Con motivo de la Semana del Orgullo, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires dispuso en estos días la iluminación de distintos monumentos emblemáticos con los colores de la bandera arcoiris, histórico símbolo del movimiento contra la discriminación de las personas LGBT+. Dicha empresa ofuscó a algunos candidatos y activistas autodenominados “liberales” o “libertarios”, que se indignaron por el despilfarro del dinero de los contribuyentes en superficialidades, un reclamo que fuera de contexto parece de lo más sensato.
Lo que resulta llamativo de esta protesta por el gasto público es, sin embargo, la circunstancia específica. No se despierta un aluvión semejante de críticas cuando sobre el Obelisco se proyectan consignas sobre la importancia de la donación de órganos o cuando es intervenido para celebrar el cumpleaños de Charly García, concientizar sobre el HIV, alentar a la scaloneta o saludar a Eslovenia en el día de su independencia. El Estado argentino es gigante y precisamente por esa razón los liberales bregamos por su reducción, pero es evidente que existen miles de ítems en el presupuesto que son más onerosos y nocivos que la iluminación de un monumento. Es casi como si el escándalo residiera en la blasfemia de homosexualizar al gran falo urbano y convertirlo en un peligroso cetro pervertidor, una preocupación que poco tiene de novedosa pero sí resulta preocupante cuando proviene de los sectores que dicen querer representar a los liberales.
Si pensamos en abstracto, desde un punto de vista liberal, ¿es discutible que el Estado envíe cualquier tipo de mensaje ideológico que se desvíe de su deber de protección de derechos individuales? Sí. ¿Debe rechazarse el famoso “adoctrinamiento” de los sistemas de escolarización o medios de comunicación estatales? Claro que sí. ¿Pero tiene sentido poner el grito en el cielo por una consigna que no invita a violar derechos de nadie sino que, por el contrario, los reconoce? No, a menos que lo que moleste sea el contenido específico de ese mensaje. La furia contra el derroche de recursos estatales y la frivolidad dirigencial no debe mezclarse con el berrinche desproporcionado hacia todo lo que sea multicolor y menos aún amparar a sectores anti-libertades que pretenden, en nombre del liberalismo, retornar a un orden social donde la homosexualidad estaba estigmatizada.
Proteger los derechos individuales
Hay quienes dirán que la perversidad del firulete cromático reside en la validación de los oscuros intereses de un lobby, y sobre ese punto es importante hacer una aclaración: argumentar que recibir el apoyo de un lobby vuelve a una causa mala en sí misma es un dislate. Si así fuera, sería también moralmente condenable que una activista contra el terrorismo de Montoneros encabezara una lista electoral, o que un candidato en campaña visitara el Museo de la Memoria. Gobernar es dirimir y canalizar las pujas entre grupos de presión, y perfectamente podemos cuestionar las políticas de “inclusión” estatistas sin enemistarnos con una bandera social que reclama que a nadie le sean negados sus derechos por su orientación sexual.
La libertad debe ser el primer bastión ante estas injusticias y no sólo servir para pedir pagar menos impuestos.
Para los liberales, la función del Estado es proteger derechos individuales: pocas acciones califican tan bien dentro de esa categoría como el hecho de reconocer a minorías históricamente perseguidas, que sólo desde hace pocos años poseen ciudadanía plena y cuyos derechos aún son cercenados en gran parte del planeta. La libertad debe ser el primer bastión ante estas injusticias y no sólo servir para pedir pagar menos impuestos: aunque se pueda debatir si el liberalismo es solamente una filosofía política o si también representa una actitud ante la vida, incluso en el primer caso la defensa de los derechos individuales no puede terminar en la economía.
En tiempos donde nos quejamos de una excesiva corrección política que empobrece y vuelve deshonesto el debate público, es absurdo que un mero cambio de luces tenga semejante efecto. Si hay personas que dicen ser tan antiwoke y políticamente incorrectas, podrían blanquear que consideran una aberración que se normalicen prácticas sexuales y afectivas distintas a la heteronorma, y no camuflarse en la indignación con el gasto público o con un lobby. De paso, podrían salir del closet y autodefinirse como lo que realmente son: antiliberales.
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