No estoy muy orgulloso de mi comportamiento antes de las elecciones del domingo pasado. Diría que estoy bastante avergonzado por haber sido tan pusilánime.
Tenía claro que el desgobierno y el abuso de poder del kirchnerismo en tiempos de los Fernández había superado el desgobierno y el abuso que llevó al mismo kirchnerismo, aunque con menos Fernández en la fórmula, a perder las elecciones de 2015. Empujado por el fanatismo, la soberbia y la torpeza, enfrentado con una pandemia a la que respondió con impunidad y desvergüenza, el Gobierno perjudicó con sus acciones y omisiones a la mayoría de los ciudadanos y enfureció a un buen número. Hubo muchos que se volvieron más pobres mientras que la vida cotidiana se encontró con inconvenientes irracionales. Si esa entelequia llamada “humor social” tiene alguna realidad empírica, el malhumor creciente de estos meses debería ser la prueba de su existencia.
Dado que lo enunciado en el párrafo anterior me resultaba de una evidencia innegable, me gustaría saber por qué, hasta bien avanzada la noche del domingo, cuando los resultados eran irreversibles y empecé a dar crédito a lo que veía en la pantalla, no creí que el kirchnerismo sufriría el voto castigo que finalmente se produjo. Mi actitud se pareció a la de alguien que tiene que sumar dos y dos, pero en lugar de concluir que da cuatro, piensa que en ese preciso momento podrían estar cambiando las leyes de la lógica. Es cierto que en política nunca se sabe, que las encuestas son cada vez menos confiables, que nadie anunció la victoria de la oposición, que uno siempre intenta ser prudente en estos casos, pero hasta una persona como yo, que no tiene la costumbre de pisar los territorios y distritos donde se supone que se deciden las elecciones, tenía los elementos para predecir el resultado con un razonable margen de error. Hasta sus militantes saben que el gobierno de los Fernández, cuyos candidatos terminaron prometiendo goce a falta algo más tangible, fue demasiado grotesco.
Hasta sus militantes saben que el gobierno de los Fernández, cuyos candidatos terminaron prometiendo goce a falta algo más tangible, fue demasiado grotesco.
Para no seguir con el diario del lunes, quisiera agregar algo no exactamente en mi favor, pero sí al menos para afirmar que compartí con muchos compatriotas el desfasaje con respecto al desenlace de la jornada. Me gustaría señalar explícitamente a los principales candidatos y referentes del oficialismo, quienes una hora después de cerradas las urnas, bailaron y festejaron eufóricos un presunto triunfo que se transformaría en abrumadora derrota. No sé si alguna vez fui testigo de algo semejante. Recuerdo, en alguna elección anterior, que medios y periodistas adictos al kirchnerismo anunciaron un resultado contrario al que finalmente se produjo (algo que volvió a ocurrir el domingo), con la clara intención de… bueno, no sé cuál era exactamente la intención, pero uno puede suponer varias. Pero no que dirigentes de primer nivel incurrieran en tamaño despropósito, para revelar que quienes están metidos en el corazón de la política y se dedican, como suelen decir ellos mismos, a “caminar la calle” estuvieran tan en ayunas como yo sobre lo que íbamos a saber horas más tarde. Como si esos políticos no tuvieran la menor fuente confiable de información o, dicho de otro modo, como si el Gobierno no tuviera idea de lo que ocurre en el país, al igual que los ciudadanos comunes.
Creo recordar que algo parecido, aunque con un grado de desinformación y desfachatez menor, les pasó a los dirigentes macristas hace dos años. Sabemos que el poder es una burbuja tan absurda como la de los protocolos sanitarios. Y esto nos lleva a pensamientos un poco más interesantes que este descargo de responsabilidad en nombre del mal de muchos. Me parece que esta desinformación muestra que vivimos en condiciones muy precarias: no tanto como el funambulista que camina sobre una soga suspendida en el aire pero conoce su oficio y los riesgos de ejercerlo, sino como quien trata de orientarse en medio de la bruma y no tiene referencias, ni siquiera la soga del que hace equilibrio en la altura. Porque estas elecciones tuvieron mucho de eso, de movimientos en la niebla, de pasos a ciegas que resultaron en decisiones inciertas. Creo que esto es verdad tanto para los dirigentes como para los simples votantes, pusilánimes u optimistas.
La esperanza de 2023
Partamos de que esta fue una elección (como tantas otras que hubo y habrá, acaso todas lo sean de algún modo) en contra de un gobierno. Mucho más en contra del Gobierno que a favor de los candidatos de la oposición (excluyo tanto a los electores radicalizados y a los fanáticos de cualquier signo). Y así llegamos a la que creo la particularidad más sorprendente de este proceso electoral que terminará en noviembre. La actuación de una mano invisible que se podría enunciar así: cuando en una elección hay descontento con el poder, las cosas se arreglan de tal manera que lo que antes de votar era pura división e incertidumbre en la oposición, se vuelve sólido aunque fueran un conjunto de voluntades que apuntaban en direcciones diferentes. Dicho de otro modo, el castigo vuelve homogéneo lo disperso. O, al menos, eso fue lo que ocurrió en este caso.
Trataré de ser más claro recurriendo de nuevo a mi propio ejemplo. Como a muchos otros votantes de Juntos por el Cambio (que era no sólo mi única opción sino la única fuerza que podía derrotar al kirchnerismo), los candidatos no me convencían. En primer lugar, tengo fuertes reproches para hacerles en cuanto al manejo de la pandemia y sus opiniones al respecto, sesgadas en general hacia el miedo excesivo y las medidas burocráticas, restrictivas, santurronas y peligrosas para la vida en consonancia (salvo detalles oportunistas) con el terrorismo sanitario impuesto por el kirchnerismo.
Cuando los números estuvieron puestos, resultó que después de meses en los que los medios especularon con las divisiones internas, JxC emergió con una sorprendente unidad.
Pero, más allá de esa objeción que mantengo con el espacio de JxC me refiero, para simplificar, a la capital y a la provincia de Buenos Aires, los lugares en los que viví durante estos años. En Capital, López Murphy me caía mucho mejor que Vidal, pero los que venían debajo de las cabezas de lista invertían mis preferencias. En Provincia, jamás hubiera votado a Manes y tampoco al resto de los suyos; Santilli era, por lo tanto, mi opción por descarte, más que por admiración a sus ideas o sus obras. Pero cuando los números estuvieron puestos resultó que, casi milagrosamente, después de meses en los que los medios especularon sin cesar con las divisiones internas (y que, más allá de las operaciones, existieron sin duda), JxC emergió de los comicios con una sorprendente unidad en la que los dirigentes, que sin dudas habían sido culpables de errores fácticos, ceguera política y ambición desmedida, parecen empujar para el mismo lado (hablo de Macri, Larreta, Bullrich, Cornejo, Vidal, Manes, Carrió, López Murphy y todos los que quieran agregar a la lista) e insinúan la posibilidad de un bloque sólido que despierte lo que no tuve en esos años: la esperanza de que 2023 nos ofrezca una coalición de gobierno firme, un equipo de gobierno capaz y un presidente que no sea un caudillo ni el representante de una ideología trasnacional sino algo más parecido a un estadista y a un demócrata que los farsantes e incompetentes que hoy rigen nuestro destino.
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