Justin Trudeau puede finalmente jactarse de haberles torcido el brazo a los camioneros y manifestantes que ocuparon las inmediaciones del Parlamento en Ottawa durante casi un mes. Antes de ello había logrado ya desmantelar las protestas que mantuvieron bloqueados puentes y pasos fronterizos con Estados Unidos, lo cual implicaba desde luego serios perjuicios a la logística comercial ente ambos países. Para ello no fueron necesarios choques excesivamente violentos entre los manifestantes y las brigadas antimotines, sino que fue suficiente con una maniobra de desgaste y avance de hormiga de las fuerzas policiales que, hasta la tarde de ayer domingo, dejó un saldo de unas 200 personas arrestadas. Un número significativamente mayor deberá enfrentar cargos penales y otro tipo de sanciones, por ejemplo, el bloqueo de sus cuentas bancarias.
Pero desde luego que el episodio no le resultará gratis al primer ministro. Las críticas a su manera de manejar el conflicto, los términos en los que caracterizó a los camioneros (“simpatizantes nazis”, “portadores de esvásticas”) y su obstinada negativa a rever sus políticas de gestión de la pandemia (o, al menos, a negociar un plan de salida paulatina de las restricciones sanitarias) fueron enrareciendo el clima de la agenda pública y el debate político entre el Partido Liberal y la oposición conservadora. Las críticas se convirtieron en indignación el lunes pasado cuando Trudeau decidió invocar el Acta de Emergencias, una ley que le otorga poderes especiales al poder ejecutivo por un tiempo limitado. Aunque el objetivo declamado por el primer ministro fue el de garantizarse un paraguas legal que le permitiera desfinanciar la protestas o, llegado el caso, reprimirlas por medio de la fuerza pública, lo cierto es que la asimilación de las manifestaciones en la capital a una actividad de terrorismo interno resultó de difícil digestión, incluso para la prensa independiente y la más afín al gobierno. Para sus opositores, se trató ni más ni menos que de una acción propia de un régimen totalitario.
¿Está el gobierno canadiense usando la pandemia de COVID para justificar un avance autoritario sobre sus propios ciudadanos?
¿Es esto último una exageración o es que acaso el gobierno canadiense (como quizás otros tantos en el mundo) está usando la pandemia de COVID para justificar un avance autoritario sobre sus propios ciudadanos? La cuestión no es sencilla, desde luego, y tiene múltiples aspectos para el debate. El más inmediato en la agenda periodística ha sido si la presencia de los camioneros en las calles de la capital era legal, si su metodología de protesta vulneraba los derechos de los residentes o, en todo caso, si sus acciones podían considerarse una suerte de resistencia civil legítima a una política sanitaria que pasa por encima de las garantías individuales más básicas.
Pero, además del cómo, en esta historia parece importar mucho el quiénes. En efecto, ¿cómo fue posible que se diera un tipo de acción civil tan directa y organizada en un país tan apacible como Canadá? ¿De dónde salieron, quiénes son estos camioneros (y no sólo camioneros) que aparecieron de la nada y se instalaron en una suerte de comuna a diez grados bajo cero? Como era de esperar, la caracterización de los manifestantes fue acorde a los intereses del observador. La prensa progresista se apuró, quizás incluso se desesperó, por encontrar los elementos que permitieran adscribirlos a las corrientes de militantes de la alt right: supremacistas, neonazis, conspiracionistas, antivacunas, anticiencia. Trumpistas, en una palabra. Justin Ling, un periodista que cubrió la protesta desde el lugar de los hechos, se dedicó desde el principio a rastrear cualquier elemento que confirmara sus sospechas: banderas confederadas, simbología nazi, organización y apoyo logístico, denuncias de acoso o violencia verbal contra los residentes, tenencia de armas. Por supuesto que encontró algo o mucho de todo eso, para tranquilidad de sus lectores y de quienes se apuraron en traducir y reproducir sus notas.
Es más complejo
Las obsesiones de la prensa progresista alcanzan su punto más alto de desarrollo y sofisticación en este largo artículo del New York Times. En él podemos encontrar citas a varios papers académicos que compilan lo mejor del arsenal interpretativo de la econometría, la sociología, la antropología y otras disciplinas sociales, todo ello puesto al servicio de un único objetivo: caracterizar al movimiento camionero como otro afluente del río mayor que alimenta al trumpismo en su ataque contra el modelo democrático y liberal, movimiento que, a pesar de haber fracasado en la toma del Capitolio del 6 de enero de 2021, está resuelto a volver por más. Es difícil saber si lo que buscan los grandes diarios con este tipo de artículos es alertar a los políticos demócratas para que olviden por un rato su agenda habitual y procuren no perder más votantes en las bases o si sólo buscan tranquilizarse a sí mismos y confirmar los típicos prejuicios de las élites de las ciudades.
En la otra punta del espectro se ubicaron las coberturas de canales como Fox News y los medios alternativos como Breitbart News y sus equivalentes canadienses. Para ellos los camioneros son simplemente héroes en defensa de la libertad y en combate contra la tiranía. Un poco más en el medio, aunque con franca simpatía por los manifestantes, se han ubicado periodistas independientes como Rupa Subramanya, quien en su cobertura se ocupó de entrevistar a decenas de manifestantes para tratar de entender mejor el fenómeno que tenía frente a sus ojos. Según ella, la protesta sería bastante más que un grupo de folks, rednecks o white trash que se sienten hartos de verse menospreciados y olvidados por las élites: se trataría de una acumulación de personas de diferentes ocupaciones, extracciones sociales y etnias que sienten simplemente que es hora de recuperar poder de decisión sobre sus vidas y sus cuerpos. Subramaya destaca además que muchos de los que protestaban en Ottawa eran inmigrantes llegados de países gobernados por regímenes autoritarios, temerosos de perder los derechos y libertades conseguidos en el país que los recibió.
Muchos de los que protestaban en Ottawa eran inmigrantes llegados de países gobernados por regímenes autoritarios.
Otra figura independiente (aunque, a su vez, toda una controversia en sí mismo) que ha respaldado las protestas ha sido el académico Jordan Peterson. Lo ha hecho activamente desde su cuenta de Twitter y en su canal de YouTube. En este video subido ayer domingo, por ejemplo, ha convocado a Ben Dichter, uno de los voceros de la protesta, a leer un documento en respuesta a las últimas decisiones del gobierno canadiense. Dichter, un joven judío cuyos únicos antecedentes se encuentran en la política municipal de Toronto y en la organización de un grupo de militantes conservadores del colectivo LGBQT, busca con su declaración aportar una imagen de moderación y amplitud que contrarreste las habituales caracterizaciones de los camioneros como una agrupación de locos nazis. ¿Se lo puede considerar como un legítimo y acabado representante de los manifestantes? Difícil saberlo con certeza.
En todo caso, lo que sí resulta preocupante para una nación libre y democrática como Canadá (y, por extensión, para cualquier país que se define así o aspira a hacerlo), es que a más de dos años del comienzo de la pandemia la verdadera cuestión de fondo continúa ausente del centro de la discusión pública. Son muy pocos quienes aceptan hablar abiertamente acerca de las consecuencias de las decisiones de los gobiernos en el manejo de la crisis sanitaria, en todos sus aspectos. Más concretamente, de cuántas más restricciones deberemos soportar, por cuánto tiempo y si toda la gestión de la pandemia no ha sido otra cosa que una catástrofe humanitaria en términos de pérdida de libertades y calidad de vida que se hará mucho más patente en los años por venir.
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