Las cinco horas de debate televisivo entre Javier Milei y Juan Grabois resultaron un espectáculo inmirable, la negación total de la idea misma de televisión, una puesta en escena diseñada de antemano con todos los ingredientes para ahuyentar al espectador de la pantalla, incluso al más politizado. El debate en su versión audiovisual y con su full director’s cut se emitió en dos partes en el canal NET, pero es de suponer que lo único relevante de dicha transmisión fue que quedara constancia de su inusual duración. Algo así como esos excéntricos que quieren entrar en el libro Guiness batiendo el récord de horas ininterrumpidas de acrobacias con pelotitas.
Es cierto que difícilmente podría haber sido de otra manera en esta época de superpoblación de medios audiovisuales con cero (0) rating, canales que —lógicamente— no viven de mostrarles publicidades a sus inexistentes espectadores. Conocemos de hace rato el gato con relaciones y que los medios hoy están para otra cosa. De todos modos, sin ninguna intención de ocultar su propia trampa, la transcripción completa del debate estuvo disponible en el sitio de Perfil varias horas antes de la transmisión de cada segmento. Y por supuesto, quienes aún deseen vivir la experiencia completa pero en modo asincrónico, pueden dirigirse sin más al canal de YouTube correspondiente. A los efectos de la redacción de esta nota, entendí que la transcripción escrita me permitiría una lectura rápida y en diagonal, una experiencia sensiblemente menos traumática que un mínimo de dos horas y media de audio en 2x.
No hay mucho que decir del contenido del interminable parloteo: los “cruces fuertes”, “picantes”, esos fragmentos de un par de minutos como máximo (ideales para reproducir al infinito con chistes y chicanas en Twitter) no fueron más de dos y con un atractivo más bien limitado. Apenas la nada extraña coincidencia acerca del poder del aparato represivo del Estado municipal que el malévolo señor Larreta gusta tanto de aplicarles a los manteros de ciertas avenidas comerciales porteñas, y tal vez algo de Milei sobre la gente que preferiría (según él) morir de hambre a ser explotada. Poco, demasiado poco para un habitante cotidiano de los canales de noticias y también de algunos de aire, el político sensación que no puede dejar de romper el silencio en ningún formato y que se encuentra en medio de una seguidilla infernal de videographs para el recuerdo: partiendo de los clásicos incendios del BCRA ya estamos llegando a la naturaleza intrínsecamente criminal del Estado, a la moda de la libre portación de armas y —por qué no— al derecho natural de los ciudadanos a traficar sus propios órganos.
Desde luego que es imposible que dos personas se la pasen lanzándose misiles el uno al otro durante cinco horas.
Teniendo en cuenta todo esto no resulta fácil de entender la realización misma del debate. Desde luego que es imposible que dos personas se la pasen lanzándose misiles el uno al otro durante cinco horas, pero el extremo opuesto de dos boxeadores con fama de tener la mano pesada que, puestos frente a frente, se dedicaron a hacerles fintas a sus respectivas sombras hasta el hartazgo pareció en definitiva uno más de los tantos sinsentidos de los medios y el periodismo político actual. Planteado de esa manera el único beneficiado del show sería el bueno de Jorge Fontevecchia, otro de los tantos personajes mediáticos que ha decidido llevar la construcción de su propia caricatura hasta el infinito del ridículo y también un poco más allá: como si sus clásicas y extensas entrevistas de cada fin de semana (siempre llenas de citas eruditas y salpicadas por las más sesudas reflexiones) no se hubiesen vuelto en género bufo en sí mismo, en esta oportunidad decidió ir por la promo 2×1 y ofrecer dos entrevistas simultáneas con el disfraz de un debate. De un debate de ideas, más precisamente, porque fuera de ese estudio no importan tanto las acciones directas con plantines de perejiles ni los gritos desaforados de los mitines: en presencia del dueño de casa sus interlocutores se convierten en personas leídas, pensantes y de modales aceptables.
Así y todo, da la impresión de que un formato semejante no le resulta para nada incómodo a Grabois, quien desde luego que hace pocos esfuerzos para disimular su babyface, su prosapia y su paso por la educación superior. Sin embargo, como él mismo lo supo reconocer en el transcurso del debate, su figura debía quedar necesariamente opacada por la de Milei, ya que habría en el clima social de la época una “marea” que esta vez se dirige hacia la derecha y a la que quizás no convendría oponerle tanta resistencia. Este reconocimiento bastante explícito del fracaso de la cuarta experiencia kirchnerista en boca de Grabois se puede interpretar de más de una manera. ¿Fue apenas un gesto caballeresco hacia su contendiente o deberíamos ponernos más conspirativos? Difícil saberlo, pero la evidente comodidad del buen samaritano de los desposeídos con el enfant terrible del anarcocapitalismo quizás nos puede dar un indicio de qué clase de derecha es aquella a la que nos estaría llevando esa marea.
El discurso de ideas de Milei resulta denso, confuso, torpe, soporífero. Machacante.
Así, con todo el escenario dispuesto para dar su supuesta mejor versión —la del académico de mente sobrehumana con una comprensión superior del mundo lograda a partir de su dominio sin par de la ciencia económica— Milei contó con una porción mucho más generosa del total de las cinco horas para sus largas peroratas. Es probable que él piense que ése es el formato que mejor le sienta, pero lo cierto es que el discurso de ideas de Milei resulta denso, confuso, torpe, soporífero. Machacante. Cuesta entender cuál es el atractivo de ese torrente verbal hecho de citas, anécdotas, latiguillos, silogismos intercalados en cualquier parte y por cualquier motivo y, últimamente, referencias bíblicas y mitológicas. Los evidentes rasgos megalómanos de Milei seguramente sepulten cualquier posible consideración al respecto, o puede también que entienda que cada tanto deba someterse a sí mismo a un esfuerzo performativo tan demandante para calmar de ese modo la sed de sus seguidores más fervientes, aquellos que ven en él algo muy diferente de un líder político: un gurú, un santo, un mártir de su propia causa y de su propia grandeza, un héroe que debe presentarse en público con chaleco antibalas cuando no hay ningún arma apuntándole.
Una construcción, en suma, que sólo puede mantenerse en pie añadiendo más y más capas de ladrillos sin ton ni son, un monstruo que necesita dosis cada vez más fuertes de la droga que lo impulsa hacia adelante, no importa cómo, no importa hasta dónde, no importa contra quién. Si finalmente se demuestra que la razón está del lado de aquellos que creen que el fenómeno Milei no es más que la última invención de un sistema político al borde de la implosión para preservarse en su forma tradicional, argentina y peronista, hay que reconocer entonces que este sistema ha encontrado en el bueno de Javier una figura a la altura de su propia desesperación.
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