Fuego Amigo

Contra el laburismo

Basta de esa curiosa ideología nacional que sacraliza el trabajo por encima de cualquier reparo u objeción.

La decisión de levantar un programa televisivo cuyo contenido es controvertido —o despierta muchas críticas— suele disparar un sinfín de comentarios en las redes sociales. Por lo general, la mayoría celebra la caída. También aparecen otros, más escasos pero muy comunes en estas situaciones, que les reprochan a los primeros la insensibilidad de festejar indirectamente que, como efecto de la cancelación del programa de marras, muchas personas (camarógrafos, productores, personal de limpieza, seguridad, catering, etc.) se quedarán sin trabajo.

No recuerdo haber visto en ningún otro país esta idea tan marcada de que el empleo es un valor absoluto, independientemente de que no aporte ningún servicio, se trate de una ocupación perjuiciosa o incluso sea mera paga. Según esta ideología laburista —que no tiene nada que ver con el laborismo inglés ni con el itálico lavoro, sino con su derivado lunfardo— no se puede poner en cuestión el desempeño de nada ni de nadie porque eso puede afectar la “fuente de trabajo”. El laburo es sagrado, no importa si está bien hecho o no, o si sólo te están pagando.

Ese concepto de laburo no es estrictamente labor ni trabajo (según la célebre distinción de Hannah Arendt, que distinguía las tareas domésticas perecederas de la producción de bienes duraderos) sino cierta ocupación que da derecho a una remuneración. Uso aquí el término con toda intención: ocupar es la acción de llenar un espacio, y no denota propiamente tarea.

Según el laburismo, el concepto de empleo —más bien, de ocupación— está prácticamente desligado de su fin, propósito u objeto.

Según el laburismo, el concepto de empleo —más bien, de ocupación— está prácticamente desligado de su fin, propósito u objeto. Si alguien pone en cuestión tu empleo desde su propósito o utilidad propia, es un perverso que quiere quitarle a tus hijos el pan de la boca. Según una convicción muy extendida, quedarse sin empleo equivale prácticamente a una violación del derecho humano al trabajo.

Esta ideología parece tener varios orígenes. Uno de naturaleza sistémica, constituido por la constante inestabilidad económica, que disuade a los trabajadores de buscar horizontes mejores en términos de remuneración o satisfacción laboral. Por otro lado el hecho de haber tenido en el origen de la democracia de masas un poderoso y hegemónico movimiento de los trabajadores (denominado en su origen laborismo) en lugar de un partido del trabajo, en juego de alternancia con partidos de orientación liberal o conservadora.

Finalmente, el espectacular crecimiento empleo público en las últimas décadas —con sus rotundos estatutos de estabilidad, negociación colectiva y protección de puestos de trabajo— ha impuesto su propio paradigma en el mundo de las relaciones laborales. Es realmente muy difícil despedir a un empleado público por mal desempeño.

Extremismo burocrático

Este paradigma, que lleva al extremo la racionalidad burocrática y la lógica de la  sindicalización, ha reducido las exigencias y aumentado la docilidad de usuarios, contribuyentes y ciudadanos, extendiéndose al sector privado, que se puede permitir el maltrato y el mal servicio a los clientes —en muchas ocasiones bajando costos— porque en realidad nadie le exige otra cosa. La ideología del laburismo termina así “beneficiando” al sector privado. Cualquier queja o cuestionamiento pone en riesgo lo más sagrado, el laburo.

La ideología del laburismo termina así “beneficiando” al sector privado. Cualquier queja o cuestionamiento pone en riesgo lo más sagrado, el laburo.

La ideología laburista pone de manifiesto al menos dos fenómenos asociados al empleo que se dan en nuestro país: por un lado, un mercado laboral estrecho y poco dinámico; por el otro, un horizonte de expectativas laborales en el que domina el criterio básico de subsistencia y no el de realización personal o el de incremento salarial.

A mediados de los ’90, David Osborne y Ted Gabler advertían una fuerte tendencia en el sector público a adoptar criterios de eficiencia del mundo de la empresa. Esa tendencia con el tiempo fue moderándose. Lo que parece realmente extraño es el fenómeno inverso local: la burocratización del sector privado. De este modo el argentino medio ha ido perdiendo la noción de calidad de bienes y de prestación de servicios. El sector privado no aprovecha para marcar la diferencia (estoy pensando, por ejemplo, en el caso de las universidades privadas) sino que se conforma con ponerse apenas por encima del sector público, pero acompañando su continuo descenso en materia de eficiencia y calidad.

El resultado: ciudadanos, usuarios, contribuyentes y clientes poco exigentes retroalimentan el mal funcionamiento del Estado, pero también del mercado.

 

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Héctor Ghiretti

Investigador del CONICET, profesor de la UNCUYO. Sus líneas de investigación se encuentran en el campo de la Filosofía Política y la Historia de las Ideas.

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