Hay un par de tentaciones muy difíciles de evitar al analizar el caso de Novak Djokovic y su frustrada participación en el Abierto de Australia. La primera es, desde luego, hablar de Novak Djokovic: de su trayectoria, de su talento, de cómo contra los deseos y los pronósticos de la mayoría se encuentra finalmente a sus 34 años en una inmejorable situación para batir los récords más impresionantes de la historia de su deporte. Lo que está en juego en esta suerte de truco gallo en el que compite ahora con las mejores cartas contra el otrora indoblegable Rafael Nadal y el amado Roger Federer no es, en definitiva, un título oficial, sino algo aún más valioso y que se obtiene por una mezcla de aclamación, reconocimiento y admisión implícita de especialistas y público: el de GOAT, Greatest Of All Time. La cabra.
La segunda es hablar de Australia. No ya de su abierto de tenis, el primero y menos importante de los cuatro torneos de Grand Slam, sino también de las distintas burocracias a cargo de su organización, del gobierno estadual de Victoria (donde se encuentra la ciudad de Melbourne, sede del Open) y hasta del gobierno federal que conduce el primer ministro Scott Morrison. Si el caso escaló hasta estas instancias es, desde luego, porque estamos en una “pandemia mundial” de un virus respiratorio que cambió tan violentamente la vida de una considerable parte de los habitantes del planeta que llevará años o décadas mensurar su real impacto.
Una manera de evitar estas tentaciones y de también liquidar rápidamente la cuestión sería reducirlo todo a la formulación más sencilla posible. ¿Deberíamos ponernos del lado de un individuo que invoca su derecho a trabajar y a no ser discriminado por la sencilla razón de que su decisión personal de no vacunarse contra un virus respiratorio de baja letalidad sólo podría considerarse como una amenaza a la salud pública si se forzaran los argumentos sanitaristas hasta el absurdo? ¿O deberíamos tomar partido por una burocracia estatal que actuó de manera arbitraria, violenta y hasta por intereses políticos para finalmente decidir la deportación de Djokovic por considerarlo un “mal ejemplo”? ¿Mal ejemplo de qué?
Sigámonos cuidando entre todos, Nole
“Vacunate y dejate de joder, Nole. ¿Qué te cuesta?”. Sí, por supuesto, he aquí otra tentación irresistible. Más aún si tenemos en cuenta los antecedentes de Djokovic, sus erráticas decisiones en cuanto al cuidado de su propio cuerpo, sus dichos sobre vacunas y medicina en general y, sobre todo, las desbocadas invectivas de su padre, esas en las que Nole aparece retratado como una suerte de héroe solitario en arremetida contra el poder desmedido del fascismo gubernamental.
Pero, nuevamente, ¿no sería mejor poner el foco en los antecedentes de la burocracia estatal? ¿O acaso los privilegios quizás desmedidos de los que suele gozar una súper estrella del deporte –de un número 1 que, además, se nos volvió bastante repelente con los años– nos van a hacer olvidar todo lo que aprendimos de El castillo de Kafka para acá? ¿Nos vamos a mofar de la espera del serbio en las puertas de la fortaleza que imaginó el austrohúngaro, vamos a tomar partido por los carceleros del país que supo ser una prisión? Antes de que el virus nos cerrara las vías respiratorias y las mentes la respuesta solía ser inequívoca, ahora todo es más complejo.
Más complejo y también más borroso, más turbio. Flota esta sensación de que la pandemia ha alterado las percepciones, las escalas, las prioridades. Tenemos los registros de lo que sucede frente a nuestros ojos, pero igualmente dudamos. ¿Ese video en el que aparecen no menos de seis policías alemanes deteniendo a una viejita a la que le cuelga un perro de una correa es real o un fake? ¿Acaso no están violando sus derechos más elementales? Los de la viejita también, no sólo los del perro. Vemos también a la policía inglesa, o a la neerlandesa (que ya no es holandesa) repartiendo leña contra manifestantes “antivacunas” cual fuerza bonaerense a la que la crisis le causó dos nuevas muertes. Mientras tanto, el gobierno austríaco les prohíbe hasta la respiración a todos aquellos que no se inoculen la vacuna que combate el virus que no nos deja respirar. Y el canadiense les pregunta a sus ciudadanos qué es lo que más valoran en sus vidas: si las respuestas son hockey sobre hielo y alcohol, quienes no se hayan vacunado y quieran seguir consumiendo esas cosas deberán pagar un impuesto astronómico.
¿Campos de concentración para covidosos? Muy fuerte, man.
Pero estábamos hablando de Australia, claro. El país de la tolerancia cero al maldito virus. El país de los campos de concentración de infectados. Epa, “campos de concentración”, muy fuerte, man. Pero bueno, ¿qué son, entonces? Cuesta bastante caracterizarlos porque, otra vez, todo parece ser claro y cristalino, pero ya no confiamos en nuestros propios sentidos. La prensa considerada seria no les dedica mucho espacio a estas instalaciones. Y, sin embargo, ahí están. Y hay testimonios perfectamente creíbles de personas que pasaron por allí, y resulta curioso que esto no resulte un escándalo histórico. ¿Es que acaso la fuente no es lo suficientemente confiable? ¿O será más bien porque quienes más denuncian los hechos son caracterizados como “conspiracionistas”? Nos empieza a correr un sudor frío por la espalda ante el riesgo de quedar pegados a militantes de QAnon o terraplanistas.
Así las cosas, a Djokovic no sólo se le han cerrado las puertas de Australia, sino también la de varios otros países civilizados, liberales y occidentales, por lo que es de esperar que pierda en breve su posición de privilegio al tope del ranking. Es probable entonces que su anhelo de ser reconocido legítimamente como el GOAT se convierta en un reclamo perdido en esta nebulosa pandémica en la que nos vemos sumidos. Sobre todo porque este reclamo, a diferencia del que sostuvo por décadas el querido Willy Vilas para ser reconocido como el número 1 de la temporada 1977, no tiene ventanilla oficial en donde ser presentado. Extraña paradoja la condición actual del no vacunado, el nuevo paria de la era de la diversidad, la inclusión y la bondad como aspiración y exigencia suprema.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.