La decisión del All England Lawn Tennis and Croquet Club de excluir a los jugadores rusos y bielorrusos de la próxima edición de Wimbledon, el más tradicional de los torneos de Grand Slam, fue recibida con desagrado y críticas por parte de la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP) y la Women’s Tennis Association (WTA). Wimbledon ha puesto así en entredicho el acuerdo mantenido desde el comienzo de la invasión rusa a Ucrania entre los jugadores, los organizadores de los torneos de Grand Slam y la Federación Internacional de Tenis, según el cual se aceptaban las exclusiones de las federaciones rusa y bielorrusa de las competencias por equipos, pero se salvaguardaba la presencia de los tenistas de esas nacionalidades en los torneos abiertos. “En las circunstancias de una agresión militar injustificada y sin precedentes, sería inaceptable que el régimen ruso sacara el menor beneficio de la participación de tenistas rusos y bielorrusos”, comunicó ayer Wimbledon como fundamento de sus medidas.
Las asociaciones de jugadores expresaron por su parte que este tipo de penalización no es otra cosa que una discriminación por nacionalidad contra personas que en las competencias individuales no representan a sus países, una decisión “injusta” y que “sienta un mal precedente para el desarrollo del juego”. A su turno, la prensa y jugadores en actividad y retirados sumaron sus críticas. Las voces más exaltadas plantearon incluso que la ATP y la WTA deberían lisa y llanamente boicotear a Wimbledon. Por su parte, tenistas ucranianos como Alex Dolgopolov apoyaron las exclusiones al entender que hay una “culpa colectiva” en el pueblo ruso por ser en alguna medida responsable de las atrocidades perpetradas por un gobierno al cual apoyan mayoritariamente desde hace 20 años.
La historia del deporte moderno está plagada de conflictos políticos entre federaciones nacionales o internacionales y gobiernos de todo tipo.
Desde luego que la historia del deporte moderno está plagada de conflictos políticos entre federaciones nacionales o internacionales y gobiernos de todo tipo, del mismo modo que las máximas competencias internacionales fueron escenario de manifestaciones y gestos con una enorme carga simbólica. En los Mundiales de fútbol de 1934 y 1938 se vieron los puños en alto de la Italia fascista y bicampeona, así como en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 delegaciones de todas partes del mundo desfilaron frente al Führer haciendo el saludo nazi. Más edificantes resultaron las expresiones del Black Power de los atletas americanos negros en los Juegos de México ’68, en un brutal contraste con la masacre de deportistas israelíes ejecutada por terroristas palestinos cuatro años después, en Múnich 1972. También la Guerra Fría tuvo sus expresiones olímpicas con los boicots que se propinaron americanos y soviéticos para Moscú 1980 y Los Ángeles 1984. Pese a todo, las sanciones o exclusiones directas de las grandes competencias contra un país por razones políticas han sido raras: apenas podemos contar las sufridas por Alemania en los Juegos de Londres 1948 y el Mundial Brasil 50 y el caso de Yugoslavia en las Eurocopas de fútbol de 1992 y 1996.
Lo cierto es que a partir de la posguerra el deporte aumentó notablemente el ritmo de ese proceso mediante el cual pasó de ser un fenómeno de masas a un colosal negocio de audiencias globales. En medio de estas transformaciones, las cuestiones políticas, las identidades nacionales, culturales y religiosas, los “choques de civilizaciones” nunca dejaron de proyectar sus sombras, pero en general prevaleció un pragmatismo adaptativo. La FIFA y el Comité Olímpico Internacional se volvieron organismos supranacionales expresamente diseñados para evitar cualquier tipo de injerencia estatal. Rusia ya había dado muestras elocuentes de la brutalidad de su régimen para cuando pudo celebrar su mundial en 2018, del mismo modo que China tuvo sus juegos de verano e invierno y en este 2022 el mundial de Catar se nos juntará casi con las fiestas de fin de año.
Las empresas, los clubes y hasta los deportistas individuales se fueron adaptando para hacer negocios en esta época con tanta demanda de corrección y valores igualitarios.
Así fue como también las empresas, los clubes y hasta los deportistas individuales se fueron adaptando para hacer negocios en esta época con tanta demanda de corrección y valores igualitarios. El Real Madrid y el Barcelona les sacan las cruces a los escudos de sus camisetas destinadas a los mercados de países musulmanes, del mismo modo que los jugadores de la NBA se deben cuidar de opinar libremente sobre las cosas que pasan en China, porque nadie quiere vender menos productos o dejar de cobrar derechos de transmisiones. La UEFA suele mostrar encantada los colores de la bandera de la diversidad, pero no tanto frente a Viktor Orbán, el mandamás de Hungría. El bueno de Xavi Hernández no tiene mayores problemas en reconocer el carácter antidemocrático del régimen catarí al que promociona con gusto, si total la gente allí vive feliz, dice él. Ni que hablar Gerard Piqué, a quien por estos días se lo escucha en ciertos audios filtrados a la prensa, muy contento de haberle hecho ganar decenas de millones de euros a los clubes españoles, a la Real Federación y a su propia empresa. Millones de parte de Arabia Saudita, este país a cuyas embajadas los periodistas suelen entrar enteros y salir trozados en una bolsa, pero eso es apenas un detalle. Hay que decir, eso sí, que todo tiene un límite: luego de la invasión a Ucrania, a Roman Abramovich, testaferro y alter ego de Vladimir Putin, le resultará imposible disfrutar de más días de gloria al frente de su Chelsea FC.
Un desbalance de poder
Pero claro que lo que hemos tratado de caracterizar muy rápidamente son las reglas y los modos del manejo institucional de los deportes. Para las personas individualmente consideradas, para los hombres, las mujeres y las distintas minorías, la posibilidad de la práctica deportiva y su eventual profesionalización ha sido uno más de los derechos civiles que debieron disputarse durante el siglo anterior y lo que va de éste. Desde este punto de vista, la historia del deporte es principalmente una sucesión de peleas contra las convenciones sociales y las barreras institucionales de cada momento y lugar. Desde luego que los avances logrados fueron muchos, pero en ocasiones se suele perder de vista que ciertas conquistas son mucho más recientes de lo que se suele creer. Por caso, los jugadores del básquet universitario en Estados Unidos mantienen aún hoy su condición amateur y fueron autorizados a firmar contratos de publicidad hace tan sólo dos años, y eso en un medio en el que las propias universidades, los entrenadores, sponsors y cadenas de televisión se reparten fortunas desde hace décadas.
Así las cosas, que la prohibición de participar en el próximo Wimbledon haya recaído en un grupo particular de individuos, aún cuando nadie hace mucho esfuerzo para disimular que la decisión se debió a las fuertes presiones del gobierno del primer ministro Boris Johnson sobre las autoridades del club, resulta una medida arbitraria y una sobreactuación que cae en un momento pésimo. En el ámbito del tenis, en particular, porque sucede apenas unas pocas semanas después del lamentable episodio que enfrentó al serbio Novak Djokovic con las autoridades australianas a propósito de su frustrada participación en el Abierto de aquel país. Así como a Nole le tocó sufrir la sobreactuación no sólo de los aussies, sino también de los gobiernos de otros países que le negaron la entrada, ahora les toca a los rusos pagar el precio de la sobreactuación del gobierno inglés. ¿Es acaso responsable Daniil Medvédev de “lavarle la cara” a Putin? No más de lo que lo habrán sido Willy Vilas o Lole Reutemann en sus años de gloria con la dictadura argentina, o de cualquier otro deportista talentoso que no le haya expresado explícitamente su apoyo a un régimen criminal en su país de origen.
¿Es acaso responsable Daniil Medvédev de “lavarle la cara” a Putin? No más de lo que lo habrán sido Willy Vilas o Lole Reutemann en sus años de gloria con la dictadura argentina
En Argentina nos solemos cansar de repetir que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen y que, efectivamente, existe algo así como una “culpa colectiva” de la que todos deberían rendir cuentas. Después de ver las atrocidades del ejército ruso es cierto que cuesta contenerse y no reclamar un castigo ejemplar y colectivo. Ahora bien, ese castigo nunca puede ser aceptable si nace de una institución de un campo ajeno al accionar estatal y se dirige contra un individuo o un grupo de individuos en particular por la simple cuestión de su nacionalidad. Hay en la naturaleza misma de la acción un desbalance de poder, una desproporción que la convierte en un sinsentido. Ni siquiera la propuesta que llegó a manejarse de permitirles jugar a los rusos con la condición de que firmaran una declaración pública de oposición a la guerra y a la invasión mejoraría las cosas, al contrario. Una medida de ese tipo sería una técnica propia del más rancio estalinismo que, además de humillar a los jugadores, podría llegar a perjudicar su seguridad personal y la de sus familias.
Desde luego, más en general toda esta situación parece resonar como un episodio más de la omnipresente cultura de la cancelación. Prohibiciones, restricciones, persecuciones, revanchas contra las personas por el simple hecho de una opinión o una nacionalidad. Me parece que ya hemos tenido suficiente de todo eso. No tengo idea de qué pensará Medvédev en su fuero íntimo, desde luego que preferiría que no fuera putinista. De todos modos, no veo qué podría importar esto para que le dejen agarrar una raqueta, darle un rato a la pelotita e inclinarse ante la familia real, como un buen muchacho.
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