La Corte Suprema es el único tribunal judicial creado por la Constitución, que dejó librada al Congreso la determinación de su composición. Por eso, a lo largo de la historia hubo cortes de cinco, de siete y de nueve miembros, aunque en la mayoría de los casos la ley optó por la menor de esas cifras, que es la que rige actualmente. Tampoco prevé la Constitución quién debe designar al presidente de la Corte. Le cupo a Mitre nombrar a los primeros jueces de ese tribunal, que comenzó a funcionar en 1863, y también designó al presidente. No era algo extraño. Nuestra Constitución estuvo muy influida por la norteamericana, y en Estados Unidos todavía hoy es el presidente de la Nación quien designa al presidente de la Corte.
Aquella práctica, que no estaba expresamente normada ni en la Constitución ni en las leyes, continuó hasta 1930. El día antes del golpe que lo destituiría, el presidente Hipólito Yrigoyen designó como presidente de la Corte a un antiguo adversario, José Figueroa Alcorta (y lo convirtió en el único argentino que presidió los tres poderes). Pero en un acuerdo celebrado dos semanas después los jueces de la Corte resolvieron ser ellos quienes designaran en la presidencia a Figueroa Alcorta. Desde entonces, quien preside la Corte es designado por sus pares.
Con independencia de su constitucionalidad, el proyecto parecía pensado para beneficiar a Ricardo Lorenzetti.
Hace algunas semanas se presentó un proyecto de ley destinado a regular de una manera objetiva y no discrecional la presidencia del tribunal. La presidencia sería rotativa, por períodos de tres años, y le correspondería en primer lugar al juez más antiguo. La iniciativa no pareció inocente, pese a que, si se la despojara de las inevitables suspicacias, podría ser digna de debate, porque tendería, en apariencia, a despersonalizar la función de presidir la Corte. Pero ésta ni siquiera fue consultada acerca de un tema que la involucraba directamente. Con independencia de su constitucionalidad, el proyecto parecía pensado para beneficiar a Ricardo Lorenzetti. Aunque Juan Carlos Maqueda es el juez decano, se pensaba que, como en otras oportunidades, ni él ni Elena Higton habrían de aceptar la presidencia, la que recaería entonces en el abogado de Rafaela. Pero Maqueda no aceptó ser usado para esa maniobra y anunció que, si el proyecto prosperaba, asumiría la presidencia.
Esta decisión y el escándalo generado al conocerse el proyecto hicieron abortar el regreso de Lorenzetti. La semana pasada, Horacio Rosatti fue designado como sucesor de Carlos Rosenkrantz en la presidencia de la Corte, con el voto de Rosenkrantz, Maqueda y el suyo propio. Lorenzetti y Highton decidieron no participar de la votación.
Al día siguiente, Lorenzetti hizo pública una carta dirigida a sus colegas, en la que lamenta la determinación que adoptaron y sostiene que el voto de Rosatti por sí mismo es inmoral. También expresa que había pedido una postergación del acuerdo porque estaba participando de las deliberaciones de un organismo jurídico internacional. Por fin, sus múltiples voceros oficiosos hicieron trascender que Lorenzetti no quería la presidencia de la Corte porque pensaba dedicarse al derecho ambiental (y acaso, si uno sigue a algunos de esos voceros, a la paz mundial).
La corte, trabajo full time
Para cualquier jurista argentino, integrar la Corte Suprema debería ser un altísimo honor. A esa tarea le debería dedicar todos sus esfuerzos. La Constitución le asegura que pueda hacerlo con tranquilidad, garantizándole que se desempeñará en el cargo hasta los 75 años y que no se le podrá recortar su remuneración, que es alta (y, me apresuro a decirlo, está bien que así sea). Por eso resulta incomprensible que un juez quiera usar la Corte como trampolín para otras ambiciones. No sabíamos que el ambiente y la paz mundial exigían el concurso salvador del doctor Lorenzetti. Si esto fuera cierto, la humanidad debería solicitarle a este juez que renunciara a su cargo judicial y se dedicara plenamente a esos otros objetivos, sin duda mucho más acuciantes. Pero no se puede tener un pie en la Corte y otro afuera.
Tampoco se comprende que [Lorenzetti] tenga tiempo para llamar a políticos y empresarios a fin de que presionen a sus colegas de la Corte con la idea de que sólo él la puede presidir.
Tampoco se comprende que, quien tan abnegadamente se sacrifica por las generaciones actuales y futuras en todo el mundo, tenga tiempo para llamar a políticos y empresarios a fin de que presionen a sus colegas de la Corte con la idea de que sólo él la puede presidir, si son ciertas las versiones que se han publicado en medios periodísticos. Del mismo modo, resulta curioso que un jurista tan desprendido haga notar, por esos mismos voceros, sus virtudes para la “rosca” política, en contraste con el poco apego a esas prácticas que habría mostrado durante su presidencia Carlos Rosenkrantz.
Pero si, como expresan muchos periodistas, tales virtudes son apreciadas por numerosos políticos, empresarios, sindicalistas y jueces (en especial, por parte de esas vestales del derecho que habitan Comodoro Py), entonces el problema no es tanto Lorenzetti, sino una cultura corporativa y prebendaria que se fue instalando en la Argentina a lo largo del tiempo.
Se le critica a Rosenkrantz que se dedique a cumplir estrictamente su función jurisdiccional y que tenga la ingenuidad de aplicar el derecho vigente sin tener en cuenta los cambiantes vientos del humor político y social. En otras palabras, se le cuestiona que se aferre al Estado de Derecho y que haga cumplir la Constitución y las leyes sin importarle quiénes se benefician y perjudican. Para salir de su largo atolladero, para tener alguna esperanza de dejar atrás la decadencia, la corrupción y la pobreza, la Argentina necesita menos Lorenzettis y más Rosenkrantz.
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