Con su agudeza habitual, Pablo Siciliano escribió el domingo una nota en Seúl titulada “El centro es conservador“, en la que define y critica al centrismo político. En la nota, Pablo define al centro como el espacio donde confluyen la falta de definiciones del lenguaje políticamente correcto con los intereses creados del status quo. Creo que la definición de Pablo obedece a su propia experiencia como profesional de la comunicación, tarea en la que estoy casi seguro de que ha oído alguna vez la idea de que “no hay que decir tal cosa en la que creés”, porque “hay gente a la que no le va a gustar” o porque “los que definen la elección son los del centro, que es un lugar donde no hay que molestar a nadie” o porque “la gente no va a querer pagar el precio que necesariamente cuesta lograr un objetivo de largo plazo”. Pablo sostiene que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos y sin decir las cosas como son, y tiene razón. También puede haber oído que no se puede decir tal cosa, que es correcta, porque se va a enojar tal o cual sector de interés, y de ahí la crítica absolutamente razonable de Pablo a esa postura. Como se ve, comparto las críticas de Pablo, pero no sus definiciones.
Karl Popper enseña que sobre definiciones no se discute, no obstante lo cual voy a discutir la definición de centro conservador de Pablo, para buscar otras definiciones con más matices que la enriquezcan, sobre todo porque me he definido y me sigo definiendo como de extremo centro. En Juntos por el Cambio hay socialdemócratas, radicales, peronistas, nacionalistas, liberales, pero también centristas y conservadores populares.
Manuel Fraga Iribarne, notorio derechista, criticaba al centrismo de Adolfo Suárez porque no era ni una cosa ni la otra, pero también decía que en política el poder estaba en el centro, pues el que se iba hacia los extremos perdía el poder. La dialéctica sostiene que la historia avanza (como diría Heráclito), sobre la base de la contraposición de una tesis y su antítesis, cuando surge una síntesis de ambas posturas, que se transforma en la tesis de un nuevo ciclo. Eso es algo similar a la idea oriental del yin femenino y el yang masculino, que no son opuestos excluyentes sino opuestos complementarios, en los que cada polo tiene dentro de sí algo del polo opuesto, como que en todo lo bueno en la tierra hay algo de malo y en todo lo malo, algo de bueno.
diálogo sin piripipí
Desde esos matices uno comprende la palabra diálogo no como el ejercicio de sentarse todos a una mesa, cosa que critica Pablo nuevamente con razón, porque asentar el traste no soluciona nada, aunque a veces pueda ser el comienzo de algo, sino como el ejercicio de razonar (logos) en conjunto con el otro. Así, diálogo no es un mero toma y daca, donde muchas veces dos pícaros se benefician a costa del que está ausente de la mesa, sino que es buscar un objetivo común construyendo acuerdos desde las coincidencias, respetando las diferencias. Hay dos presupuestos para que haya diálogo de verdad, distinto del piripipí, que son el respeto y la buena fe. Sin confianza no hay cooperación y sin respeto y buena fe no hay confianza. En esta práctica, difícil y trabajosa, de la construcción de confianza y sentido, con respeto y buena fe, el diálogo es el centro, la búsqueda de síntesis, el compromiso con el avance, con el progreso, el elemento que Aristóteles llamaba arquitectónico de la democracia (la cooperación), por contraposición al elemento agonal (la lucha). En política soy demócrata y de extremo centro, con este alcance.
Siempre creí que el valor de la izquierda es la igualdad, el valor de la derecha es el orden y el de los liberales la libertad, pero también creí siempre que los centristas y los conservadores eran quienes sabían que los tres valores deben coexistir en las proporciones que la realidad permita y que la armonía (concepto vinculado al equilibrio) aconseje. Dije conservadores y aquí también discuto con la definición de Pablo. La tradición y la literatura políticas vinculan a lo conservador no fundamentalmente con el rechazo a los cambios, sino con el realismo. A diferencia de los idealistas, los conservadores son realistas, operan con la realidad como es, más que como debería ser. Esta definición de los realistas puede estar muy enfrentada al status quo y a los prebendarios, como demostraron los conservadores ingleses que combatieron al nazismo o los que impulsaron la revolución libertaria y antiprivilegios de los ’80. Pero además, que sean realistas no quiere decir que no tengan ideales. En la cultura occidental son realistas pero defensores de la dignidad, la igualdad ante la ley y de oportunidades, las libertades personales y el estado de derecho. En los países orientales su realismo los lleva a ser del partido del poder, más que de los partidos que aman la oposición. Les gusta ir para adelante, pero caminan siempre con uno de los pies en la tierra.
La tradición y la literatura políticas vinculan a lo conservador no fundamentalmente con el rechazo a los cambios, sino con el realismo.
Entonces, si definimos a los centristas como predominantemente realistas, que buscan la transformación desde el poder, que creen en la generación de confianza y por eso en las instituciones que garantizan el largo plazo, que promueven el respeto y la buena fe como base del diálogo y la convivencia, que luchan por tener igualdad esencial y un orden que resguarde la autoridad y las libertades personales creativas e innovadoras, que impulsan un orden económico basado en no gastar más de lo que se tiene, en contar con una moneda estable, en la cooperación, la propiedad y el respeto de los contratos, que valoran los derechos de las familias y los símbolos patrios, entonces no estamos hablando de lo políticamente correcto. La verdad es que me siento de extremo centro, pero sé que sin ideas claras, sin defender los valores del derecho y la convivencia, sin sabernos parte del mundo y de la revolución digital global, sin un liderazgo fuerte que vaya detrás de esos ideales, sólo nos esperan más pobreza, más fracaso, más intereses prebendarios y oligárquicos a costa de las mayorías, menos trabajo y menos libertad, todo envuelto con el insípido moño de lo políticamente correcto. Gracias Siciliano por generar esta discusión.
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