El otro día hablé mal del VAR y un tuitero me acusó de ser un troglodita que se opone al avance de la tecnología. Quedé un poco perplejo: puede que sea un troglodita, pero de los que usan computadoras y teléfonos celulares. Convivimos con la tecnología y el fútbol profesional la utiliza cada vez más. En la medicina del deporte, en las comunicaciones, en la planificación de los entrenamientos, en las estadísticas, en los métodos para medir performances, en la adquisición de jugadores… No me parece mal que la tecnología llegue también a la aplicación de las reglas de juego.
De hecho, lo hizo formalmente en 2014 mediante un dispositivo que se llama Goal-line Technology (GLT), que se usa para determinar si la pelota entra o no en el arco. Como es un chiche caro porque requiere de un conjunto de cámaras especiales y su aplicación es muy esporádica, se utiliza solo en grandes torneos internacionales y en las ligas más importantes. Pero la GLT tiene una gran virtud: es casi perfecta. Cuando la pelota cruza la línea, en menos de cinco segundos al árbitro le suena un reloj especial que le indica que se ha producido un gol y nadie lo discute. Al principio, los jugadores amagaban un reclamo, pero el réferi señalaba su reloj y ponía cara de “no soy yo, es el Ojo Supremo quien lo decidió”. El algoritmo de reconocimiento de imágenes de la GLT es excelente y, que se sepa, el procedimiento solo falló una vez: fue el 17 de junio de 2020, cuando a la GLT se le escapó un gol del Sheffield United contra el Aston Villa por la Premier League. Pero fue la excepción que no solo confirma la regla sino que la hace más fuerte. Aun cuando tenga errores ocasionales, aun cuando sea imposible de verificar su exactitud en las situaciones límite (las que para la vista, aun en cámara lenta, son indecidibles) porque habría que construir un dispositivo aun más sofisticado para testearlo, la GLT es una ayuda tecnológica para el arbitraje porque produce fallos inmediatos, que todo el mundo acata y permite así que el juego prosiga sin dilaciones.
El VAR no es suficientemente tecnológico
La dificultad con el VAR no es que constituya una intervención de la tecnología en ámbitos reservados a los humanos, sino que es una tecnología deficiente, lanzada con apresuramiento y bajo supuestos confusos, que no responde a sus objetivos. A diferencia de la GLT, el VAR es lento, inseguro, ofrece resultados debatibles y tiene consecuencias indeseadas sobre el juego en general. Se podría decir incluso que el VAR no es lo suficientemente tecnológico en el sentido en el que lo es la GLT: no se trata de un instrumento electrónico que contesta con certeza y celeridad una pregunta claramente formulada (“¿entró la pelota en el arco?”) sino un sistema híbrido entre lo humano y lo técnico que ataca un problema mal definido y termina generando otros más graves. De hecho, aunque la sigla es ambigua, el VAR es una persona: la denominación Video Assistant Referee no designa un aparato sino al asistente del árbitro que está en una cabina (y tiene a su vez sus asistentes).
El reglamento establece taxativamente que el VAR puede asistir al árbitro “solo ante un error claro y obvio o un incidente grave que fue pasado por alto”. Sin embargo, hemos visto que el VAR interviene para corregir posiciones fuera de juego que dependen de medio centímetro, en algunos casos imperceptibles aun en cámara lenta y que para dilucidarse requieren del trazado de perpendiculares desde la rodilla, el hombro o el trasero de los jugadores para poder establecer sobre el terreno las líneas horizontales de defensores y delanteros. Esos ejemplos niegan que el VAR se esté ocupando de errores claros y obvios. Incluso, aunque no haya juez de línea en el mundo que pueda determinar con la precisión de su vista si hay o no offside en determinadas circunstancias, es difícil decir que un offside de esos revertido por el VAR sea siquiera un error. Si además la decisión final del árbitro a partir de las investigaciones del VAR se demora tres o cuatro minutos, lo anomalía se va de proporción. Pero las reglas de la FIFA también son claras al respecto: “La exactitud de la decisión final es más importante que la rapidez” y, por lo tanto, “no hay un tiempo máximo para el proceso de revisión.” Aquí es cuando uno empieza a añorar el funcionamiento de la GLT. Con él en mente, uno podría pedirle a la FIFA que archive el VAR hasta que encuentre una tecnología mejor, una que resuelva mucho más rápido.
Cuando la FIFA decidió ir contra la intención y definir las faltas del modo más taxativo posible, abrió la puerta para una revisión de los fallos retorcida y penosa.
Los locutores más “reglamentaristas” (los que ante cada jugada dudosa reclaman penal o tarjeta) insisten en que un offside de un centímetro es tan offside como uno de tres metros. ¿Es cierto eso? ¿Un offside de esos que cualquier línea o cualquier espectador atento, incluso cualquier relator, se de cuenta de que lo es, merece la misma atención que uno prácticamente invisible? Es otra manera de formular la pregunta sobre las prioridades del reglamento: ¿búsqueda de la exactitud o de los errores claros? Hace algunos años, la respuesta la hubieran dado las propias reglas. Hasta principios de este siglo, el inciso 8 de la regla V (“El árbitro”) decía lo siguiente: “En el espíritu de las reglas del juego, el partido deberá ser disputado con la menor cantidad de interrupciones posibles. Por lo tanto, el árbitro sancionará solo las infracciones intencionales. Si el árbitro pita faltas dudosas o insignificantes, enerva a los jugadores y priva del placer del juego a los espectadores”.
Esa admirable pieza de legislación deportiva le daba consistencia a las reglas y sentido a la tarea arbitral: se trataba de juzgar la intención, pitar poco y preservar el placer. Cuando la FIFA decidió ir contra la intención y definir las faltas del modo más taxativo posible, abrió la puerta para una revisión de los fallos retorcida y penosa, que se terminó contradiciendo a sí misma. Porque intervenir solo en los errores obvios es lo contrario de tomarse todo el tiempo necesario para llegar a un fallo exacto. Pero el VAR tampoco se aplica a todos los fallos, solo a goles, penales, acciones violentas y confusiones de identidad. La mayoría de las decisiones del árbitro quedan sin revisar y así se cometen, en cada partido, una cantidad importante de errores (algunos claros y obvios). Es posible que haya más goles derivados de un tiro libre mal sancionado o de un córner que no fue que de un penal.
De ese modo, el VAR termina siendo una negociación del reglamento consigo mismo. Y conlleva otra serie de inconvenientes adicionales, no solo los derivados de su lentitud. Por ejemplo, la demora de los líneas en levantar la bandera en jugadas que son obvias para ellos, esperando la resolución de la jugada por si la intervención del VAR es necesaria (hasta se usa un nombre para eso: el “delay de bandera”). No solo en las reglas sino en su aplicación práctica se vuelve a plantear la disyuntiva entre precisión en los fallos y fluidez del juego. Pero la tendencia de los legisladores es hacia la rigidez. Es posible que el línea se equivoque cuando cree que un offside es clarísimo, pero se equivocará una vez en cien. Ahora hará seguir el juego inútilmente las otras noventa y nueve veces.
Todo contacto parece transformarse en falta
Eso no es todo. Hasta aquí, hemos hablado de los fallos “objetivos”, como el offside, pero en la otra rama, la de los “subjetivos”, que dependen de la interpretación, los embrollos del VAR son acaso peores. Si bien la regla dice claramente que para medir la intensidad de un contacto o la penalización de una mano el árbitro usará la velocidad normal de la cámara, nos hemos cansado de ver que son las repeticiones en cámara lenta, pasadas en loop, las que deciden las revisiones. A esta altura, gracias a la confusión que produce el ralentamiento de las imágenes (que siempre encuentran “el contacto”), se pitan más penales porque los jugadores buscan chocar contra el adversario y los árbitros saben que con los métodos del VAR todo contacto parece transformarse en falta.
Otro exceso en la intervención del VAR, no previsto en su origen, es que trabaja como una lupa más que como un ojo atento. Recuerdo, hace un par de años, cuando esto recién empezaba, a Messi irritado en un partido de la Selección Argentina porque el árbitro no le daba la orden de ejecutar un córner y resultó que le dieron un penal que ninguno de sus compañeros había reclamado. Se trataba de un error que no solo no era claro ni obvio, sino secreto: el VAR actuaba como uno de esos detectives de novela policial que sospechan un asesinato cuando todos, hasta los familiares del la víctima, dicen que fue un suicidio.
La necesidad de confirmar cada gol y postergar cada grito le quita emoción al espectador y enfría a los protagonistas.
Supongo que, aunque hay algunos perversos que disfrutan del suspenso que provoca la demora en las decisiones, la mayoría padecemos las interrupciones del VAR, la necesidad de confirmar cada gol y postergar cada grito le quita emoción al espectador y enfría a los protagonistas. Es más, puede ser muy contraproducente para un equipo que está en su mejor momento ofensivo y tiene al rival contra su arco que le anulen un gol después de cuatro minutos de deliberación, minutos que le servirán al equipo rival para que el partido se enfríe.
Me atrevo incluso a usar la palabra “injusto” para una situación semejante, aunque lo hago con mucha prudencia. Creo que una criatura deforme como el VAR es hija de una oscura y atávica sed de justicia que incluye el odio a la figura del árbitro como símbolo del poder o de autoridad y una especie de reivindicación de los desposeídos por la impericia y la venalidad de los réferis y los jefes que les ordenan lo que deben pitar. El VAR apela en la mente de sus defensores a la figura del superárbitro, del Juez bueno, de la imagen de la justicia con la balanza y los ojos tapados que viene a reivindicarlos (esa figura que, entre nosotros, encarnó alguna vez Javier Castrilli con el apoyo de su prensa adicta) porque es el Ángel de la Verdad. Es curioso, porque en la práctica, el VAR es solo una instancia de revisión, engorrosa y falible, que no tiene nada que ver con la justicia porque lo único justo de un juego es que siga siendo un juego y no se transforme en un simposio.
Es difícil que el VAR retroceda a las catacumbas de las cuales no debería haber salido. Pero para poder convivir con él, algunas de sus paradojas deben ser eliminadas de algún modo. Los offsides invisibles, las cámaras lentas engañosas, las demoras insólitas, la búsqueda de faltas que nadie reclama, el delay de bandera. En última instancia, para no seguir siendo un engendro deberá recuperar de algún modo la idea de la continuidad del juego que tenía la vieja regla y a limitarse a lo que su propia formulación establece: la eliminación de los errores obvios y groseros del árbitro que, en definitiva, son muy pocos. El fútbol demostró que puede vivir con ellos, pero si la FIFA y sus burócratas quieren eliminarlos, deberán encontrar una forma menos grosera que la actual.
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