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Israel y el Mundial de las vacunas

Netanyahu aprovecha para hacer campaña y que se hable menos de los juicios en su contra. Los antiisraelíes, para denunciar una discriminación inexistente contra los palestinos.

desde Tel Aviv

Desde fines de diciembre, Israel es el caso de éxito y el puntero de la tabla de la vacunación contra el COVID-19. El primer ministro Benjamín Netanyahu no escatimó en gestos populistas: abrazó, literalmente, la heladera y el avión de DHL que trajo la primera encomienda de Pfizer, se dio el primer pinchazo frente a las cámaras un sábado a la noche en prime time y se sacó fotos con cada vacunado que representaba un número redondo. Está claro que la campaña Poner el hombro es su principal activo frente a las elecciones del 23 de marzo, las cuartas en dos años, y cada nuevo hito en inmunizados es menos lugar para los titulares sobre el juicio por corrupción en su contra, cuyas audiencias fueron postergadas en reiteradas ocasiones por los sucesivos cierres.

Si bien esto no le quita mérito a su gestión, y sobre todo a sus habilidades de negociación y persuasión, es cierto que la geografía y el sistema de salud del Estado de Israel facilitan una operación de esta índole. Menos de 500 kilómetros separan al punto más austral del más septentrional y mucho menos distancia hay entre el punto más al este y el punto más al oeste. Más del 90% de los israelíes vive en áreas urbanas y absolutamente todos, por ley, pertenecen a una de las cuatro mutuales de salud sin fines de lucro, un legado de los fundadores socialistas del país, hace tres cuartos de siglo, respetado por las administraciones siguientes. Un solo aeropuerto y un solo centro de distribución bastan para hacer llegar las dosis a los cientos de puestos de vacunación, lo suficientemente informatizados como para saber al instante el estatus de inmunización de cada uno de los 9 millones de ciudadanos del país.

Al comenzar este año, otros clientes de Pfizer manifestaron ciertas suspicacias y hasta una aparente envidia por la efectividad y velocidad que mostraba Israel en la vacunación. Por lo bajo, se quejaban de lo que parecía ser un trato preferencial. Es que el temor a tener que frenar la campaña por falta de dosis, y un malentendido sobre la llegada de la vacuna de Moderna, empujaron a Netanyahu a conversar con el CEO Albert Bourla por decimoséptima vez en enero y negociar el suministro continuo a cambio de información, supuestamente pública, que serviría a Pfizer y a todos los demás países para estudiar al nuevo “Estado modelo”.

Los problemas internos

La campaña de vacunación puso de manifiesto varios problemas en el tejido social israelí. El sector ultraortodoxo, un 10% de la población, representa un 40% de las infecciones. No solo son más proclives a contagiarse, también a romper las reglas de aislamiento y a evitar las multas. Enero terminó con varias noches de incidentes por intentos de clausura en casas de estudio ultraortodoxas, y dos procesiones de más de 10.000 personas y muy pocos barbijos por el funeral de un rabino referente. La inacción del gobierno se puede explicar, sin entrar en mayores matices, en las indispensables bancas que los partidos ultraortodoxos le dan a Netanyahu para formar gobierno en el Parlamento.

En la sociedad árabe-israelí, un 21% de la población, las tasas de contagio también son más elevadas que en el promedio de toda la ciudadanía, y la vacunación comenzó lenta. Al comienzo, esto se explicaba porque era una población más joven y recién esta semana la vacunación se abrió a todas las edades. De todas formas, el Ministerio de Salud cuadriplicó el presupuesto para la campaña de concientización en árabe y apuntó a que los médicos de cabecera recomendaran directamente a las familias recibir la inyección. Lo mismo se hizo con los estudiantes de enfermería, farmacéuticos y personal médico árabe, alrededor del 40% en cada rubro. Netanyahu aprovechó para hacer visitas inéditas a ciudades árabes, promocionar la inmunización y hacer algo de campaña a costa del descontento de los ciudadanos árabes-israelíes con la Lista Conjunta, una unión de cuatro partidos árabes que consiguió 15 de las 120 bancas del Parlamento en 2020, pero que poco pudo hacer para mejorarle la vida a sus votantes.

La mayoría de los reclamos de los ciudadanos árabe-israelíes pasa por la seguridad interna, tanto en sus aldeas como en ciudades mixtas. En diciembre, en Lod, dos clanes familiares se trenzaron a tiros por la mañana, matando a un famoso mafioso del área, vengado por la tarde, en una persecución de película por la autopista. Mientras que entre los judíos los homicidios se mantienen anualmente estables, en menos de 50, dentro de la minoría árabe crecen año a año y en 2020 superaron los 100. (En Argentina hay algo más de 2.000 homicidios por año.)

Esta semana, en la aldea de Tamra, la policía asesinó por accidente a Ajmad Hejazi, un estudiante de enfermería de 22 años que salió a ver lo que pasaba cuando escuchó tiros entre las fuerzas de seguridad y una banda criminal. En una sola crónica se condensaron todos los problemas que sufre esta población y, por supuesto, le siguió otro funeral multitudinario que no respetó las restricciones vigentes. Igual que sucede con la inacción frente a las infracciones de los ultraortodoxos, ante el crimen y la violencia en la sociedad árabe Netanyahu tampoco tiene una respuesta satisfactoria.

Los reclamos del mundo

La atención del mundo, de todas formas, no parece estar en los aciertos ni en los errores reales del gobierno israelí, sino en ideas equivocadas sobre obligaciones y responsabilidades para con su vecino más cercano, la Autoridad Palestina.

Primero The Guardian, luego Amnistía Internacional, el ala izquierda del Partido Demócrata norteamericano, e incluso la revista médica científica The Lancet llamaron a Israel a considerar “la obligación moral” de vacunar a los palestinos. Lo mismo hizo, por supuesto, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, célebre por estar bajo control de países con dudoso historial en la materia, y por disponer religiosamente en cada reunión una condena a Israel.

Sobre esto hay que hacer un poco de historia. Hasta los Acuerdos de Oslo, de 1993 y 1995, los palestinos no tenían ningún tipo de control, soberanía ni autoridad sobre la tierra que habitaban. Sus intereses fueron defendidos por Egipto en la Franja de Gaza y Jordania en la Margen Occidental, que tras sucesivas derrotas bélicas se retiraron, firmaron acuerdos de paz con Israel, y posibilitaron que la OLP derive tras Oslo en la Autoridad Palestina. En 2005 Israel se retiró unilateralmente de Gaza, que sufre un bloqueo tanto de parte de Israel como de Egipto desde que en 2007 la organización terrorista Hamás tomó el poder en elecciones libres. También desde entonces existe una disputa permanente entre Hamás y Fatah, que gobierna el Margen Occidental, que podría, o no, resolverse a mediados de este año, para cuando se convocaron las primeras elecciones en 15 años.

Ninguno de los dos bandos es proclive a confirmar el número, que además debe haber cambiado por la pandemia, pero hasta hace un año se estimaba que más de 130.000 palestinos cruzaban a Israel diariamente a trabajar y representaban el 13% del PBI palestino. Los que trabajan en blanco, más de la mitad, reciben aportes al seguro social y seguro médico. Es claro que solo este movimiento de gente llama a una acción sanitaria conjunta y coordinada antes de esperar que la nueva administración de los Estados Unidos ponga en marcha una nueva era de hipotéticas negociaciones basadas en una solución de dos Estados.

Pero entre las cientos de nuevas responsabilidades que la Autoridad Palestina adquirió tras Oslo en las denominadas áreas A y B, donde ejerce pleno control civil, la salud fue una de las primeras en traspasarse. Desde 1994 la Autoridad Palestina tiene su propio ministerio y desde 1948 las Naciones Unidas se hacen cargo de la salud de los desplazados por las guerras a través de su Agencia para los Refugiados de Palestina (UNRWA). Aunque Hamás haya expulsado a funcionarios de Fatah sistemáticamente desde 2007, y haya creado su propio ministerio de Salud para Gaza, la Autoridad Palestina se esfuerza por solventar algunos de sus costos en un intento de ejercer soberanía.

A principio de año, Israel cruzó en secreto 100 dosis de la vacuna de Pfizer a Ramala para casos de extrema gravedad, y, oficialmente, a fin de enero envió otras 5.000 para el personal de salud. Lo curioso de las condenas y las plegarias humanitarias no es, de todas formas, que ningún otro país haya ofrecido ayuda a la Autoridad Palestina; nadie atinó a preguntarles a ellos cómo pretendían llevar a cabo la inmunización.

El canciller palestino Riyad al-Maliki dio un paso en falso cuando reclamó en las Naciones Unidas la falta de compromiso israelí al respecto. Un paso en falso, porque las gestiones logísticas ya estaban en marcha. Un mes antes, mientras anunciaba restricciones a la circulación para Navidad y Año Nuevo, el primer ministro Mohammad Shtayyeh adelantaba que ya estaba en negociaciones con Rusia, China, Moderna y AstraZeneca. Solo Pfizer se descartó, por la compleja refrigeración de las dosis. Tres semanas después, Shtayyeh ya había firmado cuatro contratos y asegurado el 70% de las vacunas para los 2 millones de palestinos en Gaza y 2,8 millones en Cisjordania. Llegarán recién a finales de febrero por los problemas de distribución que tuvo Rusia, curiosamente poco mencionados en Argentina, cuyas primeras 300.000 dosis fueron motivo de polémica para Moscú.

El statu quo

Los Acuerdos de Oslo tienen varias falencias. No solo es necesario que se respeten, continúen, y se amplíen. También falta gente que los entienda, y en particular, gente que los explique. Lo que comenzó como una hoja de ruta y un punto de partida es desde hace dos décadas un statu quo. La Autoridad Palestina tiene control civil y militar sobre el área A y civil sobre el B. Israel tiene control militar sobre el B y civil y militar sobre el C, donde se encuentran los asentamientos, que impiden un Estado palestino contiguo. Salvo durante la segunda mitad de 2020, en los meses que siguieron a la intención explícita de Netanyahu de anexar el valle del río Jordán, la coordinación de seguridad y de políticas humanitarias entre ambos bandos funcionó siempre razonablemente bien. Suspendida esa anexión, moneda de cambio de los acuerdos con Emiratos Árabes y compañía, la Autoridad Palestina decidió volver a honrarlos como gesto de buena fe. El año nuevo trajo una imagen inédita, con la policía palestina siendo convocada a Jerusalén Este, bajo control israelí, para resolver una disputa entre clanes que Israel no pudo. Si no fuera por el motivo, un triple crimen, y la violencia interna en la sociedad árabe, hasta sería una noticia auspiciosa.

Como la intensa vacunación, los Acuerdos de Abraham tienen intencionalidad política y electoral, pero desnudan que para los países sunitas del golfo Pérsico la solución al conflicto parece más cerca a través del diálogo entre todas las partes y no respaldando incondicionalmente a la que se negó a negociar y a reconocer el derecho a la existencia de la otra durante años, despilfarrando recursos de sus benefactores petroleros.

Las nuevas relaciones de Israel con Emiratos Árabes, Bahréin, Sudán y Marruecos son lo que le hicieron entender a la Autoridad Palestina la realidad del nuevo mundo, que es para todos por igual; estar solos y tener que hacerse valer a través de diplomacia, acuerdos y negociaciones, gana quien llega primero. Gracias a la astucia de Netanyahu para ver esto, Israel ganará el mundial de vacunados, y tal vez los palestinos se sienten a negociar en futuros intentos de acuerdos con otra predisposición, conscientes de que nadie les debe nada y que la ayuda incondicional de vecinos no se da por sentada.

 

 

 

 

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Diego Mintz

Periodista y analista de inteligencia viviendo en Israel. Trabajó para KAN, la radio nacional de Israel, Radio Nacional Argentina y La 1110.

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