VICTORIA MORETE
Entrevistas

Carlos Waisman

El reconocido sociólogo encuentra en el cierre de la economía argentina de posguerra la causa principal de nuestro estancamiento.

Carlos Waisman (Buenos Aires, 1943) estudió sociología en la Argentina e hizo luego su doctorado en la Universidad de Harvard. Fue profesor e investigador visitante en Yale, Stanford, Notre Dame y varias universidades en otros países, pero su base ha sido la Universidad de California en San Diego, en donde es miembro emérito del Departamento de Sociología. Define su especialidad como “sociología política comparada”, con un enfoque histórico. Sus trabajos más recientes están dedicados al análisis de las transformaciones sociales de América Latina y Europa Central y Oriental en los años ’80 y ’90, las diferencias entre los populismos de izquierda y derecha y, últimamente, en los regímenes de autoritarismo electivo.

Entre sus muchos libros, el más conocido es Reversal of Development in Argentina, publicado originalmente en 1987 por la Princeton University Press y editado en español por Eudeba en 2006 con el título de Inversión del desarrollo en la Argentina. En este trabajo, Waisman busca la respuesta a un enigma ya clásico: cómo fue que la Argentina, un país que hace un siglo era uno de los de más altos ingresos per cápita del mundo y con una trayectoria de desarrollo parecida a lo que en la literatura de entreguerra se solía llamar “tierras de asentamiento reciente” (con Canadá, Australia y Nueva Zelanda como los ejemplos más citados), se fue transformando lentamente en un país subdesarrollado típico del abanico de naciones de América Latina; es decir, uno cuyo ingreso, índices de salud, educación, etc. son sustancialmente inferiores a los de los países con los que solíamos compararlo, y que tiene altos niveles de desigualdad interna.

Sobre estas cuestiones y sobre las perspectivas actuales de la Argentina accedió amablemente a responder a nuestras preguntas desde su hogar en San Diego vía Zoom. A continuación, una versión de nuestra charla, editada para mayor claridad.

La tesis principal de Inversión del desarrollo en la Argentina es que hubo un momento muy claro en el que se produce esa desviación en el camino del desarrollo argentino. ¿Cuál fue ese momento y por qué se produjo?

Así es. La cuestión de la inversión de nuestra trayectoria de desarrollo ha sido considerada un enigma durante mucho tiempo. Recuerdo que Simon Kuznetz y Paul Samuelson, ambos premios Nobel de economía, planteaban que había dos países cuya trayectoria de desarrollo la economía no podía explicar: Japón y la Argentina. La pregunta entonces es por qué la Argentina pasó de ser “tierra de asentamiento reciente” a país subdesarrollado típico. Mi respuesta es que la causa central y última es el cierre de la economía a partir de la posguerra, un cierre que se ha mantenido —con fluctuaciones— hasta la actualidad. O sea, durante la Depresión y la Segunda Guerra, la Argentina desarrolló industrias enfocadas en el mercado interno, la llamada sustitución de importaciones, por absoluta necesidad económica. La economía del país había estado sustancialmente abierta hasta la Depresión de los años ’30.

El fin de la guerra fue una encrucijada: la disyuntiva era si el país debía seguir protegiendo las industrias desarrolladas en el anterior período, o si debería reabrir su economía y continuar con el tipo de industrialización abierta que existía antes de la Depresión. La decisión fue, desde luego, establecer altas barreras arancelarias y no arancelarias para preservar industrias no internacionalmente competitivas. Debo aclarar que no estoy necesariamente en contra de la protección como tal, pero sí de la del tipo que se llevó a cabo aquí: fue indiscriminada, es decir, no se seleccionó qué industrias debían protegerse; fue ilimitada en el tiempo (no se establecieron fechas límite para el final de esa protección); y fue incondicional y no contingente, en el sentido de que la protección no tuvo como condición que las industrias se reconvirtieran y volvieran internacionalmente competitivas en algún plazo establecido.

¿Cuál fue entonces el resultado de esta decisión?

El resultado fue un sector de empresas e industrias no competitivas o de competitividad limitada en mercado abierto, que por lo tanto no podrían exportar (salvo en situaciones especiales, tales como programas de integración regional establecidos por el gobierno), y que sin embargo requieren insumos importados. A medida de que una gran proporción del capital y el trabajo se concentraron en esas industrias, en una primera etapa crecieron la producción y el empleo industriales, pero luego fueron bajando las tasas de crecimiento, y se consolidaron las tendencias al estancamiento. El país se fue alejando más y más de la trayectoria típica de las tierras de asentamiento reciente, y pareciéndose cada vez mas a las de los países subdesarrollados típicos.

Mi argumento es que ese cambio de sendero de desarrollo (cuyas consecuencias perversas fueron no esperadas ni buscadas, naturalmente) se debió en gran parte a factores políticos: no sólo a que el gobierno peronista de la época buscaba fortalecer su base electoral (trabajadores industriales, capitalistas produciendo para el mercado interno, etc.), sino también a que el gobierno y el sector de la élite del Estado (en particular, las fuerzas armadas) que lo apoyaba definía esas políticas como parte de una estrategia contra-revolucionaria, o sea como protección ante lo que estimaba el peligro comunista. Mi análisis demuestra, creo, que no existían en el país las bases para una revolución comunista ni mucho menos, pero estos sectores definían el resultado de la Segunda Guerra como una victoria de la Unión Soviética, cuya expansión mundial temían. El miedo al comunismo ha producido, en el siglo XX, mas regímenes que el propio comunismo.

El miedo al comunismo ha producido, en el siglo XX, mas regímenes que el propio comunismo.

A lo largo del tiempo, estas políticas se institucionalizaron, es decir transformaron la estructura social del país, generando clases sociales cuyos intereses básicos estaban comprometidos con el mantenimiento del statu quo. Y esa institucionalización tornó progresivamente mas costoso, para los gobiernos posteriores, un retorno a la economía abierta. El resultado fue instituciones económicas disfuncionales (porque generan estancamiento y pobreza) e instituciones políticas que, cuando fueron democráticas, lo fueron de baja calidad. El subtítulo de mi libro en inglés es “políticas contrarrevolucionarias y sus consecuencias estructurales”.

Cuando hablamos de subdesarrollo, es importante tener en cuenta uno de sus aspectos: el dualismo. A partir de la posguerra, se fue generando en el país una estructura social dual, ausente anteriormente en el país, y característica de los demás países latinoamericanos. Como todos sabemos, la sociedad argentina actual está fracturada en dos polos: el integrado, constituido por aquellas personas insertadas de manera formal y continua en el sistema ocupacional en cualquiera de sus ramas, y otro no integrado o marginal, compuesto por quienes carecen de esa inserción regular y continua (changuistas, desocupados, personas dependientes de los planes de ayuda social). Este sector no integrado era muy pequeño en la Argentina al comienzo de la posguerra (en las décadas anteriores, la economía argentina estaba caracterizada por la escasez de mano de obra), y en la actualidad es cuantitativamente casi tan grande como el integrado, un 40% de la población si usamos como indicador los índices de pobreza.

Usted observa que, a partir de los años ’30, comienza un proceso de deslegitimación de las élites argentinas debido a sus propios conflictos y su falta de cohesión. A esto le sigue lo que usted denomina un proceso de autonomización del Estado a partir del golpe de 1943.

La transformación de la estructura institucional argentina, esa transición de una tierra de asentamiento reciente a un país subdesarrollado, fue el efecto de las políticas de un Estado que, luego del golpe del ’43, estaba fuertemente autonomizado en relación con las élites económicas, especialmente con el sector agrario, el más fuerte de ellas, y otros grupos de interés. Esta autonomización del Estado a partir de los años ’40 es el resultado de la fragmentación de las élites, debida mayormente a la coyuntura de la Segunda Guerra. Y se trataba de un Estado no solamente autónomo sino también fuerte, en el sentido que tuvo las capacidades necesarias como para transformar al país desde arriba. No solo reorientó la economía hacia adentro, sino también cambió la relación entre Estado y sociedad, orientando el Estado hacia abajo mediante la constitución de lazos corporativistas con el movimiento obrero y parte del sector empresario.

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Ese Estado fue debilitándose progresivamente. El corporativismo de Estado (en el cual el Estado controla los grupos de interés, como era el caso en esa época), devino en corporativismo societal, en el que grupos de interés penetran el Estado y ejercen influencia central sobre sus políticas. El Estado actual es muy grande pero débil, una estructura que absorbe una proporción altísima del PBI para su funcionamiento, pero que es incapaz de emitir moneda sana, de generar crédito, de proteger eficazmente los derechos de propiedad de todos los grupos sociales, de ser el garante latente de los contratos entre privados. Ni siquiera puede gestionar eficazmente la salud y la educación públicas. Pero un pre-requisito de importancia central para una economía de mercado abierta es, precisamente, un Estado fuerte. Necesitamos un Estado mucho más pequeño pero más efectivo, que pueda servir de fundamento institucional a una economía de mercado de calidad.

Pero entonces allí es donde nos chocamos con la sociedad bloqueada, con la imposibilidad de aplicar reformas que destraben la situación de empate y estancamiento.

Sí, para poder volver a la prosperidad habría que emprender, mas allá de las políticas de estabilización obviamente necesarias, una estrategia de reformas estructurales: apertura de la economía, fortalecimiento del Estado en el sentido en el que me referí antes, y reformas en distintas áreas institucionales (laboral, previsional, educativa, de salud) para hacerlas inclusivas y sustentables. Estas reformas, en el corto plazo, perjudicarían a muchos sectores, y en el largo, si se hicieran las cosas bien, beneficiarían a la mayoría de ellos y al país, al generar instituciones funcionales.

Veamos, por ejemplo, el caso de la apertura económica, y enfocándonos en la industria. Existen tres sectores: las empresas ya internacionalmente competitivas, las que no son ni podrían serlo en ninguna circunstancia previsible, y las que no lo son pero podrían llegar a serlo si se reconvirtieran.  Aun si la reducción de aranceles y barreras fuera muy gradual, se proveyera crédito subsidiado a las empresas para su conversión y se implementaran políticas activas de empleo, una gran cantidad de empresas y sus trabajadores serían perjudicados en el corto plazo. Los grupos de interés afectados se organizarían y movilizarían políticamente para bloquear estos cambios, y contarían con el apoyo de las autoridades locales y de sectores políticos ideológicamente opuestos a la apertura (la economía cerrada, enfocada en la producción para el mercado interno como palanca central de desarrollo, es todavía, inexplicablemente para un observador externo, la preferencia ideológica de un segmento importante de la clase política).

La sociedad argentina está bloqueada porque las instituciones económicas existentes son profundamente disfuncionales para la sociedad en su conjunto, pero defenderlas esta en el interés de sectores mayoritarios y políticamente poderosos. Pero Dese luego, los costos de la apertura serían ciertos y presentes, y los beneficios potenciales y futuros.

Ejemplos de industrias competitivas en nuestro país podemos encontrarlos más recientemente en la economía del conocimiento, empresas como los denominados unicornios.

No sólamente allí, sino también en nichos de la industria manufacturera. Pero, de todos modos, para una futura prosperidad de la Argentina, se necesitan tres pilares fundamentales. El primero es las industrias extractivas (agricultura, minería, energía). La agricultura, en particular, desde la época de la organización nacional ha sido el sector más competitivo internacionalmente. Luego, ciertos nichos de la industria manufacturera en los que la Argentina puede desarrollar exportaciones significativas. Y, finalmente, la industria del conocimiento. Existen ya varios casos de éxito, y para continuar por este camino deberíamos reformar la educación para expandir y fortalecer las áreas llamadas STEM (Science, Technology, Engineering, Mathematics) sin ir en desmedro de las demás. La programación y codificación debería ser parte de la educación básica, junto con lengua y matemáticas. En este sentido la Argentina debería aprender de la India. Si hace un siglo nuestros espejos eran Australia o Canadá, en la coyuntura actual deberíamos considerar el ejemplo de la India, un país con un ingreso per cápita todavía inferior al nuestro (menos de un tercio), pero una potencia en la tecnología de la información.

Si hace un siglo nuestros espejos eran Australia o Canadá, en la coyuntura actual deberíamos considerar el ejemplo de la India.

¿Cómo lograron desarrollar esta capacidad? Sobre la base de una red de instituciones de educación superior enfocadas en tecnología, los Indian Institutes of Technology, altamente selectivos tanto en lo que respecta a estudiantes como a profesores. Así fue como ese país formó una masa crítica de especialistas en tecnologías de la información que han desarrollado industrias propias (como la multinacional Infosys, por ejemplo), pero también han sabido asociarse con empresas americanas y de otros países. No veo por qué la Argentina no podría desarrollar algo similar, teniendo ya incluso algunos casos muy exitosos como antecedentes. Junto con la tecnología de la información, deberían crearse polos de educación e innovación en otras áreas de la economía del conocimiento, como por ejemplo la biotecnología.

La importancia de desarrollar estas áreas se repite y se subraya desde ciertos sectores de la sociedad, pero no parece ser una agenda que llegue a permear en los lugares en donde se toman finalmente las decisiones. Parece haber una distancia demasiado grande entre este potencial que se suele imaginar y las posibilidades reales y concretas, y tampoco se observan voces fuertes ni liderazgos claros entre los sectores más competitivos de la sociedad.

No podría opinar sobre las ideas de quienes lideran estos nuevos sectores porque no las conozco en detalle. Pero en relación con el campo sí diría que desde la posguerra ha primado la idea de que los más eficientes deben ser los más castigados, ya sea vía retenciones u otros métodos. Desde luego, lo que el Estado debería hacer es utilizar el sistema impositivo para premiar a los exportadores, y no para discriminar en su contra. El crecimiento económico es el producto de la inversión, y la inversión es el producto de los incentivos. El sistema impositivo debería ser progresivo, naturalmente, pero no orientado a penar a quienes constituyen la base para la reorientación del país hacia una economía abierta, el retorno a la senda de desarrollo anterior a la Depresión y la Segunda Guerra.

Pasaron 20 años casi entre la publicación de su libro en Princeton en 1987 y la edición de Eudeba en 2006. En el epílogo a esta última usted hace algunas referencias a lo sucedido en los ’90, con la apertura económica y una suerte de intento de desregulación y anti corporativismo. Tras la gran crisis de 2001 y 2002 observa una nueva situación de indefinición y bloqueo. ¿Qué ha podido apreciar entonces desde 2006 hasta ahora?

Lamentablemente observo que estamos mucho peor que cuando escribí este libro. En la edición original, a pesar de que se señalaba el bloqueo de la sociedad argentina, no se enfatizaba tanto el dualismo como característica central. Y en estas décadas la situación se ha agravado mucho, de modo que la salida del pantano es aún más difícil de lo que era entonces.

Una sociedad dual genera una estructura de incentivos perversos hacia los actores sociales, tanto en el plano económico como en el político, cuyas consecuencias terminan reforzando la economía disfuncional y la democracia de baja calidad. En el plano económico, las incentivos negativos para la inversión: desaliento o penalización de la inversión productiva cuando hay gobiernos comprometidos con la preservación de la economía cerrada, y falta de confianza hacia el mediano y largo plazo cuando se trata de gobiernos que dan pasos para la apertura. Por parte del resto de la sociedad, la famosa puja distributiva, que busca apropiarse de porciones cada vez más pequeñas del producto. Presidiendo sobre esa sociedad, un Estado cada vez más grande y más penetrado por intereses particulares, y cuya necesidad de sostenimiento conduce a políticas en muchos casos predatorias. En el plano político, el hecho de que un sector creciente de la sociedad viva en condiciones de pobreza, inseguridad y dependencia, que debilitan el ejercicio autónomo de la ciudadanía, crea condiciones propicias para el florecimiento del populismo tanto económico como político, y consiguientemente el empobrecimiento de la calidad de la democracia.

Los costos políticos de las reformas deben ser soportados por todos los sectores, no sólo por los gobiernos que eventualmente las pusieran en práctica.

De esto se sale con reformas estructurales, políticamente muy costosas. De lo que se trata es de lograr amplios acuerdos entre sectores no sólo de las élites políticas y económicas, sino de toda la sociedad, para avanzar en estas reformas. En términos políticos pienso no sólo en la actual oposición de Juntos por el Cambio, sino también en sectores del campo peronista que entienden la necesidad de esta transformación institucional. Lo importante es transformar esta comprensión en acuerdos políticos que permitan efectivizarla, sea quien fuere el que esté en el gobierno. Los costos políticos de estas reformas deben ser soportados por todos los sectores, no sólo por los gobiernos que eventualmente las pusieran en práctica.

Sin estas reformas, entonces, sólo nos queda esperar más de lo mismo, o peor.

Así es. No existe tal cosa como una necesidad histórica de que los países se desarrollen. Hubo a mediados del siglo pasado lo que se llamo la teoría de la modernización, que suponía que, por lo menos en el mundo capitalista, habría fuerzas inherentes a las sociedades que generarían una dinámica hacia el crecimiento económico. Pero sabemos que no es así: existen, sí, procesos internos al capitalismo que conducen al crecimiento a nivel global, pero su activación depende de las políticas que se apliquen en cada sociedad y de cómo el contexto internacional afecta a cada país. Distintas sociedades, y distintas regiones de cada sociedad, experimentarán distintos ritmos de crecimiento. Para el caso argentino, el sendero económico futuro del país depende de las políticas que se apliquen. No hay fatalidad económica: los determinantes del desarrollo o el estancamiento serán políticos.

Ya que no existe entonces aquello de estar “condenados al éxito”, y considerando esta suerte de excepcionalidad de la inversión del desarrollo argentino, ¿hay algún antecedente o caso de alguna sociedad que haya podido encontrar la manera de superar sus bloqueos?

En las ultimas décadas, hemos visto muchas sociedades que emprendieron procesos de transformación institucional, muchas de ellas más drásticas que las que requiere la Argentina. Estoy pensando en los países que abandonaron el comunismo, por ejemplo. Si nos restringimos a la apertura de economías relativamente cerradas, tenemos los casos de los países post-comunistas, la España post-franquista, países asiáticos como Corea y Taiwán, latinoamericanos como México y Chile.  Las transformaciones exitosas fueron el resultado de tres factores: gobiernos que busquen el cambio, Estados útiles (o sea: aparatos del Estado lo suficientemente efectivos como para conducir estos procesos), y ayuda económica de grandes potencias o grupos de países, en gran parte guiados por consideraciones geopolíticas.

En el caso de España, para tomar uno solo de los ejemplos que mencioné, vemos las tres condiciones: pudo transformar su economía por la decisión de los gobiernos post-franquistas de establecer las instituciones políticas y económicas predominantes en Europa Occidental; el Estado español fue un instrumento efectivo para ejecutar los cambios en cuestión; y la Unión Europea especialmente, y Estados Unidos, por razones derivadas de la Guerra Fría, le prestaron ayuda económica en gran escala, que fue importantísima para acolchonar la transición de un modelo cerrado a uno abierto.

En el caso de la Argentina, la llegada al poder de una coalición orientada hacia reformas estructurales proveería sólo el primer factor. Sería todavía necesario, por las razones que charlamos antes, fortalecer al aparato del Estado. Y no es claro que la transformación de la economía argentina suscite, en las condiciones geopolíticas actuales, fuertes apoyos de las potencias. Pero esto podría cambiar con la intensificación de la competencia estratégica entre el bloque occidental y China.  La Argentina, como país latinoamericano mediano y gran productor de materias primas, podría atraer interés geopolítico sustancial.

¿Puede ser la invasión rusa y la guerra en Ucrania un factor que acelere este interés?

En el corto plazo, la guerra podría traer beneficios comerciales para la Argentina, claro. Pero, en el mediano plazo, dado el crecimiento de las inversiones chinas en África y el sur de Europa, es muy posible que los países occidentales desarrollen un interés geopolítico mayor por la inserción internacional de países sudamericanos.

En todo caso, el cambio positivo que veo en el país es que la necesidad de las reformas es cada vez más evidente para distintos sectores de la sociedad, incluso para algunos que se perjudicarían en el corto plazo. Esperemos que esto conduzca a una coalición amplia orientada hacia la transformación institucional.

 

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Eugenio Palopoli

Editor de Seúl. Autor de Los hombres que hicieron la historia de las marcas deportivas (Blatt & Ríos, 2014) y Camisetas legendarias del fútbol argentino (Grijalbo, 2019).

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