Fuego Amigo

Todo el mundo quiere a Messi

Su ida del Barcelona es de esas cosas que parecían imposibles y sucedieron en este año raro para la humanidad. Ahora deberá darle brillo a una liga en la que se juega torpemente y se pega demasiado.

La salida de Messi del Barcelona es de esas cosas que nunca deberían haber pasado. Pero dado que buena parte de la humanidad vivió más de un año confinada frente a un virus, la noción de lo que es posible se ha perdido un poco. Después de todo, tal vez Messi haya sido otra víctima de las cuarentenas, porque su club perdió en 2020 más dinero del que podría suponerse sin la irrupción del covid. También se puede suponer que la ausencia de público en los estadios ayudó a que los dirigentes catalanes se dedicaran impunemente a las chapucerías que dejaron al crack sin club y a los hinchas sin el jugador que más alegrías les dio en toda la historia.

Claro que en todo esto se puede ver también el vaso medio lleno: gracias a que Bartomeu y Laporta, presidentes del Barça y empresarios de moral dudosa, destratan y engañan a su futbolista estrella, éste, con todo el dolor de su corazón y el de su familia, se va finalmente a triunfar a París, donde el jeque qatarí Tamim bin Hamad Al Zani, monarca absoluto de un estado en el que no existen las libertades individuales ni los derechos humanos, le abre el corazón y la billetera para juntarlo con un plantel de jugadores que ningún otro club puede comprar. Allí, rodeado de los mejores, consigue en poco tiempo para el PSG la tan ansiada Champions League, un trofeo que tiene más de simbólico que de meritorio, pero que en cada edición se convierte en lo único que importa en el fútbol mundial (los equipos sudamericanos tienen a su Copa Libertadores como homóloga y consuelo).

Messi es capaz de trasladar consigo la ilusión y la sinceridad con la misma falta de esfuerzo con la que juega.

Más allá de lo que depare el futuro, si la salida de Messi entristeció a Cataluña, su llegada alegró a sus nuevos compañeros y hasta a sus rivales, que van a ver prestigiada la liga en la que juegan, pero también a los aficionados, desde los espectadores habituales hasta a los que alguna vez lo vieron distraídamente en un televisor. Es que el mundo, descontando a unos pocos indiferentes y a un número algo mayor de tontos, lo quiere a Messi. Esto tiene que ver, desde luego, con su talento fuera de serie, pero también con una cualidad que lo distingue de otros grandes del deporte, en particular del fútbol. Esta cualidad es su emocionalidad sencilla y versátil que nos permite llorar con él porque se va del Barça y, al día siguiente, acompañarlo en la felicidad de su llegada al PSG sin que medie entre ambos estados de ánimo (los suyos y los nuestros) ninguna contradicción, ningún disimulo, ni siquiera un deseo de revancha. Messi es capaz de trasladar consigo la ilusión y la sinceridad con la misma falta de esfuerzo con la que juega.

El desafío de París

De todos modos, la dimensión del desafío que le espera a Messi en su nuevo club es enorme. El domingo, mientras se cocinaba el imprevisto salto a través de los Pirineos, jugaron por la Ligue 1 el Montpelier y el Olympique de Marsella en un estadio semivacío y feo, propio de un club chico en decadencia. Faltando unos minutos, el visitante dio vuelta el resultado y la pequeña barra brava local empezó a tirar proyectiles. Incluso llegaron a lastimar a un jugador. El árbitro se llevó a sus colaboradores al vestuario sin decir una palabra a los protagonistas y, ante el desconcierto general, un viejito de barba tomó el micrófono y les preguntó en tono paternal a los revoltosos si habían venido a alentar a su equipo o a colaborar con su adversario.

Esos exabruptos lúmpenes, que hacen pensar en el ascenso argentino, ya no ocurren en Inglaterra ni en España ni en Italia, pero son propios de la precariedad del fútbol francés, una liga en la que se juega torpemente, se pega demasiado, los arbitrajes son malos y la repercusión es escasa. En el Marsella, cuyos jugadores y simpatizantes vienen protagonizando bataholas en el campo y fuera de él con los del PSG, juega un tal Dimitri Payet, un futbolista muy brillante (aunque un poco autista) que tiene 34 años (la edad de Messi) pero del que no se escucha hablar porque juega en un país en el que el fútbol no es prioritario. Para convencer a Messi de que se iba a sentir cómodo con su familia, el director deportivo del PSG le dijo que París (a diferencia del Nápoles en el que alguna vez fue a jugar Maradona), “es una ciudad de quesos, de comida, de arte y de cultura. Para deportes, el rugby. Lo último es el fútbol. Aquí pierdes tres partidos y nadie te parará en la calle para insultarte”.

Más allá de la repercusión global que tendrá cada partido de Messi, su verdadera misión debería ser que París valga futbolísticamente más que una misa.

De modo que, más allá de la repercusión global que tendrá cada partido de Messi, su verdadera misión debería ser que París valga futbolísticamente más que una misa. Para eso, desde luego, deberá ganar la Champions con un equipo que, en la temporada pasada, ni siquiera pudo con la liga local y empezó esta perdiendo la Supercopa de Francia con el mediocre Lille. Claro que a Messi no lo asusta competir, tendrá un técnico argentino y un vestuario que habla castellano y no sé si el fútbol vio alguna vez un trío atacante como el que podrían conformar Messi, Neymar y Mbappé (si es que los jeques logran que Mbappé se quede en lugar de irse al Real Madrid como tenía previsto). Además de que a la calidad de jugadores como Di María, Verratti, Navas o Marquinhos, el PSG le agregó este año a Donnarumma, Sergio Ramos, Hakimi y Wijnaldum. Pero en las últimas temporadas del equipo, con un técnico tras otro, el PSG viene obteniendo resultados irregulares y no logra un funcionamiento fluido que les permita a sus cracks lucirse y a sus hinchas celebrar los triunfos. Es que no es fácil jugar bien a nivel internacional si la base de la competencia es un torneo local en el que se juega mal. Hay que prever además que, como ocurrió en estos años, los titulares del PSG van a perderse partidos por lesión ante las patadas que suelen recibir y por suspensiones derivadas del mal humor con el que se juegan los partidos.

Para complicar más el panorama, hay que decir que hace mucho que Messi no integra (incluyendo la Selección Argentina) un equipo ganador y virtuoso como aquel Barça de hace una década, en el que sus hazañas individuales (hazañas que sigue produciendo año tras año a pesar de la edad) se ensamblen naturalmente con el juego del equipo. Y ese es el verdadero desafío para el enano saltarín: no sólo ganar sino reinventar el modo en el que el fútbol se organiza alrededor suyo.

 

 

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Quintín

Fue fundador de la revista El Amante, director del Bafici y árbitro de fútbol. Publicó La vuelta al cine en 50 días (Paidós, 2019). Vive en San Clemente del Tuyú.

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