Fuego Amigo

Adoctrinamiento y emprendedorismo

El progresismo educativo debe reconciliarse con la idea de que las familias confían en la educación para que sus hijos tengan éxito en la vida.

Hace unos días se viralizó el video de una profesora de secundaria de Ciudad Evita en el que transmitía de modo absolutamente exaltado su visión de la realidad política argentina. Para describir la escena se estuvo hablando de “adoctrinamiento”. Creo que el término es equivocado. Si recurrimos al camino más fácil, a saber, consultar el diccionario, constatamos que adoctrinar es “inculcar ideas o creencias”. No hace falta que el adoctrinamiento sea malo para que sea adoctrinamiento. Creer eso equivale en cierta medida a renunciar a lo que la escuela debe hacer: enseñarles a los niños y jóvenes las cosas que están bien y mal y presentarles como atractivas algunas creencias y no otras. Explicarle a un alumno que la Constitución Nacional permite algunas cosas y prohíbe algunas otras también es adoctrinarlo. Si una escuela no está para adoctrinar a sus alumnos ¿para qué está? Si el Estado determina cuáles son los contenidos mínimos que una escuela debe asegurar, ¿no está adoctrinando? Una escuela privada o confesional no puede enseñar cualquier cosa. Los límites que el Estado le imponga forman parte de tal adoctrinamiento. 

De esta concepción más amplia del término parece haberse agarrado el historiador argentino Ezequiel Adamovsky cuando tuiteó lo siguiente: “Sin dejar de decir que la actitud de la docente del video está totalmente fuera de lugar en una escuela, aprovecho que hablamos de adoctrinamiento para recordarles que hace varios años el gobierno de CABA viene introduciendo la ideología del emprendedurismo en las escuelas porteñas”. Es decir, para Adamovsky adoctrinar implica transmitir algún tipo de idea o creencia. Tiene razón en eso pero se equivoca en otras cosas.

Su primera equivocación consiste en suponer que todo tipo de adoctrinamiento es igual. Es decir, que es lo mismo gritarle a un alumno que no gritarle; que es lo mismo agarrar una vianda escolar y decir que esa vianda es una “porquería” a no hacerlo. No es lo mismo enseñar cosas (o pretender enseñarlas) gritando e insultando que enseñarlas no haciendo eso. Es decir, aun cuando a Adamovsky le pareciera mal que en las escuelas porteñas se adoctrinara sobre cierta cosa, primero tendría que encontrar un caso en que tal adoctrinamiento adquiriera la naturaleza violenta y repelente que tuvo –excepto para el Presidente de la Nación, que lo encontró “formidable”– el que estamos comentando. 

No es lo mismo enseñar cosas (o pretender enseñarlas) gritando e insultando que enseñarlas no haciendo eso.

A Adamovsky, sin embargo, le parece mal que se “adoctrine” acerca de emprendedorismo. Aun cuando lo concedamos por un momento, eso no es un argumento para disculpar a la profesora en cuestión, porque se puede adoctrinar sobre emprendedorismo (o sobre kirchnerismo) sin gritar. No estoy diciendo que a Adamovsky le parezca bien lo que hace la profesora: basta leer cómo comienza su tuit. Estoy diciendo que está equiparando dos situaciones que no son equiparables. 

La segunda equivocación me parece más grave. Supongamos que la maestra en cuestión no hubiera gritado ni insultado a nadie. Supongamos que solamente se hubiera limitado a presentar su posición favorable al actual gobierno y a la vicepresidenta en particular. En ese caso sería realmente comparable al adoctrinamiento sobre emprendedorismo que Adamovsky denuncia en su tuit. 

Y en ese caso entonces deberíamos preguntarnos cuál es el problema con adoctrinar a un grupo de alumnos de escuela, ya sea primaria o secundaria, acerca de emprendedorismo. Para ello deberíamos primero definir qué es el emprendedorismo. Si bien esto puede no ser tan sencillo, no creo que haya muchas personas más capacitadas que el propio Adamovsky para hacerlo. Arriesgo una definición: emprendedorismo es algo así como una ideología o conjunto de ideas según el cual el propio esfuerzo puede, en el marco del sistema capitalista del que la Argentina forma parte, conducir a un progreso personal tal como lo entiende ese propio sistema. Es decir, el emprendedorismo sería una doctrina favorable a la creación de empresas, al empleo de terceros para trabajar en esas empresas, a la obtención de dividendos derivados de las acciones de esas empresas.

¿Por qué estaría mal que tal adoctrinamiento tuviera lugar? ¿Por qué una escuela pública argentina no debería incluir entre los contenidos que sus alumnos deben más o menos conocer y entender el valor de la libre empresa y la creación de empleo a ella asociada? No hace falta ser un libertario, y ni siquiera un liberal, para entender esto. De hecho, lo único que hace falta es pensar con un poco de sensatez acerca de la educación.

Retornos educativos

Hay un concepto central en la teoría educativa pero cuya aplicación en la Argentina es o bien inexistente o recibida con suspicacias. Se trata del concepto de “retornos a la educación” o de “retornos educativos” (returns to education). Más o menos consiste en lo siguiente: mientras más educada esté una persona, más posibilidades de éxito tendrá. Es decir, planteado de un modo un poco brutal, mientras más tiempo pase alguien en la escuela más altos serán sus ingresos cuando forme parte del mercado laboral. Por más deseable que sería que la gente buscara solamente su crecimiento espiritual en la escuela, o incluso si quisiéramos que allí pretendieran forjar el héroe colectivo, el hecho es que la certeza de tener casa y comida sigue siendo una prioridad básica.

Adamovsky se dedica, entre otros temas, a las clases medias argentinas, y no hay manera de que desconozca el hecho de que una gran cantidad de los integrantes de esas clases medias, se las defina como se las defina, conciben a la educación como un vehículo para una vida mejor. Esta idea, con todo lo evidente que es para cualquiera, a los estudiosos de la educación y de la vida social argentina a menudo se les olvida. Pero solo no olvidándola puede entenderse que hace ya muchos años que en la Argentina tiene lugar una especie de privatización espontánea de la educación: muchos padres mandan a sus hijos a escuelas privadas pensando que recibirán una educación mejor de la que recibirían en la escuela pública. A menudo esa evaluación tiene que ver con la idea de que en las escuelas privadas hay menos paros (y por lo tanto, más días de clase). A menudo también las familias hacen esfuerzos económicos desmesurados por ajustarse a esa idea. ¿Por qué alguien pagaría por la educación de sus hijos si puede obtener esa educación gratis? Porque cree que hay algo para ganar en esa inversión.

¿Por qué alguien pagaría por la educación de sus hijos si puede obtener esa educación gratis? Porque cree que hay algo para ganar en esa inversión.

Lo que procuran los economistas de la educación es producir conocimiento robusto (esto es, números concretos) sobre estas intuiciones tan extendidas en la sociedad. Para ello, se han ocupado de tres relaciones fundamentales entre educación y recursos económicos: cuánto debe aumentar el gasto para que se incremente la dotación de capital intelectual, cuánta productividad agrega tal aumento de gasto y cuánto crecen los retornos por causa de tal inversión. El modo más básico de medición es de nivel individual. Se comparan ingresos de personas menos educadas con los de personas más educadas. Este cotejo permite elaborar algunas conclusiones sobre el impacto en el salario de cada año extra de educación (aproximadamente, ese aumento es del 10%). La hipótesis principal de la economía de la educación es, entonces, que las personas invierten en escolarización porque el capital humano asociado a ella las vuelve más productivas y ello lleva a que reciban mejores salarios. Existe incluso una ecuación, la ecuación de Mincer, que relaciona el logaritmo del salario con la trayectoria educativa.

Algo interesante de los retornos educativos es que no solo conciernen a los padres que deciden a qué escuela irán sus hijos, sino a los alumnos mismos. Está estudiado que la instrucción (o el adoctrinamiento) a los chicos en edad escolar, respecto de los beneficios que mantenerse en el sistema educativo les traerá en el futuro, tiene la consecuencia de que algunos de ellos decidan proseguir su educación. Es decir: no solo los padres creen que la educación de sus hijos es importante porque les permitirá vivir mejor, sino que los alumnos mismos lo creen (o pueden llegar a creerlo con los incentivos adecuados). Se trata, digamos, del segundo orden de los retornos educativos. 

En su extraordinario artículo “The (perceived) returns to education and the demand for schooling”, Robert Jensen explica cómo una herramienta eficaz contra el abandono escolar consiste en hacerles saber a los estudiantes que continuar los estudios les traerá beneficios salariales concretos en el futuro. Su diseño experimental, llevado a cabo en la República Dominicana, demostró que aquellos alumnos ingresantes en la escuela media que no creyeran que terminar ese nivel les traería mayores ingresos tenían menor probabilidad de regresar a la escuela al año siguiente. Las expectativas de mayores ingresos a cambio de mayor educación probaron estar íntimamente vinculadas con los logros escolares. Por cada “salto imaginado” de 50 dólares en el ingreso futuro, crecía un 9% la probabilidad de continuar estudiando un año más. Investigaciones como estas sugieren que, aunque es importante hablarle a un joven sobre el beneficio espiritual y moral de la educación, puede ser más efectivo darle información creíble y concreta sobre el futuro de su caja de ahorro, si tenemos el objetivo de que los chicos permanezcan en la escuela (uno querría creer que todos tenemos ese objetivo pero a juzgar por el modo en que se manejó la cuarentena en la Argentina quizás habría que aceptar que no es así).

Negar la importancia de los retornos educativos fomenta la desigualdad.

Negar la importancia de los retornos educativos fomenta la desigualdad. Las personas quieren educación de calidad para sus hijos porque dan por sentado que la escuela sirve para que cuando sean más grandes tengan mejores trabajos y vivan mejor. Los jóvenes interrumpen actividades más entretenidas para encerrarse en un aula universitaria porque prefieren un futuro como ingenieros o como mecánicos que como repartidores de pizza (y sus salarios relativos). Cuando una madre nos cuenta orgullosa que su hijo “trabaja para pagarse los estudios” estamos presenciando esto en tiempo real. No hace falta que reconozcamos en esa madre a una representante de la ideología “capitalista”, “liberal” o “emprendedorista” para comprender su orgullo. 

De todos modos, aun desde una perspectiva explícitamente favorable al capitalismo, uno puede argumentar que hay toda una dimensión de la teoría de los retornos educativos más cercana al progresismo y de hecho más cercana a lo que el propio Adamovsky debe creer. La economía de la educación también estudia los llamados retornos cívicos a la educación. Es decir, retornos en términos de integración social, capital social, civismo, etcétera. Según la encuesta de la Universidad Vanderbilt-LAPOP (Latin American Public Opinion Project), mientras mayor es el nivel educativo alcanzado menor es el apoyo a políticas de mano dura en el combate contra el crimen. También según LAPOP, las personas con educación superior y secundaria muestran más apoyo al sistema de democracia representativa que aquellos con un menor nivel de instrucción. Para la Argentina en 2015, el Latinobarómetro ofrece estos elocuentes datos: la aceptación de la frase “La democracia es el sistema preferible antes que cualquier otra forma de gobierno” era como sigue: para encuestados con educación primaria incompleta, 62%; con primaria completa, 64%; con secundaria incompleta, 65%; con secundaria completa, 71,8%; con universitaria incompleta, 79%; con universitaria completa, 85%. Como dijo Rousseau: “Si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente”. 

Volviendo al punto inicial, entonces, me pregunto: ¿de qué modo habría que definir el “emprendedorismo” para volverlo algo lesivo para la vida de los alumnos de las escuelas argentinas? ¿Cómo concibe Adamovsky esa doctrina si cree que es algo malo? En otro tuit nos da una pista: “’Emprender’ como único objetivo válido de una vida. El resto, todo inservible y moralmente reprobable. Los emprendedores traen todo lo bueno. El resto vivimos de la riqueza que ellos (creen que) crean solos”. ¿No será un poco forzada esta definición de la “ideología emprendedorista”? ¿Habrá realmente algún maestro de la ciudad de Buenos Aires que les diga a sus alumnos que lo único válido en la vida es hacer empresas? Con un poco más de caridad argumentativa, se puede definir el emprendedorismo como una perspectiva que conduce a que la gente se esfuerce por trabajar, vivir mejor, dar trabajo a otras personas. En todo caso sería algo malo que haya maestros que adoctrinen respecto de eso de un modo violento o indigno para sus alumnos.

¿Habrá realmente algún maestro de la ciudad de Buenos Aires que les diga a sus alumnos que lo único válido en la vida es hacer empresas?

Nótese que esta argumentación pone entre paréntesis la calidad moral de las ideas que la maestra en cuestión defiende. Es decir, ni siquiera hace falta pensar que el kirchnerismo es algo malo y que Cristina Kirchner es un elemento dañino en el sistema político argentino para cuestionar a Adamovsky. Supongamos que el kirchnerismo fuera un conjunto de ideas democrático y progresista y que la maestra estuviera defendiendo ese conjunto de ideas a su manera (violenta o no). ¿Por qué la defensa del emprendedorismo sería una contraparte de eso? No pueden pensarse muchos incentivos más relevantes para que los chicos permanezcan en el sistema educativo que el hecho de que ellos mismos y sus propios padres crean que educándose vivirán mejor. Esto, que es algo obvio, es además uno de los postulados básicos de la teoría de la educación desde hace varias décadas. Es decir, es uno de esos felices casos en los que la academia y la vida real van de la mano. ¿En qué planeta viven los intelectuales argentinos que pasan por alto algo tan elemental? 

 

 

 

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Eugenio Monjeau

Licenciado en Filosofía (UBA). Master en Educación (Universidad de Harvard). Autor de La mala educación (Sudamericana, 2017, con Helena Rovner).

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