes por falta de lugares más cómodos para pasar el rato. Otros amigos cuna de oro y todo son bastante forajidos y ciudadanos de todos los barrios. Tengo amigos de la clase alta que me invitaron a quedarme en su casa cuando necesitaba un lugar donde quedarme unos días. Conozco muchos que son fríos de una manera fea, otros que practican el arte francés del esnobeo como si hubiera mérito en mirar para otro lado.
El fútbol es el permitido de la clase alta para sentir la transpiración de lo colectivo, es la kriptonita de lo indivual que traspasa todas las fronteras. Me hubiera gustado que no me dejen solo en esto, lejos de los gritos, del gesto poco cuidadoso con la ropa de estirar la camiseta, del saltito en el lugar de la hinchada.
El secreto es que la gente es igual en todos lados, como dicen Paul McCartney y Stevie Wonder en Ebony and Ivory.
El secreto es que la gente es igual en todos lados, como dicen Paul McCartney y Stevie Wonder en Ebony and Ivory. Me quisieron a todo edredón en Rodriguez Peña y Quintana y me garcaron unos poetas cooperativos con los que nos juntábamos a tomar birra tibia por donde San Telmo empieza a ser Parque Lezama.
Cheto es una palabra despectiva. No se sabe quién tiró la primera piedra en esta desconfianza mala onda entre ellos y los que nos bajamos del barco alrededor del año trece. No ayuda nada que a cheto se le contraponga grasa. Hay gente que prefiere hacerse encima antes que decir pieza. Hay algo lamentablemente humano en la necesidad de que otros sean peores que uno, vivimos bajo ese fuego cruzado permanente, interrumpido por el don de gente de los iluminados que no se sienten ni más ni menos que nadie.
La clase alta es un país adentro del país. Con plásticos de mucha mejor calidad, Medialunas Calentitas e inglés posta. El cheto Mauricio Macri tiene el mérito de haber metido a miles de chetos y chetas en las cosas de país. Ahora hay un montón de gente endurecida por la política, por la gestión, por la vida vertiginosa de subirte un rato al Estado.
Estoy feliz de mi larga excursión a los ricos. Llegué a pegarle 160 yardas exagerando poco con el hierro siete, fui a buscar agua a la heladera con olor a Un Jardín en el Nilo, de Hermes, en las manos. Ahora siento que el mejor viaje es a la pobreza, que es como viajar al pasado, donde la gente todavía se dice de usted, donde los barrios son lindos cuando hay sol y para angustiarse cuando está feo.
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