Fuego Amigo

La última de su clase

Magdalena Ruiz Guiñazú acompañó las expectativas de progreso de las familias urbanas sin frivolizarse y sin perder la ilusión de objetividad. Ya no quedan periodistas así.

Después de Stiletano no se pueden hacer más obituarios. Palabra de Adorno. Magdalena muere en medio del intento de esclarecimiento del intento de magnicidio más loco del mundo, el de una vicepresidenta a manos de un vendedor de copos de azúcar. 

Murió con timing. De hecho, de haberse despertado ayer a la mañana y estirado un poco más su longevidad, ¿iría a entrevistar Magdalena al padre de la novia del vendedor de copos? Esas penosas tareas ya le atañen a otros cadáveres vivos que, cuando no la alimentan, soportan bastante bien la joda en que se transformó la Argentina.

Creo que la misión periodística de Magdalena, a lo largo de su vida, fue informar sobre la base de una agenda que no se propuso discutir en sus fundamentos, ni en sus resultados diarios, pero siempre manteniendo la ilusión de objetividad, lo máximo a lo que puede aspirar una subjetividad, y, al informar, confirmar y alimentar las expectativas de progreso de las clases medias, el europeísmo en el Río de la Plata, estudiar idiomas, darse una educación exigente y la importancia de un sistema republicano de gobierno. Nada menos. No aceptaba que la lisonjearan ni la ningunearan ni la manipularan, tampoco aprovechar su poder para faltarle el respeto a nadie.

Lo sostuvo en el tiempo, no se dejó abrazar por la megalomanía que puede derivar de la fama, ni por los almirantes, ni por los doctores. Mantuvo un tono profesional y tuvo la ventaja de brillar en un tiempo donde podía cobrar un cachet y vivir recontra bien y no hacer un chivo de alfajores ni tener que juntar orina en las oficinas de YPF para que le tiren un auspicio. Pudo usar el recurso de ser Ruiz Guiñazú, hija de embajador, para mirar a todos un poquito desde arriba, pero, sin desclasarse, usar también esa ventaja en beneficio de las mayorías, las principales beneficiarias de la vida en libertad y del progreso.

No aceptaba que la lisonjearan ni la ningunearan ni la manipularan, tampoco aprovechar su poder para faltarle el respeto a nadie.

Las anécdotas más repetidas en estas horas evocan a niños, niñas y adolescentes preparándose para salir al colegio, o yendo, escuchándola en la cocina o en el auto, con su tono optimista, aun en los días de lluvia que matizaba con el singing in the rain. Vale recordar, y dejarlo ahí, porque recordar y comparar con lo que se escucha hoy es para balearse en un rincón. En realidad, la mayoría de los periodistas que se escuchan no son malos, sino que adoptaron por desesperación el estilo “me prendo fuego al aire si hace falta”. La desesperación proviene del miedo a perderlo todo. Si te caés de una radio comercial por escaparle al zeitgeist, tu destino inmediato son las píldoras. Es un mercado muy chiquito, una torta publicitaria ridícula.

Pero se puede comparar con lo que había entonces. Yo, de hecho, escuchaba mucho más a Bernardo en los ’80. El rondó veneciano que tenía de cortina era realmente inspirador en la madrugada. Bernardo era un arribista, sloganero, hecho con baldes de barro y audacia. Había crecido en un orfelinato. Se comía el aire. Decía: ¿me lo explica? o, Magrini, ¡salvemé! Y si Magdalena llevaba en sus oídos la voz de modernicemos América, Bernardo se escuchaba diciendo modernicemos, modernicemos, pero empecemos por mi casa. Ambos conocieron la tortura del madrugón, el precio más alto que pagaron por el éxito.

Pero por la tarde, sí escuchaba a Magdalena, cuando ella hacía el regreso. Recuerdo, como se recuerda algo de hace 35 años, un reportaje a Luis León en Radio Continental, y lo recuerdo, pese a que no colecciono recuerdos, porque lo despidió con “un abrazo, senador”, lo que me abrió entonces un mundo respecto de cómo se podía tratar a la gente. Magdalena le mandaba un abrazo por radio a un desconocido, que no era su amigo, que si bien era senador, no era popular (como para justificar un abrazo argentino a la distancia), y el abrazo no revelaba familiaridad sino que una mujer podía tratar a un hombre como dos hombres se trataban entre sí, pero aún más, ese abrazo entre dos hombres habría representado la idea misma de la amistad, o la sociedad, pero en el uso de Magdalena ese abrazo era solo una forma sutil de ponerse un pelín por encima del Bicho León.

Testimonio honorable

Por duro que suene, todo pasado en los medios fue mejor. En la gráfica, hoy se festeja al que clava dos subordinadas, y ese era el estándar de un picador de cables monótono y deprimido de hace 50 años, la chica de TN viaja a la guerra y pregunta what are you doing y, guau, habla inglés, y Roberto Maidana, el hombre al que el @coronelgonorrea estira en la memoria, soñaba en japonés y meditaba en zulú.

La elegía colectiva no devuelve la vida, demás está decir, pero nos abre la esperanza de que los 21 cañonazos llamen la atención de un nuevo corazón valiente que se abalance sobre el presente, que un día será la historia, para dar, también, su testimonio de honorabilidad como Magdalena Ruiz Guiñazú lo dio durante la dictadura militar, dándole la voz a las madres de los desaparecidos, arruinando el té que el genocida Albano Harguindeguy le ofreció para ver en qué andaba, y al integrar la Conadep unos años después del régimen depuesto.

Pero parte el alma ver que nadie en la posición de conocimiento público que tenía Magdalena en aquellos años esté siquiera precalentando para dar un vergazo ético. Se pasan el día llevando y trayendo, especulando, haciendo especular, sin animarse a decir: aquí está Rodas, salta aquí. ¿Quién se despertará de la modorra para decir “¡es suficiente!”?

 

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Esteban Schmidt

Periodista y escritor. Autor de The Palermo Manifesto (2008).

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