En 2009 empezamos el proceso de selección de colegio secundario para nuestro hijo mayor, que cursaba sexto grado en una escuela privada. Desde el primer día de clases el grupo de mamis activó todo tipo de información, datos y propuestas de visitas a los distintos colegios, en las que había que anotarse con el apellido de tu hijo. Todo por mail, porque todavía no existía WhatsApp. Un mail por cada colegio, por cada familia, todos reenviados a todos los integrantes del grupo. Unos mails infinitos que se repetían cada vez más largos y pesados con cada nombre que se agregaba a cada lista.
Casi diez años antes, habíamos tenido muy claro por qué elegíamos una escuela privada: el estado de la educación pública no nos dejaba mucho margen. Creíamos que el jardín y la primaria tenían que ser un ámbito donde el niño aprendiera a leer, a entender lo que leía, a usar las operaciones matemáticas y, sobre todo, ser un lugar donde pasarla bien, hacer amigos y divertirse. Ahora, el colegio secundario era otra cosa y, haciendo nuestra lista de opciones, las alternativas públicas nos abrían la perspectiva del niño entrando al mundo real, opuesto a la burbuja de la infancia sobreestimulada.
Sin embargo, todo esto lo charlamos entre nosotros. Con él la postura fue mostrarle todas las opciones y esforzarnos en no influir demasiado en su elección, que queríamos que fuera de él y que él lo sintiera así. “Podemos ir a visitar todos estos colegios (era una lista de cinco o seis) y cualquiera de estos que vos elijas va a estar bien para nosotros”.
“Podemos ir a visitar todos estos colegios (era una lista de cinco o seis) y cualquiera de estos que vos elijas va a estar bien para nosotros”.
La primera visita fue a la ORT, organizada para todo el grado por una mami que ya tenía tres o cuatro hijos cursando ahí. Nos encontramos en la esquina y entramos todos juntos. Nos recibieron con robots que transitaban los pasillos y nos guiaron hasta un salón con Legos para jugar mientras nos daban la charla de presentación. Proyector que andaba, pizarrón blanco con marcadores de colores, mesas y sillas impecables, un kit de block y lápices para tomar notas. Luego fuimos a la biblioteca, amplia y luminosa donde había merienda para todos y nos contaron los detalles administrativos.
Los chicos salieron felices, la mitad ya estaban averiguando cómo inscribirse. En esa época, en la ORT había curso de ingreso pero era “nivelatorio”. Se inscribían 500 y entraban 500. Si lograbas inscribirte a tiempo, solo una tragedia o tu propia voluntad te dejaba afuera.
La semana siguiente nos tocaba ir al Nacional Buenos Aires, pero el grupo ya era mucho más reducido. Y la vara estaba altísima.
En esa semana, nos fuimos preparando. Hablamos del larguísimo curso de ingreso, de los diez exámenes, de la academia y de la posibilidad de que el esfuerzo no alcanzara. Hablamos también de Legos y robots y de las exigencias que tiene una escuela técnica. Enfatizamos en la tranquilidad de que fuera cual fuera su elección y el resultado, él iba a tener todo nuestro apoyo. Así, llegamos al Colegio, que nos recibió con toda su majestuosidad.
El mayor
Antes de seguir, tengo que decir que yo no fui al CNBA porque soy de La Plata, egresada del Colegio Nacional de allá. Soy de la época de los exámenes de ingreso sin curso: a suerte y verdad. Ibas un día y dabas el examen de lengua y dos días después dabas el de matemáticas. Había que aprobar los dos pero en realidad había que sacarse muy buena nota en los dos, porque se anotaban 1.500 y entraban menos de 200. Nosotros también transitábamos un séptimo grado con la doble carga de la escuela y la academia, también teníamos orden de mérito y línea de corte. Todo doble, porque además de anotarte en el colegio que querías, tenías que tener un plan B y dar otros dos exámenes en otro colegio. Y si fallabas en los dos, “caías” en alguna privada para burros.
Para mí, ir a conocer el CNBA era mirarme en el espejo de mi adolescencia. Estaba segura de que yo lo hubiera elegido para mí de haber sido porteña. El Colegio era la respuesta a todas las preguntas que yo podía hacerme respecto a la educación que quería para mi hijo. Estaba un poco muy politizado, sí, pero era el año 2009 y eso tampoco me parecía una desventaja demasiado grande. Creo que tuve mucho cuidado de no transmitir mi entusiasmo a mi hijo y creo que lo logré, pero confieso que aquel día subí las escaleras de CNBA con la secreta y disimulada esperanza de que el niño lo eligiera.
Pasamos al microcine y, después de varias fallas de micrófono y parlantes, nos dieron una conferencia sobre la historia de El Colegio. Y luego, el curso de ingreso, las materias, los requisitos. Todo era cuesta arriba.
Pasamos al microcine y, después de varias fallas de micrófono y parlantes, nos dieron una conferencia sobre la historia de El Colegio. Y luego, el curso de ingreso, las materias, los requisitos. Todo era cuesta arriba. Todo era “para entrar acá, para permanecer acá, hay que romperse el alma, hay que estudiar hasta el desmayo; al Colegio hay que merecerlo”. Salimos del microcine y recorrimos el edificio, la biblioteca inmensa, la sala de profesores, los patios, la pileta, el claustro central, las escaleras con alfombra roja. Los pormenores de la inscripción y el curso los escuchamos sentados en los bancos baqueteadísimos de un aula de física. El exalumno que nos explicaba no pudo escribir las fechas en el pizarrón porque no tenía tizas: tuvo que repetirlas varias veces mientras nosotros tomábamos notas. De todos modos, su mayor preocupación era dejarnos en claro que el Colegio estaba absolutamente en contra de las academias y que consideraba que con las clases de los sábados era suficiente para entrar. Un comentario absolutamente en vano, porque todos los padres presentes sabíamos que no íbamos a darle esa ventaja a nadie. A la salida, los promotores de las distintas academias nos llenaron de folletos y los guardamos todos. Mi hijo salió pidiendo merienda y yo tenía el alma por el piso: sentía que solo un milagro iba a inclinar la balanza para el lado del CNBA.
Cuando le dije que ya teníamos fecha para la visita al Pelle y al ILSE, mi hijo me dijo que no quería conocer más colegios porque ya se había decidido: “Quiero ir al Buenos Aires. Estoy seguro”. Para nosotros, la decisión fue una sorpresa y una alegría. Y también el punto de partida del año más largo y duro de nuestra vida como familia: empezamos con el “curso de sexto” en la academia y encaramos séptimo grado con las ocho horas de escuela doble jornada (solo un par de tardes libres), toda la mañana del sábado en el curso de ingreso, y tres horas de academia tres veces por semana. Más todas las exigencias de la edad: bar mitzvahs, bailes, kiosco de séptimo, reuniones para decidir los buzos, viaje de egresados, fiesta, despedidas de la escuela. Y las primeras experiencias del ahora adolescente moviéndose por la ciudad en transporte público. Un maratón infernal que tuvo su punto crítico en agosto de 2010, cuando, con una tonelada de tarea indiscriminada y pendiente, el susodicho intentó declarar el default: “No puedo más, no quiero estudiar más, no aguanto más, estoy harrrrto”. Lo cierto es que todos no dábamos más, todos estábamos hartos. Todos nos estábamos rompiendo el alma. Y todavía faltaban los últimos tres exámenes. “Bueno –le dije con la guardia alta y el corazón en la garganta–, no te preocupes. Mañana averiguo cómo inscribirte en alguna otra escuela”. Y entonces, la estocada: “Acá a siete cuadras está el Normal 4. Ni siquiera vas a tener que tomar el subte”. Al día siguiente, abandonó las trincheras y empezó a ponerse al día.
Y finalmente, el niño entró y encontró su lugar. Cursaba a la mañana y a la tarde “se quedaba”. Le gustaba estudiar ahí, quedarse a hacer tiempo, “estar en el Colegio”. Lo amó desde el primer día de primer año hasta el último de sexto. Y lo sigue amando. Lo mereció todos y cada uno de esos días. Sabe perfectamente el esfuerzo que hizo para entrar y para permanecer, y sabe también que valió la pena. Estoy convencida de que recibió una educación de primera y de que probablemente fue parte de una de las últimas generaciones que egresó del colegio antes de que lo rompieran por completo.
La politización del colegio, en sintonía con la de la sociedad en general, se fue profundizando. Las diferencias entre los grupos, también.
Para nosotros, la relación con el Colegio que había arrancado muy buena a pesar de los paros, las tomas y los inconvenientes típicos de la educación pública tuvo un punto de quiebre en la mitad del tercer año. En septiembre de 2013 se desarrolló la toma más larga, que terminó con el incendio en la Iglesia de San Ignacio. Fuimos protagonistas del episodio del “Padre Hiperderrotado”, el único de los 120 asistentes a la asamblea de padres que se opuso a prolongar la toma. A partir de eso, los padres de la mayoría silenciosa comenzaron a organizarse para contrarrestar a los de la minoría intensa. La politización del colegio, en sintonía con la de la sociedad en general, se fue profundizando. Las diferencias entre los grupos, también. El rector de ese entonces recibía los reclamos de los dos bandos: para unos, su posición era demasiado “antipibe”; para otros, demasiado “amigote”. Más o menos todos estaban descontentos. Y sin embargo, una profesora de la casa nos dijo algo que en ese momento no fuimos capaces de evaluar en toda su dimensión: “Hay que defender a Zorzoli porque lo que viene detrás es pavoroso”. Todos estos años después nos damos cuenta de que tenía razón.
La menor
Cuando en 2018 nos tocó empezar la búsqueda de colegio secundario con la nena, nuestras preferencias eran totalmente diferentes. La propuesta del Colegio ya no nos entusiasmaba tanto: mucha actualidad política, poca actualización académica. Sin embargo, encaramos el tema con el mismo método. Lista de colegios, visitas, y que la nena decidiera: si se dejaba convencer por el hermano y elegía el CNBA, sería el CNBA.
A la ORT no pudimos ir porque en abril se habían acabado los cupos para todo el año. No hubo forma de visitarlo: la niña se podía inscribir normalmente pero sin conocer el colegio. Debo decir que la ORT nos gustaba a todos y, además, queda a dos cuadras de casa, pero esto no llegaba a oídos de la niña, que debía decidir “sin influencias”. Primero, entonces, fuimos al Ecos, que nos mostró una propuesta encantadora que el director, exdirector de una de las academias de ingreso al CNBA, presentaba prácticamente como un “Colegio Nacional Buenos Aires pero privado”. A pesar de la logística complicada, era una opción totalmente aceptable.
El segundo colegio que fuimos a conocer fue el CNBA y, obviamente, fuimos con el hermano mayor de guía experimentado, que se encargó de mostrarle cosas que no estaban incluidas en el tour institucional. La visita fue un calco de la que habíamos hecho diez años antes, con los mismos fallos de micrófono, las mismas advertencias antiacademias, los mismos bancos baqueteados y las mismas tizas faltantes. Toda la historia parecía repetirse, y sin embargo, esta segunda vez yo no vi nada majestuoso. El recorrido por el edificio me dejó la sensación de una secuencia infinita de homenajes a los muertos ilustres del Colegio: los bustos, los murales, el comedor frío con su mausoleo de los desaparecidos, nada celebra la vida que diariamente transcurre y habita el Colegio, la que había vivido mi hijo durante seis años. Todo era un homenaje solemne a la muerte.
Mi hija salió del colegio diciendo: “Yo acá no vengo ni loca, este colegio parece un museo”. No puedo negar que respiré aliviada.
Mi hija salió del colegio diciendo: “Yo acá no vengo ni loca, este colegio parece un museo”. No puedo negar que respiré aliviada. En ese momento, diez años después, su levemente decepcionado hermano me dijo: “Tiene razón, pero yo me acuerdo perfecto que entré acá y flashée que entraba a Hogwarts”.
Con ella tampoco avanzamos en la lista de opciones porque se decidió enseguida. “Quiero ir a la ORT, aunque no me dejen conocerla, no me importa: ORT”. Después vino el año de ingreso, que también tuvo academia, exámenes y sacrificio, porque la currícula de séptimo grado (llena de despedidas y rituales de paso) no contempla todos los temas que a los chicos les toman en los exámenes, entonces no te queda otra que pagarle a alguien que les enseñe a resolver ecuaciones y análisis sintáctico. Pero bueno, la nena entró y también encontró su lugar: conoció el colegio el primer día del curso y fue amor a primera vista.
El año pasado arrancamos con todo: cuadernos, libros, los resaltadores que se habían gastado subrayando sujetos y predicados, la malla para natación y la gorra, las ojotas, las antiparras y, ya que estábamos, una de esas toallas que se secan rápido. El grupo que venía junto de la primaria se había desarmado en el reparto de divisiones, pero eso no parecía afectar a la niña. Desde el primer día teníamos el horario pegado en la heladera. Tuvieron una semana de normalidad y después nos cayó el tsunami: todos adentro. El colegio mandó un comunicado ofreciendo computadoras y conectividad para los alumnos que no tuvieran el tema resuelto. La primera clase por Zoom fue de inglés y el profesor la abandonó después de que se le cortó cien veces. En la segunda, algunos chicos no pudieron entrar porque había unos problemas de permisos en el campus, que finalmente colapsó ese mismo día. A pesar del desasosiego, el grupo de la división comenzó a consolidarse a fuerza de noches de Fortnite y celular intensivo: el primer año estaba resultando genial a pesar del encierro.
Una semana después, las cosas empezaron a encontrar su curso y, con todos los detalles que le quieran encontrar, la ORT brindó un año lectivo bastante razonable dado el contexto.
Una semana después, las cosas empezaron a encontrar su curso y, con todos los detalles que le quieran encontrar, la ORT brindó un año lectivo bastante razonable dado el contexto. Los chicos tuvieron clases sincrónicas todos los días, a veces tres, a veces dos, muy pocas una sola vez por día. Todas en el horario correspondiente, lo más parecido posible a una rutina de clases. Mientras tanto, por el grupo de padres de la escuela primaria, nos enterábamos de que los chicos del CNBA no tenían clases porque “si hay uno solo que no puede conectarse, no hay clases para nadie”. Recibían PDFs, tarea por mail, videos de YouTube, pero la primera clase virtual fue recién en septiembre. Los del Pelle estaban solo un poquito mejor: arrancaron con el Zoom en julio.
Este año, la ORT empezó con jornada completa desde mediados de febrero: el curso se dividió en dos, la primera semana la mitad va presencial a la mañana y virtual a la tarde y la otra mitad al revés, y a la siguiente semana rotan. Pero tienen el cien por ciento de las clases y lo único que no hacen es natación. Mientras tanto en el CNBA arrancaron a principios de abril, con paro docente, con los gremios en contra y sin clases. Y las autoridades no dan respuestas a los padres que cada vez más fuerte están haciendo oír su voz.
Hoy, siguiendo en Twitter las crónicas desgarradoras de Josefina Licitra que muestran perfectamente cómo están haciendo pedazos a uno de los mejores colegios del país, no saben lo que agradezco que mi hija no haya leído Harry Potter.
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