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Estuve dos semanas en Boston y Nueva York, en parte por razones familiares, hasta el miércoles pasado, cuando logré volver a pesar del cepo aeronáutico del Gobierno: por pura casualidad tenía pasaje de vuelta en el único vuelo regular de Copa a Ezeiza en las dos semanas de las restricciones. Para garantizarme un lugar, porque finalmente se subieron sólo 120 de las 180 personas con pasaje comprado, pagué 50 dólares por uno de esos asientos llamados economy plus, cuya única ventaja es estar en las filas de adelante y tener unos centímetros más de espacio para las piernas. Mi razonamiento era que si, obligados por Argentina, los panameños tenían que dejar en tierra a un tercio de los pasajeros, no iban a elegir a los que hubierámos pagado plata extra. No sé si fue por eso, pero mi lugar en el Boeing panameño, que chequeé todos los días desde que se anunciaron las restricciones, siempre estuvo ahí.
Hacía cuatro años que no iba a Nueva York, donde viví una década hasta 2014, y seis años que no iba a Boston, que también conozco bien porque mi mujer tiene familia y amigos e íbamos, cuando vivíamos allá, al menos una vez por mes. No es exactamente a Boston a donde vamos sino a sus suburbios hacia el oeste, la línea que va de Cambridge a Boxborough pasando por Lexington y Concord: el eje de mi vida bostoniana siempre ha sido la Route 2, un autovía de seis carriles (más cerca de Boston) o cuatro carriles (más hacia el oeste). De todas maneras, siempre que puedo, trato de ir por los caminos internos, que en estos meses de verano están encapotados por el verde intenso de los árboles, acribillados a veces por los rayos del sol que se van colando. Son caminos hermosos, siempre con alguna ligera ondulación, con lagunas o estanques sorpresivos a los costados y nunca rectos: aun cuando no la necesitan, los caminos suburbanos de Nueva Inglaterra siempre están empezando o terminado una curva.
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En 2017, la última vez que fui, nuestros amigos gringos, incluso a los que nunca les había interesado la política, sólo hablaban de política. De Trump, mejor dicho. Casi todos para putearlo o emitir pronósticos desesperados sobre el destino de la democracia más vieja de Occidente. Prácticamente no había otro tema de conversación: treintañeros y cuarentones profesionales, más o menos hipsters, que siempre habían votado a demócratas y habían marchado contra la Guerra de Irak pero no se hacían grandes preguntas sobre sobre la economía o la sociedad, se habían transformado súbitamente en seguidores cotidianos de la política. Y varios de ellos se habían corrido a la izquierda y empezado a compartir los diagnósticos fatalistas de Bernie Sanders y Alexandra Ocasio-Cortez. En estas semanas, en cambio, ya nadie hablaba de política a menos que le preguntáramos. Notábamos entusiasmo por Joe Biden, pero sobre todo el alivio de no tener que estar todo el día renegando por Trump, una práctica que (de esto quizás ellos no se daban cuenta) los había hecho peores a ellos mismos.
Algo de este espíritu de nueva normalidad política, combinado con la creciente euforia pos-pandemia y el boom económico del que ya se habla en los diarios y se empieza a sentir en la calle (motorizado en buena parte por decisiones del propio gobierno, que regó de dólares mercados y bolsillos), les daba a los lugares donde estuvimos un aire de principio de época, de calma posterior a tempestad, de regreso a la supuesta tranquilidad interrumpida por Trump y la pandemia. En un Best Buy de Burlington, Massachusetts, a donde fui a comprar un Kindle una tarde de lluvia, había pósters para reclutar nuevos empleados anunciando un salario inicial de 15 dólares por hora (unos 2.600 dólares por mes), el doble del salario mínimo para un trabajo que no necesita estudios universitarios ni experiencia previa. Y hace poco se viralizó la decisión de Burger King de ofrecerles a sus nuevos empleados un signing bonus, algo antes sólo disponible para atletas o ejecutivos. Me pareció identificar, aunque no puedo ser científico sobre esto, porque sólo estuve dos semanas y conversé con una docena de personas, un deseo inconfesado por regresar a la vida privada (o, como mucho, comunitaria) y una sensación de optimismo, de empezar de nuevo, de aprovechar el momento de bajo desempleo y salarios en alza para dejar atrás el frenesí trumpista y una pandemia agotadora y cruel. En estos días se publicó una encuesta en la que el 59% de los estadounidenses decía que su vida está thriving (prosperando), el número más alto en 13 años. Los analistas parecían sorprendidos por el dato.
Me pareció identificar un deseo inconfesado por regresar a la vida privada y una sensación de optimismo, de empezar de nuevo, de dejar atrás el frenesí trumpista y una pandemia agotadora y cruel.
Para los neoyorquinos politizados, de todas maneras, siempre hay temas urgentes para seguir de cerca: los republicanos, dicen, buscan suprimir votos de los negros en sus estados, los republicanos siguen entregados a Trump, el debate sobre cambio climático y cuestiones raciales sigue su curso de los últimos años. En los caminos ondulantes de Massachusetts, un estado sólidamente demócrata, una de cada cuatro o cinco casas tenía clavado en el jardín el cartelito de Black Lives Matter. Pero sin la intensidad, me pareció, o el cuchillo entre los dientes de hace unos años. En las semanas que estuve allá Nueva York eligió su nuevo alcalde (técnicamente, la primaria demócrata para nuevo alcalde), una campaña que hace no mucho tiempo generaba pasiones y discusiones. Dos semanas después de la elección, la históricamente ineficiente comisión electoral neoyorquina seguía sin proclamar un ganador y sólo a muy pocos parecía importarle si había sido el ex policía negro Eric Adams o la ex funcionaria local Kathryn García. (Al final ganó Adams.)
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Más ganas tenían nuestros amigos gringos, sobre todo los neoyorquinos, de contarnos lo dura que había sido la pandemia en la ciudad, sobre todo en los primeros meses de encierro. Casi toda persona que se muda a Nueva York buscando cumplir sus sueños lo hace por las posibilidades que le ofrece la ciudad y por sus calles. Nunca lo hace por sus departamentos, que con frecuencia son chiquitos, sin ascensor y en algunos casos tienen problemas de infraestructura acarreados desde hace décadas. Uno se muda a Nueva York para estar en la calle, en sus restaurantes y en sus parques, por las posibilidades aparentemente infinitas que ofrece estar en un lugar donde viven millones de personas que se sienten en el centro del mundo. Encerrados durante meses por la pandemia, recluidos en sus 40 o 50 metros cuadrados, muchos de estos neoyorquinos adoptados empezaron a preguntarse si seguía valiendo la pena vivir ahí.
La familia que nos prestó el departamento donde nos quedamos está hace meses tratando de venderlo y alquilando una casa a una hora de distancia en Nueva Jersey, donde pasaron buena parte de la pandemia. El departamento, en Midtown East, barrio residencial pero sin carácter, a cinco minutos de las torres de oficinas, tiene dos ambientes. El hijo de la familia, de siete años, duerme desde que nació en un ropero sin ventanas que da al pasillo. Un ropero amplio, pero ropero al fin. Cuando el chico llegó a la nueva casa alquilada y vio que tenía un dormitorio normal para sí mismo, protestó frente a sus padres: “No puedo creer que me hicieron dormir siete años en un ropero”. Esos sacrificios que la gente hacía por vivir en Nueva York empezaron a tener menos sentido, sobre todo en una ciudad cerrada y en el nuevo mundo del home office y las videoconferencias.
La pandemia puede haber terminado, o estar casi terminando, pero algunos de sus rastros y cicatrices siguen visibles en la ciudad.
La pandemia puede haber terminado, o estar casi terminando, pero algunos de sus rastros y cicatrices siguen visibles en la ciudad. En la calle casi nadie usa barbijo, pero en el subte nueve de cada diez personas lo tienen puesto. En algunos locales comerciales todavía te lo piden, pero en la mayoría el criterio es: “Si no estás vacunado ponete el barbijo, si estás vacunado hacé lo que quieras”. Como la inmensa mayoría está vacunada, en la cola de Starbucks o en los pasillos de los supermercados son muy pocos los que tienen la cara cubierta. Sí se ven, como en otras ciudades, los esqueletos de restaurantes o comercios que no pudieron sobrevivir a los confinamientos, y los puestos de testeo o vacunación cada tres o cuatro cuadras, casi siempre vacíos o con poca actividad. Todavía hay en cada puerta y en cada estación de subte largas listas de recomendaciones u órdenes sobre qué hacer o qué no hacer durante la pandemia, muchas de ellas obsoletas (porque las medidas fueron levantadas) o directamente desobedecidas. Nueva York puede sentirse pos-pandemia, pero en los textos que la cubren la pandemia todavía está muy presente.
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No era la primera vez que volvía a Nueva York después de haber vivido ahí. Las veces anteriores no la había pasado bien, me había quedado la sensación, un poco pava, de que le había dedicado una década de mi vida a una ciudad en la que no me quedaba ni a la que le había dejado nada, salvo un puñado de amigos y unos años bastante felices pero cada vez más difusos en mi memoria. Esta vez fue distinto. No sólo porque pasaron los años y uno se acostumbra a cualquier cosa, sino también, sobre todo, porque fue la primera vez que estaba en Nueva York con mi hijo. Para cualquier pareja joven o no tanto que vive en Nueva York, tener un hijo es el cambio más importante que pueden tener en sus vidas, más allá del impacto personal o familiar. Tener un hijo en Nueva York te da vuelta las finanzas, el estilo de vida y la relación con la ciudad. Lo vimos en decenas de amigos cuando vivíamos allá y lo sentimos, de la manera sólo parcial que puede dar una visita de pocos días, la semana pasada.
La velocidad de Nueva York no está preparada para un chico de tres años como el nuestro. Pasé de subir o bajar las escaleras del subte dando saltos de a dos escalones a cargar un cochecito cuidadosamente hacia arriba o hacia abajo midiendo cada paso, transpirando en los días de la ola de calor (36 grados de máxima tres días seguidos), mientras eran otros los que a mis costados subían o bajaban rápido, aislados en sus auriculares inalámbricos, tratando de esquivarme más como a un obstáculo que como a alguien que necesita ayuda. Me pongo acá la camiseta porteña: sin ser una ciudad especialmente amigable, en Buenos Aires es mucho más probable recibir ofrecimientos de ayuda de los extraños que en Nueva York. O recibir al menos un gesto amable: en Buenos Aires la gente se cruza con nuestro (ex) bebé y le sonríe, lo saluda, le hace preguntas. En Nueva York, donde además un niño pequeño es un objeto infrecuente, sobre todo en el barrio donde paramos, donde no hay plazas ni patios de juegos ni, mucho menos, otros cochecitos moviéndose por sus veredas, nadie le daba bola. En este viaje me di cuenta de que hay muy pocas estaciones de subte accesibles en Nueva York y que un chiquito sentado en una mesa de un restaurant es recibido como una molestia, tanto por los empleados como por los comensales. O sea que en este viaje aprendí que aquella ciudad ya no era la mía, porque había seguido perfectamente sin mí pero también porque yo tampoco ya era el mismo. Me había costado entenderlo en viajes anteriores, pero visitarla con mi hijo lo hizo patente, y me hizo sentirme más en paz con mi historia.
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Otra cuestión que dificultó mi relación con la ciudad en esta visita fueron los precios. Teniendo mis ingresos en pesos y viendo las noticias de que estaba aumentando el dólar libre, el único al que tengo acceso, me resultaba cada vez más difícil aplicar la máxima del viajero argentino de que “no hay que hacer la cuenta”. Hay que gastar sin preocuparse demasiado, dice la regla, sin pasarse y sin ser amarrete, pero sin hacer el cálculo de dólares a pesos cada vez que comprás un sándwich o una entrada a un museo. Hacer el cálculo te arruina el viaje. Es un consejo sabio, que traté de aplicar siempre, con diferentes grados de éxito, pero que esta vez se me fue haciendo cada vez más complicado. Es casi imposible, por ejemplo, sentarse a comer en Nueva York y levantarse sin haber dejado 25 o 30 dólares, incluyendo la propina. Son 5.000 pesos, como los que pagué por una hamburguesa y dos cervezas en mi última noche en un hotel sórdido frente al aeropuerto de Newark, desde donde volaba temprano al otro día. Es un milagro, o una muestra del hartazgo con la situación local, que tantos argentinos igual estén queriendo salir del país para vacunarse o tomar un poco de aire.
Hablando de vacunas: mi viaje coincidió justo con la convocatoria a la vacunación de personas de mi edad en la Ciudad de Buenos Aires, donde vivo y tengo domicilio. No llegué a tiempo a vacunarme en mi ciudad pero sí en Medford, un suburbio de clase trabajadora de Boston, en la farmacia de un hipermercado Stop&Shop rodeado de una enorme playa de estacionamiento. Había pedido turno la tarde anterior para darme la de Johnson & Johnson, llegué con mi familia y me senté en una sillita desde la que recibí el pinchazo de la farmacéutica, una asiática poco conversadora que sólo me preguntó si notaba algún efecto extraño y que me quedara sentado diez minutos antes de irme. No me cobraron nada. Me levanté, compramos un par de cosas en el supermercado, nos subimos al auto que nos habían prestado y nos fuimos a desayunar. En los días siguientes, amigos gringos que se habían dado la de J&J nos dijeron que estaban pensando en darse un booster de alguna otra vacuna, como para confirmar el efecto y protegerse ante nuevas variantes. En los diarios empezaron a salir notas sobre ese mismo tema. No investigué lo suficiente como para saber si vale la pena, pero quizás lo haga.
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En Nueva York coincidimos con una familia amiga que hace dos meses se mudó de Buenos Aires a Washington. Su mudanza nos había puesto tristes, aunque la entendíamos, y el reencuentro fue feliz pero también algo melancólico, porque no sabemos cuándo nos vamos a volver a ver. Verlos a ellos y estar en Boston y en Nueva York, viendo la calidad de vida de nuestros amigos y la zumbona placidez con la que atraviesan sus días, inevitablemente me llevó a preguntarme por qué también nosotros no hacíamos el intento por volver a Estados Unidos. Los tres tenemos la nacionalidad, no arrancaríamos de cero, aunque bordeando los 50 y con un hijo ya no es tan fácil como soltero y a los 30, cuando lo hice por primera vez. ¿Por qué no? ¿Qué me ata a la Argentina, donde no puedo ahorrar en los años que deberían ser los más productivos de mi vida? Irina, mi mujer, ni siquiera es argentina, ¿qué motivos convincentes tengo para mantenerla en este país que no logra salir del pantano en el que está metido y que cada día se desliza un poquito más hacia la mediocridad y el modo supervivencia?
Y sin embargo, aunque me obligué a hacerme estas preguntas y en parte me las hacían, con buena intención, algunos con quienes me encontraba, en ningún momento dudé la respuesta. A pesar de todo, de los cepos y el pantano, por ahora no se me pasa por la cabeza. Va a sonar cursi lo que voy a escribir ahora, pero todavía me importa demasiado el futuro de Argentina como para desconectarme de su historia. No puedo lograr que este maldito país deje de importarme. No puedo visualizar para mí una vida plácida y privada alejada del interés y el compromiso sobre cómo nos va. Viva donde viva: tampoco puedo imaginarme viviendo en un pueblo bonaerense o en las sierras cordobesas despreocupado de nuestro destino como país. Virtud o enfermedad, temporaria o permanente, pero es así. No estoy listo. No estoy listo para pasar a pérdida a la Argentina y creer que mi vida puede tener sentido en otro lado, por lo que me quedan dos escapatorias: o Argentina finalmente se endereza o de alguna manera logro romper el hechizo. Las dos, por ahora, parecen bastante lejanas.
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Una consecuencia de regresar a Nueva York en auto fue volver a tener que lidiar con su estrambótico sistema de estacionamiento callejero, un tema de conversación que los locales encuentran fascinante pero difícil de apreciar para los que no lo han sufrido, salvo que sean fanáticos de Seinfeld. Intentaré comunicar esta fascinación en este párrafo y los próximos, y pido disculpas por anticipado si no lo logro. Llegamos un domingo a la noche y estacioné sin problemas en la puerta de nuestro departamento, pero sabiendo que tenía que mover el auto antes de las siete de la mañana, cuando la vereda quedaba restringida a los vehículos comerciales. Fui en subte a comer con unos amigos y, como terminamos jugando al ajedrez y tomando whisky hasta tarde en la casa de uno de ellos, me encontré a las dos de la mañana dando vueltas por Manhattan tratando de encontrar un lugar para mi Subaru Crossback prestada y leyendo los confusos cartelitos sobre las reglas de cada cuadra. Tenía como ayuda la app SpotAngels, que me había bajado un rato antes (tres dólares) y que tiene un mapa con cuántas horas o cuántos días de estacionamiento gratis quedan en cada vereda de Nueva York. Mirando el mapa me empecé a alejar del departamento, con la ventaja de que a esa hora no hay tráfico pero con la desventaja de que casi nadie deja un lugar libre en el medio de la madrugada. Finalmente, cerca de las tres encontré un lugar en la calle 75, 22 cuadras al norte del departamento, en una cuadra que decía Street Cleaning – Tuesdays and Fridays, 9-10:30.
Eso significaba que debía volver el martes a las 9 de la mañana y quedarme en el auto, idealmente con un café y un bagel, rodeado de otros conductores en la misma situación que yo, correrme un poco hacia la derecha cuando se acercaran la policía y el camioncito limpiador, esperar que pasen, volver a pegar el auto contra la vereda y hacer tiempo otra vez hasta las 10 y media. Esto que parece un sinsentido es algo que hacen decenas de miles de neoyorquinos todos los días, plomeros y financistas, médicos y maestras, en las calles de sus barrios: participan juntos de una danza coreografiada cuidadosamente en la que cumplen con la letra de la norma y pueden mantener su preciado lugar gratuito unos días más. Técnicamente está prohibido estacionar, ahí no debería haber nadie, pero la ciudad tolera este acuerdo tácito que ya lleva muchos años.
El martes llegué entonces a la hora señalada con mi café y mi bagel y me senté a esperar. Me sorprendió, sin embargo, que los autos delante y detrás mío siguieran vacíos. Esto no podía estar bien. Parte de la danza es llegar todos al mismo tiempo (antes con el diario, ahora con el teléfono) y sentarse puntualmente, sin retrasarse ni regalarle un minuto a la policía. Bajé la ventana y le pregunté a una señora que paseaba a su perro si sabía qué estaba pasando. No sabía, pero le parecía extraño. Finalmente un portero dominicano me dijo que desde la pandemia la ciudad sólo limpiaba la calle en el segundo día que figuraba en el cartel. En este caso, los viernes. Por eso no había otros conductores: porque todos conocían la norma y yo, recién llegado, otra vez novato de la jungla del parking, no. Cerré el auto y me tomé el bondi de la Segunda Avenida de regreso a casa.
El jueves usé el auto para ir con mi mujer, mi hijo y una familia amiga al Jardín Botánico del Bronx, al que se puede ir en transporte público pero con varias combinaciones y demasiadas cuadras caminando. Pensamos que en el auto íbamos a tardar menos, pero igual nos llevó una hora de viboreo por el tráfico imposible de la salida de Manhattan y las avenidas del Bronx. En el Jardín Botánico la pasamos bien (aunque en el clima político de hoy parece una reliquia decimonónica de blancura imperialista), logramos esquivar la lluvia, que sufrimos en el viaje de vuelta, y a la noche me tocó buscar otro lugar para las dos noches que nos quedaban. “Tratá si podés de comprar pañales”, me dijo mi mujer. Salí entonces a la aventura, preparado para lo peor, pero después de menos de media hora encontré en la calle 66, casi esquina con la Primera Avenida, un lugar demasiado bueno para ser verdad.
Quizás estaba libre porque era bastante dudoso: por un lado, el cartel decía que estaba prohibido estacionar en School Days – 7am-6pm y, por otro, estaba más o menos cerca de una boca de incendio, el gran desengaño del buscador de estacionamiento en Nueva York. Está prohibido estacionar a 15 pies a cada lado de las bocas de incendio, de las que hay una o dos por cuadra en cada vereda. Esta escena se repite todos los días: el conductor desesperado ve a lo lejos un lugar libre, acelera para tomarlo y se encuentra con que es una boca de incendio; cabizbajo sigue su camino. Estacioné igual, me bajé y literalmente conté los pies desde el final de la Subaru, como haciendo pan y queso, hasta la boca de incendio: 13 pies. Suficientes, decidí. Todavía quedaba el otro tema, el horario escolar, pero estábamos en verano, las clases habían terminado, podía tener la esperanza de que esa regla no valiera en julio y agosto. Entré a un edificio a preguntarle al portero: “Deberías estar tranquilo, pero no puedo asegurarlo”, me dijo. Intercepté a un peladito que volvía de correr y lo mismo: esperanzas, pero no garantías, de que no tendría problemas. Calculé mis probabilidades y mi cansancio (era casi medianoche) y decidí arriesgarme. A fin de cuentas, nunca nadie está 100% seguro de tener el auto bien estacionado en Nueva York. Paré en un 7-Eleven, compré los pañales y subí al departamento.
La mañana lluviosa del sábado, cuando fui a buscarla para volver a Boston, la Subaru seguía ahí. Y, lo más importante, sin multas sujetadas entre el parabrisas y el limpiaparabrisas.
8
No se cuántos lectores seguirán por acá después de 5.000 caracteres con detalles sobre estacionamiento, pero agradezco a los pocos o muchos que sean. Siempre había querido escribir sobre este tema. No tengo mucho más para agregar sobre mi estadía: fue un buen viaje de lectura (casi 700 páginas: McEwan, Stephen King, Graham Greene); estuve casi dos días afónico, por primera vez en décadas, y me pareció una experiencia frustrante pero a la vez curiosa; compré bastante ropa, lo único barato para un argentino; y fui con mi hijo, fanático de los dinosaurios, al Museo de Historia Natural, donde el dinosaurio más grande es argentino (otro argentino que triunfa en el exterior). Lo bueno de haber vivido en una ciudad turística es que uno puede obviar los lugares más conocidos y concentrarse en lo que más le gustaba hacer, que en mi caso era caminar por sus calles, visitar librerías –me entristeció llegar a Book&Book, una de mis favoritas, y verla cerrada con el cartel de alquiler– y parar en cafés. Esta vez reemplacé las paradas en cafés por paradas en patios de juegos, donde mi hijo saltaba contento bajo los chorros de agua.
Un tema que no toqué es la de mi condición de semi-varado durante el viaje. Salí de Buenos Aires antes de las nuevas medidas del gobierno, me sorprendí cuando las leí y tuiteé al respecto, sin saber que me estaba metiendo en uno de esos vendavales de Twitter que duran un par de días y te dejan un poco turulato. Cientos de kirchneristas en esos días me acusaron de las cosas más viles y me enrostraron una declaración jurada que supuestamente yo había firmado en la que admitía que el Gobierno podía cambiarme las reglas y yo tenía que bancarmelá. Pero yo no había firmado ninguna declaración jurada ni nadie me la había pedido para salir. Sí me la pidieron para embarcar a la vuelta (y la tenía firmada). El episodio fue confuso y mezquino, como pasa muchas veces cuando uno entra en el vórtex kirchnerista. Me pedían explicaciones de por qué había viajado y en algún momento estuve a punto de darlas (viaje familiar, mi mujer no es argentina, etc.), pero por suerte no cedí. A la mañana siguiente me escribió media docena de productores de radio para pedirme salir en sus programas y contar la experiencia de estar “varado”. Como oficialmente todavía no lo estaba (no me habían cancelado ningún pasaje) y tampoco quería exponerme al vitriolo oficialista durante un viaje que para nosotros era un reencuentro con mucha gente que extrañábamos, decliné las invitaciones. Finalmente, como dije al principio, tuve suerte: me había tocado el único viaje regular de Copa a Ezeiza durante las restricciones (técnicamente hubo otro, un vuelo especial para argentinos varados en Panamá) y nunca perdí mi lugar. Muchos otros tuvieron menos suerte: están desde hace días o semanas esperando volver al país, gastando plata que quizás no tienen, sorprendidos en su buena fe por una medida que, diga lo que diga el gobierno, fue inesperada y arbitraria y tendrá mínimos efectos sanitarios.
9
Entre Newark y Panamá conversé con Jairo, un jubilado colombiano que había vivido 40 años en Estados Unidos, saltando de oficio en oficio pero siempre muy fanático de la música. En un momento abrió su mochila para mostrarme los discos de pasta, algunos de hace más de 100 años, que había comprado en este viaje para llevar a Medellín, donde vive ahora. Me contó que en 1989, invitado por uno de sus patrones, vio en Nueva York un concierto de Piazzolla, el último en Estados Unidos antes de sufrir el ACV en París, unos meses más tarde, y que fue una actuación deslumbrante, la mejor que le había visto a un músico. “Piazzolla sabía que se estaba por morir”, me dijo Jairo. “Por eso tocó como tocó, porque su ego ya se había liberado de las cosas de la Tierra, tocó en un estado especial, mágico, inolvidable”. En el aeropuerto de Panamá me comí una empanada de cinco dólares y me reuní con mis otros afortunados compatriotas. Ninguno de nosotros podía creer que hubiéramos tenido tanta suerte.
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