Todos los días, en este mundo que nos toca, me pregunto cómo entender ciertas cosas. Cómo ver, por ejemplo, por qué ciertas personas creen en falsedades evidentes. Por qué se suman a causas nobles y las pervierten al punto de transformarlas en herramientas de discriminación y escarnio. Por qué partidizan esas causas (no “politizan”: “partidizan”). Cada explicación que surge genera una complicación que la vuelve insuficiente. Pero a veces algo sirve para echar un poco de luz. En la Competencia Oficial Internacional de este Bafici, por ejemplo, apareció una película canadiense llamada White Lie (“mentira blanca” o “mentira inocente”), dirigida por los millennials Calvin Thomas y Yonah Lewis, una linterna o, más bien, un reflector glauco sobre una realidad que se nos vuelve cada vez más opaca.
La historia está trabajada como una especie de thriller. Katie (Kacey Rohl) estudia y hace danza en una universidad. Todos sus compañeros la quieren, todos se sacan fotos con ella, todos le sonríen: es popular. Vive sola, pero tiene una novia hermosa, con una familia bellísima que además la adora. Es activista de causas nobles y arma donaciones en redes sociales. Su cara ilustra afiches, banners y pines que los estudiantes llevan con orgullo. Su imagen es un icono: completamente calva por los efectos de las quimioterapias con las que trata su cáncer, sonriente, con clarísimos ojos verdes, ha conquistado a todo su mundo. Tiene todo, pobre, incluyendo ese cáncer.
No, no. Tiene todo. Nadie sabe que en realidad el cáncer no existe. Que cada mañana se rapa prolijamente la cabeza antes de subirse a su auto y salir a la universidad. Nadie sabe que las causas para las que reúne fondos no existen. Nadie sabe que tiene un dealer que le consigue pastillas inocuas para que finja tomar corticoides. Nadie sabe que, además, sí tiene una familia. Pero puede ser que se enteren porque, para que le renueven la beca gracias a la cual estudia, necesita una copia de su historia clínica y tiene pocos días para conseguirla. Es decir, para fraguarla. Por supuesto que ese “nadie” incluye a su novia. Pero no incluye al padre de Katie: en una secuencia clave, cuando necesita tres mil dólares para pagarle a un interno que va a falsificar su historia clínica, nos enteramos de que esta chica ya ha hecho cosas parecidas en la secundaria. Que su padre no cree en ella y que la considera una mentirosa, una manipuladora, y está dispuesto a exponer la verdad en Facebook. Lo hace. Katie consulta con una abogada para saber si puede accionar contra su padre, pero en esa entrevista la mujer deduce que Katie es una estafadora absoluta. Pero Katie, de todos modos, logra lo que quiere. Hace cosas despreciables (el interno que le arma el dossier pierde a su madre y a ella no le importa; miente para conseguir el documento), y finalmente gira en su favor lo que parece a punto de destruirla. Queda impune sumando mentiras a las mentiras.
Pero lo que me importa de esta película es Jennifer (Amber Anderson), la novia de Katie. La ama absolutamente, porque Katie es adorable. La familia de Katie ama a Katie tanto como Jennifer. Porque Katie es adorable. Es adorable, además, porque está del lado del bien, está del lado de lo justo, lo que debe ser, lo noble. Sufre un cáncer y aun así pide por otros. Jennifer la ama por todo eso y, cuando se entera de que quizás todo es una gran mentira, confronta a Katie. Katie llora, Katie pide y ruega. Katie utiliza como arma el sentido común: ¿cómo alguien sería capaz de fingir un cáncer para robar? ¿Cómo alguien podría fingir el amor que siente por Jennifer? ¿Cómo podría engañar a Jennifer? En la escena final, Jennifer acompaña a Katie a una radio donde la van a entrevistar y ella, además, gracias a los medios, podrá convencer a todos de que es lo que dice ser. Pero hay un detalle: Jennifer, esperando, llora. Algo nos deja pensar que Jennifer sabe que todo es una gran mentira, una mentira atroz pero confortable, y decide vivir en ella.
La causa noble es un vector poderoso: todos queremos ser buenos. Desde la más pura individualidad, podemos adherir a ella (en última instancia es sencillo, un par de líneas en Twitter, un “compartir” en Facebook o Instagram, una donación mínima) y listo. Pero además ese peaje escaso nos hace parte de algo grande, algo importante. Nos justifica. Katie, como buena psicópata, entiende esas debilidades y carece de ellas. Sabe que todos van a sentirse buenos por sacarse una foto con ella y por donar en sus campañas. Sabe, también, que esos gestos mínimos que pueden llevar como distintivos, les paga el ingreso al club de la Gente Buena. Y que el único precio a pagar es aceptar ese “algo” de modo totalmente acrítico, sin dudas. ¿Cómo vas a dudar de una chica con cáncer? ¿Quién sería capaz de raparse la cabeza cada mañana para fingir una enfermedad mortal? Una de las herramientas del psicópata es que no tiene ningún escrúpulo y se mueve entre personas que sí los tienen. Basta con identificar una debilidad, una necesidad absolutamente individual para que la manipulación surta efecto.
Katie no duda en prometer lo imposible con una convicción tan grande que parecería una falta de respeto, algo imposible, dudar de ella. Una persona con cáncer no puede ser mala. Una chica lesbiana, integrada perfectamente al mundo, amorosa y dedicada a la solidaridad no puede ser mala. Uno se pregunta si alguno de quienes la rodean todos los días no ha desconfiado. Pero el desarrollo de la película confirma algo más espantoso: emitir cualquier duda implicaría quedar fuera del lado bueno del mundo, del lado justo, del lado solidario. Pero además, ¿para qué? Katie pide poco y una foto con ella contagia popularidad. ¿Por qué quedar afuera si el precio es tan poco? Dudar de Katie sería ser malo, ser rechazado, perder todo lazo. El peaje a pagar para ser aceptado es aceptar el decorado sin cuestionarlo. El psicópata va por todo: exige finalmente la sumisión absoluta y la libertad. Katie tiene en un puño a Jennifer: “te voy a llevar conmigo a las quimioterapias”, “¿Cómo podés pensar eso de mí, cuando estoy sufriendo un cáncer?”. La falsa promesa y la victimización son armas mortíferas en manos de quien carece de cualquier tipo de reconocimiento del otro como ser humano. White Lie dice que la corrección política y la solidaridad obligatoria constituyen la puerta de entrada al monstruo.
White Lie se proyecta hoy a las 22.15 h. en Quetren Quetren (Av. Olazábal 1784) y el viernes a las 16.30 h. en el Museo de Arte Español Enrique Larreta al aire libre. También se podrá ver online, en forma gratuita, a partir de hoy a las 23.
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