En la edición de Seúl del domingo 5 de junio se publicó un artículo (“La izquierda ‘monsanta'”) en el que se da cuenta del desarrollo y posible comercialización de una variedad transgénica de trigo (HB4) resistente al stress hídrico. La nota despertó un gran interés y dio pie a una serie de debates sumamente animados. Y eso es algo que, a la luz de lo que hemos visto tantas veces en la Argentina, merece ser celebrado. Por eso, y con el deseo de contribuir a enriquecerlo aún más, nos tomamos la libertad de ofrecer un par de reflexiones adicionales.
El artículo es bien preciso en la identificación de algunas fracciones de la izquierda y de otros sectores progresistas —emparentadas con lo que alguna vez se definió como eco-pobrismo— entre los opositores a la comercialización de ese trigo. Aquí vale señalar que, si hubo controversias en torno al trigo HB4 y demoras en su aprobación, la causa principal no fue la acción de esos grupos. La presentación de esta variedad transgénica despertó una polémica también dentro del sector agropecuario. Una polémica que, posiblemente, haya sido —y vaya a ser— mucho más profunda que la que confunde una variedad resistente con un veneno.
A primera vista, y si uno se dejara llevar por las caracterizaciones más simples y estereotipadas, podría creer que todos los actores del sector agropecuario están juntos para celebrar éste y cualquier avance tecnológico. Pero eso no es necesariamente cierto. Los productores y los molineros argentinos temen que, en adelante, cuando quieran llevar al mercado su trigo convencional les toque incurrir en gastos y esfuerzos orientados a demostrar que el producto no ha sido contaminado por la presencia de la variedad modificada en ninguna de las etapas de producción, almacenamiento, transporte y comercialización. O que, en caso de que no puedan dar esas garantías, se los penalice con un descuento en el precio de sus productos o directamente, con la pérdida de mercados.
La invasión de Ucrania ha dejado vacante el espacio de un exportador de cereales de gran importancia, y es natural que en la Argentina se piense en la posibilidad de ocuparlo.
La invasión de Ucrania ha dejado vacante el espacio de un exportador de cereales de gran importancia, y es natural que en la Argentina se piense en la posibilidad de ocuparlo. Pero para que eso ocurra, es esencial que todos los sectores involucrados, y muy especialmente la dirigencia política, acepten las reglas del mundo en que vivimos. Porque, si bien es cierto que hay una demanda creciente de alimentos, es una demanda que llega acompañada de exigencias que, por puntillosas o frívolas que parezcan, son innegociables. Y así como en el mercado de carnes nadie se atrevería a objetar las normas de orden religioso que se imponen para acceder a ciertos mercados, es hora de que empecemos a habituarnos a las demandas de orden ambiental, ético o sanitario, las que provienen de los consumidores de productos orgánicos o veganos y las tantos otros de los grupos que componen las sociedades actuales. O, para volver al punto inicial de este comentario, que seamos capaces de ofrecer, de manera segura y a precios competitivos —tanto para productores y molineros como para los compradores— los dos tipos de trigo.
En “Agenda Pendiente”, un documento elaborado por un grupo de referentes en temas ambientales y presentado hace pocas semanas en Seúl, se señala:
“La creciente demanda mundial de alimentos orgánicos y saludables ofrece la oportunidad de complementar la producción agroindustrial con otra basada en prácticas de bajo impacto, trazabilidad y certificaciones de calidad. Las nuevas prácticas ganaderas basadas en el buen trato animal marcan una tendencia global que aún hoy en nuestro país es poco atendida”.
Y el mismo principio podría aplicarse, con los cambios que corresponda, a muchos otros productos agropecuarios; incluso, los cereales.
Para terminar, quisiéramos hacer un comentario acerca de la reciente crisis en Sri Lanka, también mencionada en la nota. La vinculación entre dos temas aparentemente tan distintos como el desarrollo de una nueva variedad de trigo en la Argentina y el modelo agrícola del país asiático es pertinente y puede enseñarnos algo acerca de la manera en que funciona el mundo en que vivimos. Sri Lanka atraviesa la peor crisis económica desde 1948, el año de su independencia. Y es cierto que, además, el gobierno tomó la decisión de ajustar su producción agraria a los parámetros orgánicos y que, con ese fin, prohibió el uso de fertilizantes. La combinación de esas dos noticias y la supuesta relación entre ellas provocaron lo que, para muchos, era la noticia deseada: Sri Lanka se había vuelto orgánica y eso había provocado una crisis gravísima.
Para muchos era la noticia deseada: Sri Lanka se había vuelto orgánica y eso había provocado una crisis gravísima.
La verdad es un poco distinta; la crisis económica de Sri Lanka empezó en 2020, cuando la emergencia del COVID provocó la caída abrupta de los ingresos turísticos y llevó al país al default. Ya en ese marco, y frente a una crisis de divisas, el gobierno anunció que Sri Lanka se convertiría en el primer país del mundo libre de fertilizantes químicos. Y a ese efecto, prohibió la importación y uso de todos los fertilizantes sintéticos. Algunos impulsores de la controversial medida la justificaron a la escasez de divisas para pagar importaciones, pero la decisión forzó a los dos millones de agricultores ceilaneses a cambiar, de un día para otro —o, al menos, de una cosecha a la siguiente— todos sus procedimientos. No hay dudas de que, en el marco de la crisis, la iniciativa del gobierno fue inoportuna y es posible que hubiera sido desacertada también en otro momento. Pero eso no significa que haya sido la causa de la crisis; bien por el contrario, se parece más a una consecuencia, quizás innecesaria, pero aun así derivada de ella.
Creemos que hay suficientes antecedentes que demuestran que ni la agricultura orgánica ni su vertiente radical, la agroecología, pueden ser impuestas por la fuerza. Deben demostrar, como cualquier otro paquete de tecnología, su productividad y su eficiencia o, en su defecto, su capacidad de atraer un núcleo de consumidores dispuestos a pagar los costos adicionales que puedan tener sus productos. Lo mismo vale para todos los segmentos alternativos pero, por supuesto, también para los modelos tradicionales y high tech de producción de alimentos. A cada uno de ellos le toca, no una vez sino cada día, convencer —en el orden que se prefiera— a los productores y al público y encontrar su lugar en un mundo con demandas diversificadas y complejas, que requiere cada vez menos un granero y cada vez más algo que se parece bastante a la góndola de un supermercado.
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