Después de la contienda de 1982 en el Atlántico Sur se comenzó a hablar de malvinización cuando una posición respecto de un tema de agenda se hacía obligatoria y unánime. Por ejemplo, aplicamos el término cuando apareció la pandemia y se generó un gran consenso respecto de las restricciones. Estaba mal visto esbozar una opinión en contrario y se invocaba a valores que, se suponía, estaban más allá de cualquier cuestionamiento: “vida” y “patria”. La palabra malvinización es una descripción crítica de este fenómeno. Se asocia a un momento de la historia argentina en el cual la falta de libertad y el peso del consenso ahogaban las voces divergentes. Los resultados fueron catastróficos. La malvinización de la pandemia ha sido no menos cruenta e inútil.
Curiosa y redundantemente, uno de los temas malvinizados a lo largo del tiempo es, justamente, el de Malvinas. La penalidad social por decir algo diferente a las frases estándar es enorme y no sólo no ha decrecido con el tiempo, sino que está recrudeciendo. El último episodio tuvo que ver con unos tuits de hace casi diez años de la precandidata a diputada por la ciudad de Buenos Aires en el séptimo lugar, Sabrina Ajmechet, señalados con ira no sólo por militantes y periodistas kirchneristas sino también por colegas del otro lado de la grieta. El tabú Malvinas es transversal.
Más allá del error de igualar la conversación pública que se mantiene en las redes sociales, recubierta de sobreentendidos y humor, con enunciados taxativos, la reacción al tuit específico sobre Malvinas fue especialmente dogmática y disciplinadora. Como en los procesos estalinistas o en los juicios de la Inquisición, Ajmechet decidió abjurar públicamente y utilizar las palabras claves: “soberanía” y “héroes”. Era eso o la posibilidad de renunciar a su carrera política en la línea de largada.
Aunque está escrito desde la moderación del sentido común en un lenguaje llano, la posición que expresa parece llamativamente audaz y valiente a los ojos de estos días.
En abril de 2012, cuando se cumplían tres décadas de la guerra impulsada por la Dictadura, participé de una declaración junto a otros periodistas, intelectuales y constitucionalistas. Revisar hoy ese documento es una sorpresa. Aunque está escrito desde la moderación del sentido común en un lenguaje llano, la posición que expresa parece llamativamente audaz y valiente a los ojos de estos días.
En primer lugar, porque, en un acto de humanidad elemental, pone en el centro de la discusión a quienes viven en las islas desde hace varias generaciones. “En honor de los tratados de derechos humanos incorporados a la Constitución de nuestro país en 1994, los habitantes de Malvinas deben ser reconocidos como sujeto de derecho”, dice el texto, firmado, entre otros, por Luis Alberto Romero, Beatriz Sarlo y Jorge Lanata. Y continúa: “Respetar su modo de vida, como expresa su primera cláusula transitoria, implica abdicar de la intención de imponerles una soberanía, una ciudadanía y un gobierno que no desean”.
Luego, porque toma en cuenta la traumática experiencia de 1982 y prioriza la paz como objetivo irrenunciable, afirma: “La Historia, por otra parte, no es reversible, y el intento de devolver las fronteras nacionales a una situación existente hace casi dos siglos –es decir: anterior a nuestra unidad nacional y cuando la Patagonia no estaba aún bajo dominio argentino– abre una caja de Pandora que no conduce a la paz”.
A menudo, para defender la posición malvinista, se utiliza el chantaje moral de invocar la sangre de los soldados argentinos caídos en la contienda. Desde ya que es una de las acusaciones que se le hace a Ajmechet y que ella tiene que aclarar. La tautología es evidente. Si uno no abraza la “causa Malvinas”, obviamente le parece una locura que muera gente por ella. Entonces, que esos muertos se le vuelvan en contra no tiene el menor sentido. Aquella declaración colectiva de 2012, entre cuyos firmantes también estaban Roberto Gargarella, Hilda Sabato y Juan José Sebreli, lo decía de una manera muy clara: “La sangre de los caídos en Malvinas exige, sobre todo, que no se incurra nuevamente en el patrioterismo que los llevó a la muerte ni se la use como elemento de sacralización de posiciones que en todo sistema democrático son opinables.”
En tanto y en cuanto se la mencione como “causa” nos colocamos en otros parámetros: otros que tienen que ver con la pretensión de unanimidad y la búsqueda de eliminación del disenso.
Esa frase es probablemente la clave. Como tantos otros temas, el de Malvinas es materia opinable. La aclaración de que eso debería ser en un “sistema democrático” es totalmente pertinente. En tanto y en cuanto se la mencione como “causa” nos colocamos en otros parámetros: otros que tienen que ver con la pretensión de unanimidad y la búsqueda de eliminación del disenso. La libertad para opinar sobre el tema debe ser total y no sólo para cualquier ciudadano sino especialmente para los políticos. Si los políticos no son libres de pensar contra la corriente, ¿qué tipo de democracia sería?
Desde ya que discutir Malvinas en el contexto de las múltiples crisis que vive en la Argentina parece erróneo o distractivo. Como decía aquella declaración, nuestros problemas inmediatos son otros: “Necesitamos abandonar la agitación de la causa Malvinas y elaborar una visión alternativa que supere el conflicto y aporte a su resolución pacífica. Los principales problemas nacionales y nuestras peores tragedias no han sido causados por la pérdida de territorios ni la escasez de recursos naturales, sino por nuestra falta de respeto a la vida, los derechos humanos, las instituciones democráticas y los valores fundacionales de la República Argentina, como la libertad, la igualdad y la autodeterminación”.
De lo que se trata es de que los límites de lo que se puede discutir libremente no se sigan estrechando. La revisación maníaca de tuits ha hecho desastres en la cultura de otros países, haciendo peligrar carreras, impedir trabajos y someter a persecución y acoso. Se trata de que las personas públicas sean más y no menos libres. Nos estamos dirigiendo a un lugar con ciudadanos temerosos de expresar sus ideas menos convencionales e imposibilitados de ejercer el feliz derecho de ironizar públicamente sin tener que dar explicaciones.
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