La invasión rusa sepultó varias certezas. Una de ellas, y no una menor, era que Alemania, la mayor potencia de la Unión Europea, no intervendría en el conflicto enviando armas a Ucrania. Hasta ahora los límites de este gigante económico y enano político parecían labrados en mármol. Pero en sólo cuatro días, entre el miércoles del primer ataque y el primer fin de semana de la guerra, Berlín tiró por la borda una de las premisas que guiaba las relaciones con sus vecinos europeos desde 1949.
Una “revolución en la política de seguridad”, reconocía el Internationale Politik Quarterly, editado por un think tank cercano al gobierno de Berlín. Como en alemán existe para casi todo una palabra concisa, el semanario Die Zeit describió el giro como “Zeitenwende”: un cambio de los tiempos, un cambio de época.
Después de la Shoah y la Segunda Guerra Mundial —así rezaba el dogma aceptado hasta ahora y durante décadas por los partidos políticos y la sociedad civil—, las armas alemanas no serían empuñadas nunca más contra las víctimas del expansionismo genocida germano, y con ello tampoco contra los soldados rusos.
Pero las imágenes de los tanques penetrando en territorio ucraniano, las de los ucranianos huyendo de la guerra y la presión de sus socios en Europa y la OTAN, terminaron por convencer al gobierno de socialdemócratas, verdes y liberales de que había que aceptar la nueva realidad. Era hora. Cuando ya países como Holanda y Lituania habían acordado enviar armas a Ucrania, la ministra de Exteriores alemana, la verde Annalena Baerbock, todavía insistía en la “responsabilidad histórica” alemana para justificar el pacifismo oficial. Dos semanas antes, Berlín había anunciado que mandaría 5.000 cascos para las tropas ucranianas, un anuncio que le valió agrias críticas y no pocas bromas. Y recién a último momento, después de Italia y el gobierno húngaro del filo-putinista Viktor Orban, Berlín levantó su veto contra la expulsión de Rusia del sistema bancario SWIFT.
Gracias, Putin
Si no fuera porque suena cínico, escribía el Frankfurter Allgemeine Zeitung, habría que agradecer a Putin por haber bajado la política exterior y de seguridad alemana de su “palacio de fantasía de reloj de cucú” (un dicho local) al terreno de los hechos. Ante el Bundestag, el parlamento, el primer ministro Olaf Scholz anunció el domingo pasado el envío de 1.000 cohetes antitanque y 500 misiles Stinger a Ucrania, se comprometió a subir la contribución alemana a las fuerzas de la OTAN al equivalente consensuado (y nunca cumplido) del 2% del PBI y anunció un paquete de 100.000 millones de euros para la alicaída tropa de la Bundeswehr, las fuerzas armadas, un fondo que ahora será fijado incluso en la constitución alemana.
Para el cinismo quizás no haya espacio, pero sí para la ironía. Porque fue nadie menos que Baerbock, la principal figura de los pacifistas verdes, la encargada de instrumentar el golpe de timón del abstencionismo hacia la intervención abierta contra Rusia.
Fue Baerbock, la principal figura de los pacifistas verdes, la encargada de instrumentar el golpe de timón del abstencionismo hacia la intervención abierta contra Rusia.
Hay una larga historia de relaciones carnales entre Rusia y Alemania. El escritor Thomas Mann consideraba a ambos pueblos almas gemelas, unidos en su rechazo a los valores liberales de Occidente. El historiador Karl Schlögel, uno de los mejores conocedores alemanes de la cultura rusa, sintetizó: “Hay una especie de complejo en el que confluyen muchas motivaciones. Para explicarlo brevemente, remite a la historia de los estados alemanes, comenzando con Prusia y Pedro el Grande, Catalina la Grande”, como decía en una entrevista con el diario español “El Mundo”.
Si de responsabilidad histórica se trata, habría que considerar que Ucrania albergó muchos de los killing fields de las Einsatzgruppen de las SS y la Wehrmacht, donde asesinaron a más de ocho millones de humanos. Sin embargo, Ucrania no aparecía hasta ahora en la memoria pública alemana del Holocausto.
La culpa y el deseo de resarcir a las víctimas del nazismo por los daños sufridos se concentraban exclusivamente en Rusia, dice Schlögel. En la opinión pública, agrega, “hay una mezcla muy particular de sentimiento de culpa y ‘alma rusa’. Hay toda una industria para este kitsch”.
No sólo Schlögel ve en este aislamiento no tan espléndido un lujo difícil de darse en los tiempos recios que se vienen. “Creo que no estamos preparados para asumir lo dura que es la realidad”, dice este veterano del movimiento estudiantil de los ’60, que propuso crear brigadas internacionales para luchar en Ucrania como aquellas que combatieron en la Guerra Civil Española del lado republicano. “Es duro hacer un update de sus propias creencias e ideas, elevarse a la altura de la realidad”.
Hasta ahora había también mucho de realpolitik en el proyecto de apaciguar a la Rusia de Putin.
También mucho de realpolitik en el proyecto de apaciguar a la Rusia de Putin. Ya en la Guerra Fría, las relaciones con el campo comunista se habían manejado con la consigna del “Wandel durch Handel”, es decir “el cambio por medio del comercio”. Willy Brandt, el legendario primer ministro socialdemócrata, Premio Nobel de la Paz y exiliado de los nazis, había acometido el acercamiento hacia las dictaduras estalinistas convencido de que dosis homeopáticas de capitalismo y pequeños pasos abrirían una brecha en el alambre de púa y los campos minados entre este y oeste. La historia pareció darle la razón cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín, derribado en “una votación con los pies” por los alemanes del este que aparentemente preferían las promesas del capitalismo a la escasez del socialismo “real y existente”.
Sería injusto incluir a Baerbock en el coro de los Putin-Versteher, de los “entendedores” del autócrata de Moscú, como se los llama en Berlín, fácilmente ubicables entre los socialdemócratas, la izquierda nostálgica de la desaparecida Alemania comunista, el partido ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) y una parte del empresariado exportador.
Ya en la campaña electoral, Baerbock había advertido —en contra del razonamiento y el optimismo de sus contrincantes conservadores y socialdemócratas— que Alemania estaba expuesta peligrosamente a la dependencia de Rusia. Sobre todo el ahora interrumpido proyecto del gasoducto Nord-Stream 2, por el que debía correr gas ruso por el Mar Báltico para suplir la mitad de la demanda de gas alemana, vincularía peligrosamente a Alemania con el autócrata del Kremlin. Aunque el contrato lo había firmado el premier socialdemócrata Gerhard Schröder, su sucesora Angela Merkel había impuesto el proyecto, ignorando las advertencias de Donald Trump, Bruselas y los vecinos del este, sobre todo Polonia y los países del Báltico.
El factor Gazprom
La influencia de Gazprom, el consorcio estatal ruso que lidera el proyecto del gasoducto de 11.000 millones de euros, llega lejos. Desde el ex primer ministro socialdemócrata Schröder (lobista a sueldo de Gazprom) hasta el equipo Schalke 04 (patrocinado por los rusos), el oro de Moscú tenía hasta ahora muchos destinatarios en Alemania. Aunque sin licencia para transmitir en la red pública, el canal RT alcanzaba en las redes un público ávido de propaganda rusa entre muchos alemanes.
Ignorando públicamente datos y hechos, hasta el propio Scholz insistió hasta último momento en calificar el gasoducto de algo enteramente privado. Recién cuando el ataque ruso parecía inevitable, el jefe de gobierno se vio doblegado y tuvo que encajonar el mega-proyecto ya casi terminado. Fue otro verde, esta vez el ministro de Economía, Robert Habeck, el encargado de anunciar que el gobierno volvería a considerar la certificación del gasoducto.
Habeck, filósofo de profesión, contaba con el gas ruso como una de las fuentes para acelerar la transformación de la matriz energética alemana. Se apoyaba en una decisión de Merkel, que ya había dispuesto el fin de la energía del carbón (en 2030) y el cierre, a fin de 2022, de las seis usinas nucleares todavía en funciones. Tres ya cerraron en diciembre pasado. El gas ruso debía ser uno de los puentes para lograr, hasta la mitad del siglo, la autonomía con las energías renovables. Así, la transformación ecológica sólo aparecía posible con el beneplácito de Rusia, otra de las certezas que se hizo trizas en los últimos días. Por lo pronto, para romper la dependencia del gas ruso, Habeck anunció la construcción de dos puertos para la importación de gas licuado (LNG), sobre todo desde Estados Unidos. Un primer paso que, de acuerdo a las alternativas de la guerra, seguramente deberá ser seguido por varios otros más.
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