En noviembre de 2019, un ya presidente electo Alberto Fernández dio una especie de lección sobre Bugs Bunny. Todo lo que dijo (empezando por “Los dibujos animados son una forma de control social y Bugs Bunny es un gran estafador”) estaba mal e hice un hilo en Twitter sobre el personaje a modo de respuesta que resultó una especie de éxito. Me sorprendió tanto como a cualquiera que Fernández hablara con ligereza de un tema del que desconocía prácticamente todo, basado en la chusca lectura que había hecho de Para leer al Pato Donald, un librito que el propio Ariel Dorfman dice que era una provocación. A la larga, esa “provocación” hizo escuela y la lectura sesgada, insuficiente y ahistórica (y sobre todo ignorante) de ciertas animaciones e historietas parece haber tenido mejor fortuna que las historietas y las animaciones condenadas.
Esta semana le llegó la picota a Pepé Le Pew. Convengamos que la vimos venir, que la cultura de la cancelación no podía no caerle al zorrino calentón, intenso y alienado que persigue a cualquier animalito negro con una raya blanca en el lomo. La cosa es que un columnista de The New York Times llamado Charles M. Blow (activista anti-racista y también LGTB desde que se definió como bisexual) condenó en un artículo al personaje por “sumar a la cultura de la violación” y armó un áspero debate sobre su legitimidad contemporánea. Además, se supo que las escenas de Pepé Le Pew en Space Jam 2, que se estrena a mediados de año, fueron eliminadas, con preocupaciones similares sobre la corrección política del personaje.
Los creadores de “Looney Tunes” y “Merrie Melodies” nunca pensaron en un público específico para sus cortos. Dicho en criollo: no eran “para chicos”.
Es una rara ironía que el creador de Pepé Le Pew se llamase Charles M. Jones y fuera, además, un genio. Chuck Jones, para los amigos, es uno de los mayores poetas cómicos de la imagen que dio el siglo XX. En su libro Extremes and In-Betweens, su autobiografía, deja claro que los creadores de “Looney Tunes” y “Merrie Melodies” nunca pensaron en un público específico para sus cortos. Dicho en criollo: no eran “para chicos”. De hecho, el “cine infantil” o que la animación fuera algo específicamente dedicado a la infancia es un malentendido que proviene de los años ’50, cuando se llenó la naciente televisión de material de archivo de los estudios de cine. Ahí aparecieron viejos cartoons sin censura alguna. La base de las condenas a estos personajes clásicos parece venir de que les hacen mal a los chicos. Ay, pedagogos.
Pero el cartoon era otra cosa: en las sesiones de cine, que incluían un film clase A, uno clase B, un noticiero, una comedia de dos rollos (por ejemplo, cortos de Los Tres Chiflados que conocimos en la tele) y un dibujo animado, ocupaban el lugar de la tira cómica en la última página de los diarios. Eran el comentario satírico del mundo, donde todo podía pasar sin problemas porque, después de todo, era un dibujo, algo que resultaba “mentira” a primera vista. Jones y sus colegas y amigos (Tex Avery, Friz Freleng, Robert McKimson, Bob Clampett y otros) cobraban poco pero tenían libertad completa para crear. Y se divertían inventando chistes que después engarzaban en las películas. De hecho, fue tan fuerte el uso del humor disparatado y sardónico que el adocenado Disney, competidor y colega, terminó adoptando un poco ese tono. Así logró que su personaje más popular fuera el apocalíptico Pato Donald y no el integrado Mickey Mouse.
El bicho huele mal
Pero volvamos a Pepé. Pepé es una creación de fines de los años ’40. La idea surgió porque uno de los guionistas clave de Warner, Tedd Pierce (que había nacido ultra millonario pero se dice que lo desheredaron por dedicarse a escribir dibujos animados) tenía una debilidad: contar levantes en los que la chica en cuestión siempre cedía a sus encantos. Jones, su compinche en el guión Michael Maltese, y el tipo que prácticamente hizo todas las voces de Warner, Mel Blanc, crearon al zorrino. El corto definitivo es For Scent-imental reasons, que ganó el Oscar en 1950.
Como zorrino, el bicho huele mal. Él lo ignora o no lo sabe. Habla como un seductor Charles Boyer. En la casa de un perfumista, queda encerrado con una gata negra a la que, por accidente, se le dibuja una línea blanca en la espalda. Pepé la persigue, la acosa, la trata de enamorar de todas las maneras. La encierra, le grita, la acaricia, finge un suicidio (escena que Cartoon Network eliminó hace unos años) y, en un accidente, la gata cae en un balde con agua. No solo se le despinta la raya, sino que, además, se resfría. Entonces se invierten los roles: ella lo encierra, lo acosa y lo persigue.
En todos sus cortos Pepé Le Pew es un alienado, un fanático que no entiende sus limitaciones, como le sucede a todos los grandes personajes de Jones, empezando por el Coyote (incapaz de comprender su propia torpeza), el Daffy de los ’50 en adelante (que tiene pretensiones por encima de su talento), o ese perro que solo quiere ser adoptado, Charlie Dog, que destroza la paciencia del cerdito tranquilo y burgués Porky. La gracia del asunto es que el espectador se identifica con la gata (o gato, porque nunca sabemos el género: solo Pepé asume que es una dama) y Pepé es un agente del mayor de los horrores: la pesadez intensa que no conoce límites. Es un denso, un plomo absoluto al que Jones y Maltese tratan con absoluta ironía.
Pepé no es parte de la “cultura de la violación”. Siempre pierde y cae en el ridículo.
Es decir: Pepé no es parte de la “cultura de la violación”, por dos razones. La primera, no existe absolutamente nada que pueda definirse como “cultura de la violación”, es simplemente una etiqueta sensacionalista con tufillo académico. La segunda: Pepé siempre pierde y cae en el ridículo. Hay dos finales clave en sus no más de nueve cortos: sigue persiguiendo ad aeternum al objeto de su afecto o es perseguido por él. En el primer caso, Jones nos muestra que la cacería sexual es un horror, y los finales (planos que muestran corazones, siempre) constituyen chistes de humor negro. En el segundo, que Pepé es nada más que jarabe de pico, un histérico incapaz de hacerle frente a la realidad. Un cobarde.
Como muchos superficialistas de última generación, Charles M. Blow no hace más que mirar acríticamente. Y como no se ríe, no se pregunta por qué causa gracia. Si lo hiciera, vería que, en última instancia, Jones está, con Pepé, del lado “correcto”. Pero para eso debería admitir la posibilidad del humor, la ironía y, sobre todo, la ambigüedad que puede despertar. Que quizás sí hay algún perverso que piensa las cosas exactamente como él las ve. Pero que también pueden pensarse de otro modo. La cultura de la cancelación es esto: mirada superficial y condena instantánea. Si leyera inglés, Alberto Fernández podría usar el texto de Blow en una futura gira por alguna universidad.
Posdata: hay quien acusa a Pepé de ser racista o discriminador hacia los franceses. Podría decirles que pocos personajes hicieron conocidos París y la cultura popular francesa como don Le Pew. Pero quizás sería inútil.
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