VILMA IBARRA
Fuego Amigo

El Estado somos nosotros

El Gobierno modificó la ley de vacunas por decreto aunque podía pasar rápido por el Congreso, quizás para quedarse con el "mérito". La pandemia como excusa para violentar la institucionalidad.

El presidente Alberto Fernández modificó hoy por un decreto de necesidad y urgencia una ley para facilitar la adquisición de las vacunas Pfizer. Que un decreto pueda modificar o derogar una ley puede resultar curioso, pero, en ciertas circunstancias excepcionales, es válido. Esta circunstancia no sólo no lo es, sino que resulta un notable ejemplo, por el absurdo, de los casos en que tales decretos deberían ser considerados nulos.

Los decretos de necesidad y urgencia son normas generales sobre materias legislativas dictadas por el Poder Ejecutivo sin autorización previa del Congreso. Aunque no estaban contemplados en la Constitución, hasta la llegada de Menem a la presidencia se habían dictado algunos. Menem dictó centenares, primero con la invocación de algunas emergencias, y después porque sí. Gran parte de la sociedad argentina aplaudía entonces este ejercicio del decisionismo. No importaban los medios, sino los resultados. Mejor resolver los problemas rápido, sin esperar los lentos y engorrosos procedimientos de ese conjunto de charlatanes que es el Congreso. Hoy, algunos de esos aplaudidores, que se descubren “republicanos”, se rasgan las vestiduras por la división de poderes. Mejor tarde que nunca.

La Corte Suprema, que con la ampliación de su conformación adquirió una “mayoría automática” (expresión que acuñó el entonces “republicano” Horacio Verbitsky), avaló en el fallo “Peralta” ese ejercicio desmesurado del poder presidencial de un modo tan amplio que Menem lo entendió como un cheque en blanco para continuar gobernando por decreto.

La reforma constitucional de 1994 decidió regular estos decretos. Se le reprocha que los incorporó a la Constitución expresamente y que así, lejos de atenuar el presidencialismo, que fue uno de sus propósitos fundamentales, lo acrecentó. Pero esta objeción ignora que en la práctica ya existían y que la Corte los admitía generosamente. El sentido de su reconocimiento constitucional fue, por lo tanto, limitarlos.

¿Se da ahora alguno de esos supuestos como para justificar un nuevo avasallamiento a las competencias del Poder Legislativo? De ninguna manera.

Así surge claramente del artículo 99, inciso 3°, que comienza con una tajante prohibición: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable emitir disposiciones de carácter legislativo”. Si bien a renglón seguido se señalan las excepciones a esa regla, el postulado inicial sirve como un criterio de interpretación. Más aún, las excepciones están previstas de un modo muy restrictivo: “Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes” puede el Presidente recurrir a estos instrumentos. La Corte, en el fallo “Verrochi”, precisó esas circunstancias:

a) Que las Cámaras del Congreso no puedan reunirse por circunstancias de fuerza mayor que lo impidan, como en el caso de acciones bélicas o desastres naturales que imposibilitaran su reunión o el traslado de los legisladores a la Capital Federal;

b) Que la situación que requiere solución legislativa sea de una urgencia tal que deba ser solucionada inmediatamente, en un plazo incompatible con el que demanda el trámite normal de las leyes.

La primera hipótesis se pudo configurar en marzo de 2020, por la aparición súbita de la pandemia y la necesidad de un confinamiento que entonces, sin mucha información disponible, aparecía como una medida temporal razonable. Ya después, con el Congreso en funciones, perdió todo fundamento.

¿Se da ahora alguno de esos supuestos como para justificar un nuevo avasallamiento a las competencias del Poder Legislativo? De ninguna manera. La única explicación que brindan los fundamentos del decreto está en unos de sus considerandos:

“Que el tiempo que demanda el trámite legislativo impide hacer realidad la prioridad de contar en el menor tiempo posible, con las vacunas destinadas a las niñas, los niños y adolescentes” (la coma mal puesta corresponde al texto original).

La redacción es fea, pero el problema más grave es que se trata de una manifiesta falsedad. Hace por lo menos siete meses que el Gobierno sabe que es necesaria una modificación de la ley de vacunas como la que este decreto realiza para poder comprar las vacunas Pfizer, que tienen una alta eficacia, que no ocasionan efectos secundarios en los niños y que además estaban disponibles en más de 13 millones de dosis para la Argentina. El Presidente, sus ministros de Salud (porque ahora Salud es ministerio) y el Jefe de Gabinete dieron las más diversas y contradictorias razones para no contratar esas vacunas. Este último, en una de sus esporádicas visitas al Congreso, quiso chicanear a los opositores al decir que se comportaban como visitadores médicos de Pfizer. La ministra Carla Vizzotti pidió públicamente que se terminara con la “obsesión” por ese laboratorio. Y el vate oficial, Ignacio Copani, compuso una canción para ridiculizar esos pedidos.

No es cierto, en consecuencia, que no haya habido tiempo para el trámite legislativo. Hubo unos siete meses. Y la última oportunidad fue en la sesión del jueves pasado de la Cámara de Diputados, en la que Juntos por el Cambio pidió un apartamiento del reglamento para considerar ese tema, que el oficialismo rechazó.

La única conclusión posible es que el Poder Ejecutivo no quería que la modificación de la ley la realizara el Congreso.

Menem solía decir que si el Congreso tardaba en aprobar un proyecto que él enviaba, lo sacaba por decreto. Era una idea equivocada, porque suponía que había dos vías para legislar a discreción del presidente: la ley o el decreto. Pero Alberto Fernández ha empalidecido al riojano. En este caso, era la propia oposición la que reclamaba que se sancionara esa ley y el oficialismo el que se negaba. Con la voluntad política manifestada por Juntos por el Cambio (varios de cuyos legisladores habían presentado desde hacía tiempo proyectos en tal sentido), el trámite legislativo habría sido rapidísimo.

La única conclusión posible es que el Poder Ejecutivo no quería que la modificación de la ley la realizara el Congreso. Primero, porque se oponía a esa modificación; al final, ya con el agua al cuello, porque quería quedarse con el “mérito” de esa iniciativa. Por cierto, esa no es una razón que justifique el dictado de decretos de necesidad y urgencia. Es todo lo contrario: un ejemplo, que a partir de ahora se enseñará en los cursos de derecho constitucional, del peor uso posible de esos instrumentos excepcionales.

Vilma Ibarra expresó: “El Congreso no está previsto para responder en épocas de pandemia”. Quiero creer que ella misma se habrá avergonzado de la monstruosidad que dijo.

La Secretaria Legal y Técnica, Vilma Ibarra, preguntada por la justificación de este DNU, expresó: “El Congreso no está previsto para responder en épocas de pandemia”. Quiero creer que ella misma se habrá avergonzado de la monstruosidad que dijo. Ni siquiera la Corte que dictó “Peralta” en 1990 llegó tan lejos:

“Que el estudio de facultades como las aquí ejercidas por parte del PEN guarda estrecha relación con el principio de la llamada ‘división de poderes’, que se vincula con el proceso de constitucionalismo de los Estados y el desarrollo de la forma representativa de gobierno. Es una categoría histórica; fue un instrumento de lucha política contra el absolutismo y de consolidación de un tipo histórico de forma política (…) tal división no debe interpretarse en términos que equivalgan al desmembramiento del Estado, de modo que cada uno de sus departamentos actúe aisladamente, en detrimento de la unidad nacional…” (…) “[I]nmersos en la realidad no solo argentina, sino universal, debe reconocerse que por la índole de los problemas y el tipo de solución que cabe para ellos difícilmente puedan ser tratados y resueltos con eficacia y rapidez por cuerpos pluripersonales”.

Por lo menos, aquella Corte de mayoría menemista relativizaba la división de poderes, pero no le extendía el certificado de defunción. Vilma Ibarra nos anuncia que la pandemia desplaza al Congreso. Y ya aceptada esta premisa, poco importa que el Congreso vote con la mayor celeridad un proyecto que le interesa al Poder Ejecutivo. Como “no está previsto”, se debe correr de la escena.

“La emergencia no es una franquicia para ignorar el derecho vigente”, escribió Carlos Rosenkrantz en su voto en el caso del conflicto entre la Ciudad de Buenos Aires y la Nación sobre las clases presenciales. El Gobierno nacional tiene otro enfoque: la pandemia es el derecho vigente, en especial si se prolonga indefinidamente por su propia torpeza.

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Osvaldo Pérez Sammartino

Abogado (UBA). Master in Laws (University of Connecticut School of Law). Profesor adjunto regular de Derecho Constitucional (Facultad de Derecho, UBA). Profesor de Derechos Fundamentales (Universidad de San Andrés).

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