“Vos también, petiso, que te hacías el canchero: bajá”, me dijo el chofer, con pinta de suboficial del ejército, mientras me agarraba de la parte de atrás de la capucha de mi buzo. Yo tenía 15 y había salido unas horas antes del departamento de mis viejos en Recoleta para ir a la cancha de Vélez. Jeans, remera y buzo, llaves y la plata justa para el bondi de ida y vuelta y algún extra por las dudas, no sea cosa que me robaran. A la vuelta, en el 108, unos cuantos empezamos a cantar y a saltar en el colectivo, algunos usando el techo como un bombo. El colectivero nos pidió que paráramos dos o tres veces hasta que se cansó, se desvió del camino y nos llevó a una comisaría.
Traté de esconderme pero el tipo me agarró de atrás, me levantó y me bajó del bondi. Éramos unos 10 o 20 hinchas sentados en la vereda al sol en una comisaría cerca de Devoto. El subcomisario apareció y nos fue preguntando de dónde éramos. Cuando me llegó el turno dije “Retiro” y el flaquito que antes de mí había contestado “Wilde” me preguntó: “¿Qué? ¿Viví en la estación?” Yo sabía de la existencia de Wilde porque para ir a la cancha me tomaba el 17, que hace Recoleta-Wilde. Una vez, en el auto, mi hermana había preguntado: “¿Cómo pronuncian los argentinos Wilde?”, diciendo Uaild y no Uilde.
Durante buena parte de mi adolescencia, mis papás se iban al country y yo me iba a la cancha, a hacer lo que mi amigo Lisandro Varela describió muy bien, a tratar de entender lo popular: “El fútbol es el permitido de la clase alta para sentir la transpiración de lo colectivo”, dijo Lisandro. Mientras Lisandro estaba aprendiendo a decir calle como los chetos, yo quería decir sho como quienes no lo son. La primera vez que fui consciente de mi pronunciación de la “ll” fue a los 10 u 11 años en la escuelita de fútbol de Marangoni. Estábamos esperando en fila para un ejercicio y un chico me preguntó: “¿Por qué hablás así? ¿Por qué decís dzo, en vez de sho?”
Mientras Lisandro estaba aprendiendo a decir ‘calle’ como los chetos, yo quería decir ‘sho’ como quienes no lo son.
De lunes a viernes, yo iba a uno de los colegios más exclusivos del país, pero los fines de semana me ponía jeans rotos, buzos desteñidos y zapatillas con agujeros y me iba en bondi a cualquier cancha. Una vez que jugábamos contra Platense, en Vicente López, me cambié de uniforme de colegio a uniforme de cancha en el bar de la estación Olivos, como Clark Kent en la cabina telefónica. Mis hermanas ya habían egresado, yo ya iba al colegio en tren en vez de ir en el colectivo escolar (el “bus”), y me había hecho amigo del dueño del bar, un bigotudo que se llamaba Omar. De noche, me vestía de negro y andaba por la ciudad sin rumbo y escuchaba mucho The Cure.
Cuando estaba terminando la escuela, discutí por un año con mi viejo sobre mi futuro: él quería que fuera a una universidad privada y yo quería ir a la UBA. Cuando llegó el momento, me inscribí en el CBC en Ciudad Universitaria porque se me ocurría que esa sede sería más auténtica que la de la calle Uriburu, que técnicamente seguía estando en Recoleta. La novia que conocí en Ciudad Universitaria vivía en el Bajo Belgrano, hablaba distinto de las chicas de mi escuela y fumaba marihuana, pero mi torpe abordaje de su físico descubrió en ella cosas no tan disímiles de las que había descubierto de forma igualmente torpe en algún departamento de Plaza Alemania.
Pis con Ratazzi
El secreto de que la gente es más o menos igual en todos lados, como dice Lisandro, me fue revelado más adelante. Yo trabajaba en relaciones institucionales de una de las empresas más paquetas de la Argentina, propiedad de una familia emblemática, y me mandaron a representarla en una institución tradicional. En una reunión de 5 o 6, eran todos dueños con canas y yo no tenía ni 30 años ni cargo gerencial. Al principio me daba un poco de vergüenza opinar, hasta que en un momento hicimos una pausa, fui al baño y me tocó hacer pis mingitorio de por medio con Cristiano Rattazzi. Ahí pensé que yo era un poco igual de esos también, porque siempre hay uno más rico y uno más pobre, uno más paquete y uno más reo, uno más lindo y uno más feo. Los chetos heterosexuales también podemos cantar a los gritos “yo soy lo que soy”.
El mundo de los escritores y los talleres de escritura está lleno de cruces de clases y de impostores de clase también. Santiago Llach siempre se ríe de que en mi primera sesión de taller, cuando nos pidió que hiciéramos un texto explicando cómo habíamos llegado ahí, yo escribí un texto que empezaba diciendo “soy de derecha”, porque estaba probando esta nueva posición del “sí, soy cheto ¿y qué?”, en la que tampoco encontré la comodidad. Una chica, M., contó que fue en bondi y que veía con rabia las ventanas iluminadas de los departamentos de los ricos en Avenida Alvear, donde vivían mis viejos. Otro de los asistentes se fue, me dijo Santi después, porque no quería compartir taller conmigo. A otra chica, años después, le dije que yo era su amigo cheto así como otros tienen un amigo judío. Me respondió: “Los de tu equipo que saben salirse son los mejores”. No sé si es cierto, y creo que al final del día la posibilidad de salirse incomoda más todavía, pero es verdad que esto es más cuestión de equipos que de castas, que es algo en lo que a veces te podés mover y correr si querés, por lo menos en Argentina.
Aquel día en Devoto, después de un rato, el subcomisario nos largó: “Pero si hacen medio quilombo en mi barrio los cago a palos”, nos dijo. Un grupito nos fuimos caminando hasta la estación del tren San Martín; conté la plata y me alcanzó justo para el boleto, un Guaymallén y los cigarrillos más baratos que había, un atado de 43/70 de diez. Cuando llegamos a Retiro, el pibe de Wilde, morocho, bajito, ojos dinámicos, se fue para un lado, seguramente buscando el 17 para Wilde, y yo enfilé para la otra punta, para Recoleta. A la noche tuve la fiesta de 15 de la hija de un banquero. Era una de esas noches de otoño por las que Buenos Aires debería ser famosa.
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