Estoy en contra de la tolerancia. Siempre me pareció extraña la idea de que hay que tolerar a la gente que no es como uno. Esa palabra asume que hay algo que molesta, y debemos hacer un esfuerzo para ignorarlo. Tolerar, por ejemplo, a los negros, supone que hay algo de ellos que me debería incomodar.
Prefiero aspirar a la indiferencia. A que nos resulte irrelevante que alguien sea distinto. A que sea posible ni darnos cuenta de las diferencias. A tratar a esas personas como individuos y no como parte de un grupo. Desde la indiferencia podemos, si queremos, pasar al entendimiento. Ponernos en el lugar de los otros, darnos alguna idea de cómo es la vida cuando uno forma parte de un grupo específico. Comprender el origen de distintas visiones del mundo. Nos enriquece en general, y también puede darnos argumentos para ejercer la tolerancia, en el caso de que algunas de esas visiones nos resulten chocantes.
La tolerancia no puede terminar con el racismo o la xenofobia, porque nos pide esconderlos. De cualquier manera, con frecuencia la discriminación sólo superficialmente se trata de las diferencias entre un grupo y otro: son vías de escape para las ansiedades de grupos mayoritarios, que hacen que se vea como amenaza a los que son distintos.
Sábados de súper acción
Todos estos conceptos se me ponen a prueba muchos sábados, cuando en la vereda de enfrente de casa ensaya una murga. Viene de un local cercano, una unidad básica ligeramente disfrazada de centro cultural. Ese mismo lugar es la razón por la que todos los febreros tengo instalado un corso a media cuadra. Menos el año pasado, gracias al COVID.
La cuestión es que, cada vez que aparece, la murga lo invade todo. No es posible hacer como si no estuviera. El ruido rodea todo lo que hago y se apropia por la fuerza de cada pensamiento. El más benévolo que me viene es preguntarme qué tiene que ensayar una murga y cómo la diferenciaríamos de una que no ensaya.
Un impulso es llamar a la policía. Pero primero, la policía debería tener cosas más importantes que hacer. Segundo, las murgas no sólo no son ilegales, sino que son promovidas con políticas públicas. Y tercero, me siento como los vecinos de Savile Row que llamaron a la policía porque desde la terraza del edificio de los Beatles venía música fuerte. Hay diferencias, claro. Lo de la terraza no era una murga. Era música, y además era un hecho histórico, que se dio una sola vez durante cuarenta minutos. Ahora, dónde está el límite entre música y murga, o entre arte y ruido. Tarde o temprano es una cuestión de opinión, y no me interesa imponer la mía por sobre las de los demás. Que es justamente lo que hacen las murgas.
Envuelto en el ruido incesante, surgen pensamientos violentos. Fantaseo con la murga asediada por francotiradores, bombas de Gamexane, palas mecánicas o toros. Son ideas intolerantes, y se supone que es mi deber ciudadano ser tolerante con mis pares. Pero no puedo evitar preguntarme por qué tengo que tolerar a gente que me impide con su sonido hacer mi vida. Entonces hago lo que se puede hacer cuando no hay más recursos: me quejo en Twitter. Son quejas compartidas por muchas personas, aunque rápidamente recibo respuestas que salen de mi zona de confort. Hablan de que hay que prohibir las murgas, o echar a patadas a “estos negros” (son más bien caucásicos, pero el racismo no se trata de razas).
Lo único que quiero es la oportunidad de ejercer la indiferencia.
No me parece que sea necesario algo tan drástico. Si bien no me gusta la estética de las murgas, nadie tiene por qué decidir qué existe y qué no. Lo que habría que encontrar es una manera en la que la gente a la que le gusta hacer eso pueda ejercer su afición sin que los demás tengan que detener todo mientras tanto. No quiero que otra gente deje de ser feliz sólo porque no apruebo su manera. Lo único que quiero es la oportunidad de ejercer la indiferencia. Encontrar una solución que funcione para todos. Hay muchas opciones: establecer que lo hagan sólo en interiores, o a una distancia mínima de viviendas, fijar un circuito en algún lugar alejado, construir un “murgódromo” en alguna isla.
Cualquier opción como ésas se podría hacer, suponiendo que las murgas tuvieran la intención de disfrutar sin joder a nadie. Pero no estoy seguro. Cabe la posibilidad de que invadir sea parte fundamental de la experiencia, una forma de demostrar poder a través de la percusión, un ejercicio de unanimismo forzoso. En ese caso, los que se oponen a la convivencia son ellos, y en ese acto hacen que para tolerar sea necesario someterse.
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