Volviendo de la redacción de Seúl decidí pasar ayer por la marcha del oficialismo contra la Corte Suprema. No llegué a escuchar al primer orador, Ramos Padilla, porque me demoré en una librería de usados muy buena en Viamonte casi Carlos Pellegrini –compré Reunión de directorio, una novela de Silvina Bullrich de 1977: plena dictadura–, pero sí pude acercarme al escenario para escuchar el ida y vuelta entre Luisa Kuliok y Cristina Banegas sobre por qué “esta Corte se tiene que ir”.
La marcha me pareció menos peligrosa que patética. Vi, arriba y abajo del escenario, un movimiento político cansado, sin entusiasmo, que repetía consignas delirantes que nadie escuchaba pero tampoco nadie cuestionaba. Una manifestación a reglamento, con esa doble banalidad del kirchnerismo de sentir un desprecio absoluto por la república y al mismo tiempo hacerlo con desgano, sin épica, mecánicamente. En 2020 pasé por esa misma plaza para ir a algunas de las marchas ciudadanas contra la reforma judicial, la estatización de Vicentín o la extensión de la cuarentena. En cualquiera de esas marchas, que no tuvieron discursos ni tribunas, convocadas por las redes sociales, había más energía política que en la de ayer.
Mientras escuchaba a Kuliok y Banegas turnándose para decir sus parlamentos me preguntaba cuánto había de convicción y cuánto de teatralidad en lo que decían y en la respuesta, siempre tibia, de los pocos manifestantes que podían escucharlas. (El volumen de los parlantes estaba bajísimo, a 30 metros ya no se oía nada, y miles de personas en Plaza Lavalle charlaban o chusmeaban, en la suya, completamente indiferentes al acto que las había llevado hasta ahí.) Que fueran actrices le daba al acto una capa extra de performatividad, de máscara, de dramatismo, que alejaba aún más de la verdad a sus argumentos, ya de por sí estrafalarios. Eran dos señoras leyendo un evangelio y recibiendo la misma respuesta zumbona y poco comprometida que conocí en mis años de misa semanal, hace un siglo.
Que fueran actrices le daba al acto una capa extra de performatividad, de máscara, de dramatismo, que alejaba aún más de la verdad a sus argumentos, ya de por sí estrafalarios.
Vi una marcha triste, con la que prefiero no enojarme, porque estoy cansado de enojarme con los kirchneristas y quiero enfocar mis enojos en los temas realmente decisivos. Prefiero pensar que esta ofensiva del kirchnerismo sentimental contra la Corte es una causa perdida, que no tiene ninguna posibilidad de éxito formal (están muy lejos de los votos para un juicio político) ni tampoco informal o político: a la Corte esto no le hará cosquillas e incluso la puede envalentonar.
Esta versión del kirchnerismo psicopateador, que hace unos años se comía a los chicos crudos, hacía dudar a los neutrales y paralizaba de miedo a peronistas y progresistas, ya no debería asustar a nadie. Un movimiento que sigue sentando en sus escenarios, como pasó ayer, a un tipo como Amado Boudou, condenado en todas las instancias por afanarse la máquina de hacer billetes, con pruebas contundentes en su contra, no puede tener energía o fuerza de futuro.
un museo del kirchnerismo
Más que un proyecto político, este cristinismo nostálgico es un museo, un canal Volver de la política. Quizás por eso se juntaron. Como esos hinchas de Rosario Central que siguen repitiendo un gol de hace medio siglo, o esas bandas de septuagenarios que hacen una gira de despedida tras otra, el kirchnerismo se juntó ayer para recordar cómo era hace una década (amenazante, viril, ambicioso, siempre a la ofensiva), pero sabiendo que ese espíritu era imposible de replicar y que lo mejor que tiene disponible ahora es esta copia sosa, rala y farsesca de aquellos años de hegemonía.
A medida que me acercaba al escenario, llegando tarde, a mitad de camino entre el Teatro Colón y la tribuna, que estaba en Tucumán y Talcahuano, me pasó un tipo al trote que frenó y le habló con urgencia a uno con una pechera azul marino que decía FESTRAM, Municipales de la provincia de Santa Fe. “Nos tenemos que ir”, le avisó. “¿Ya? Si todavía no empezó”, respondió el otro. “Sí empezó, pero igual nos tenemos que ir, si no salimos ahora no llegamos más. Deciles a éstos que vayan para el micro”. El de la pechera se dio vuelta y empezó a reunir a otras pecheras. Un señor canoso de bermudas y zapatillas iba y venía con un cartel manuscrito que decía “Fuera la Corte nombrada a dedo”. ¿Se creen estas cosas los kirchneristas?, me pregunté. ¿Por qué las repiten? ¿Es por falta de información o qué? Un rato más tarde, cuando escuché a Banegas decir “la designación por decreto de jueces de la Corte”, tuve una pista.
El público de la marcha, que no alcanzaba a cubrir ni una de las tres manzanas de la Plaza Lavalle, estaba compuesto por dos de los tres grandes grupos de la coalición cristinista. Estaban por un lado los hombres y señoras de clase media con aspecto de profesores universitarios (quizás muchos lo eran) combinados con versiones más jóvenes de sí mismos, ninguno demasiado elegante ni bien vestido, más bien haciendo alarde –como yo mismo, debo admitir– de cierto desorden y descuido. Estaban también, un escalón social por debajo, los grupos de empleados públicos o de delegaciones sindicales o partidarias, en sus racimos, levantando banderas para hacerse visibles: “Partido Intransigente” (!), “Unión Nacional de Artistas Visuales” (?). Los que faltaban, o de los que había muy pocos, eran votantes kirchneristas del conurbano, normalmente traídos a las marchas céntricas por organizaciones sociales que, a juzgar por su poca presencia, estaban menos interesadas que los profesores en los vericuetos del constitucionalismo popular.
El cristinismo duro es una Armada Brancaleone, una comedia triste, endurecida en clichés y eslóganes que ya no se cree nadie.
Había muchísimas personas lejos del escenario, completamente desentendidas de la ocasión: en las escalinatas del Teatro Colón, por ejemplo, mirando sus celulares, compartiendo mates, haciendo chistes. Desde ahí era imposible escuchar lo que decían Ramos Padilla, Kuliok o Banegas. Mi pregunta es: esas personas, si no participan de ninguna manera ni oyen los discursos, ¿se puede decir que fueron a la marcha? ¿Dónde está el límite entre estar en una marcha y estar simplemente en las escalinatas del Colón viendo bajar de frente el solcito tibio de la tarde?
Disculpen que haga estas preguntas pavas cuando quizás debería estar denunciando otro intento del kirchnerismo por llevarse puestas las instituciones de la república, con apoyo o guiño del propio gobierno. Pero la marcha me pareció penosa, me quitó casi todo mi miedo a aventuras autoritarias. El cristinismo duro es una Armada Brancaleone, una comedia triste, endurecida en clichés y eslóganes que ya no se cree nadie. Ni ellos mismos. Esto no implica un pronóstico electoral, porque en la Argentina puede pasar cualquier cosa, pero estos tipos de ayer (Boudou, D’Elía, Moreau, los artistas K) son incapaces de generar una nueva hegemonía. Lo único que les queda es el recuerdo de su pasado glorioso. Por eso lo repiten cada vez que pueden: si ya no es posible en la política, entonces que sea como teatro.
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