ELOÍSA BALLIVIAN

La izquierda como espantapájaros

Roberto Gargarella nos mandó una carta con elogios y críticas. Alejo Schapire le contesta.

Roberto Gargarella, profesor de Derecho de la Universidad Di Tella y uno de los constitucionalistas más respetados del país, nos mandó una carta esta semana para elogiarnos y para protestar amablemente sobre la representación que, en ocasiones, se hace de la izquierda en nuestras páginas digitales. Alejo Schapire, uno de los autores aludidos, le responde. A continuación, ambos textos:

 

Seúl y la izquierda como espantapájaros

por Roberto Gargarella

Dentro del pobre contexto de la discusión política argentina, la aparición de la revista digital Seúl representó una muy buena noticia. La noticia de su publicación fue muy buena porque una revista así era y sigue siendo necesaria. Y la revista es necesaria, porque la discusión política local se encuentra –todavía hoy– llena de traumas, miedos y corrección política, que alimentan tabúes que no ayudan a que debatamos bien y con franqueza. Se trata de tabúes que aún rigen entre nosotros, y que tornan innecesariamente difícil nuestra posibilidad de pensar y conversar libremente sobre nuestra vida en común.

En los hechos, hoy sigue siendo arduo, para una persona sensata y políticamente comprometida, reivindicarse ideológicamente en la derecha o en la centro-derecha del espectro político, porque al hacerlo esa persona queda identificada, inmediatamente, con las peores y más extremas versiones de dicha ideología. Pareciera ser que, al definirse como alguien “de derecha”, ese individuo confiesa, veladamente, su disposición a defender a la última dictadura, o admite su cinismo político, o su total falta de empatía frente a las injusticias sociales que nos rodean y agobian. De manera similar, en la Argentina sigue siendo difícil auto-describirse políticamente como liberal, porque el liberalismo resulta identificado –todavía hoy– con el liberalismo económico, y el liberalismo económico sigue considerándose compatible (sino directamente vinculado) con el autoritarismo político. Se trata de asociaciones injustificadas, pero que vienen de muy lejos, derivadas, tal vez, de lo que conocimos alguna vez sobre la biografía política de personajes como Álvaro Alsogaray, en nuestro país; o sobre el apoyo ofrecido por Milton Friedman, o los Chicago Boys, al dictador Augusto Pinochet, en Chile.

Por lo dicho, la aparición de revistas como *Seúl* no sólo es interesante sino –me animaría a decir– histórica y políticamente relevante.

Lo cierto es que, por razones como las citadas u otras, conceptos como los de liberalismo político o “derecha,” en países como el nuestro, fueron condenados al exilio lingüístico, o convertidos directamente en armas verbales destinadas a denostar, ridiculizar o acallar al adversario. Una injusticia, por un lado, a la luz de la riquísima –y muchas veces heroica– historia política del liberalismo; y una pena, a la vez, por los modos en que quedó “recortada” nuestra cartografía política: en la Argentina, el arco de “opciones posibles” terminó sufriendo la “amputación” de alguno de sus componentes necesarios, y todos perdimos con ello. Por lo dicho, la aparición de revistas como *Seúl* no sólo es interesante sino –me animaría a decir– histórica y políticamente relevante: la revista, como sus autores, tiene(n) un papel valioso que cumplir, en la historia de la vida política nacional.

Izquierda

Con sus inevitables simplificaciones, el relato anterior pretende dar breve cuenta de las imperdonables autocensuras que siguen marcando los límites de la discusión política argentina; y, al mismo tiempo, subrayar el valor que adquiere, dentro de dicho contexto, la emergencia de una revista como *Seúl*. Dicho lo anterior, me interesa señalar por qué –y, justamente, por qué a la luz del contexto expuesto– el discurso de muchos de los miembros de la “comunidad Seúl” resulta desconcertante. De modo más preciso: resulta desconcertante que algunos de los que mejor trabajan por sacar al liberalismo político del armario ideológico en el que, irrazonablemente, había sido confinado, aparezcan ansiosos por encerrar en ese mismo armario a la izquierda política.

Como si quisieran hacer beber a sus adversarios políticos, exactamente el mismo tipo de medicina moral que se les quiso forzar a beber a ellos. Como si buscaran, en los hechos, replicar sobre sus adversarios (o vengar, a través de ellos) los males políticos injustamente padecidos por ellos, durante tanto tiempo. Comienza a ser común, entonces, que desde cierto liberalismo vernáculo se procure denostar, ridiculizar y acallar a la izquierda política. La situación es paradojal, y muy llamativa: quienes con coraje bregan por sacar al liberalismo del fango del escarnio, se obsesionan por someter a la izquierda a un escarnio semejante, hasta que resulte ridículo o absurdo que alguien se declare políticamente de izquierda.

Permítanme ilustrar brevemente lo que digo, a partir de textos aparecidos en Seúl. Mi objetivo, con estas citas, no es –obviamente– el de descalificar a la revista, ni mucho menos desvalorizar la trayectoria intelectual de los autores citados. Me interesa, simplemente, llamar la atención sobre la presencia de problemas recurrentes (cierta obsesión, ciertos apuros, ciertas contradicciones), en las críticas a la izquierda que se publican en la revista. Un ejemplo relevante: a través de notas como ésta, Alejo Schapire nos ofrece un compilado de anécdotas espantosas, que nos refieren a bajezas e indignidades cometidas por personas o grupos supuestamente alineados con la izquierda –lo que Schapire describirá indignado como la “traición progresista”–, una tarea que él abordara, si se me permite, con igual descuido, pero de modo más profuso, en el libro que enteramente dedicara a La traición progresista. Tal acumulado de anécdotas nos invitan a horrorizarnos frente a aquello que los supuestos izquierdistas son capaces de hacer: están los que mienten descaradamente; los que se denuncian víctimas mientras actúan como verdugos; los que invocan principios, pero luego obran de modo oportunista; los que buscan desesperados el lucro del que dicen abjurar. Parecen el demonio mismo.

Me interesa, simplemente, llamar la atención sobre la presencia de problemas recurrentes en las críticas a la izquierda que se publican en la revista.

Lamentablemente, sin embargo, y con muy poco esfuerzo, cualquiera de nosotros podría hacer su propio compilado de anécdotas espantosas, con cualquier grupo similar al que se proponga humillar. Podríamos juntar historias horrorosas relacionadas con los evangelistas (como hizo la televisión, recientemente), los miembros de la Corona Inglesa, las feministas, los ecologistas, los presidiarios, los empresarios, los derechistas (otra vez). Sin embargo, ¿qué logramos al hacerlo? ¿Denunciamos la perversidad propia de toda una categoría? ¿Mostramos las debilidades e inconsistencias de algunas personas? ¿O decimos, más bien, algo sobre nosotros mismos?

De modo similar, resulta sorprendente que aquellos que –con la razón de su lado– examinan con lupa la pertinencia de cualquier crítica que se dirija al liberalismo, asocien a la izquierda, ligeramente, con la muerte o lo demoníaco, o le atribuyan a dicha ideología cualquier disparate que diga alguien que ellos asocien con la izquierda. Por señalar algunos casos: en un texto publicado en Seúl hace unos meses, y a partir de una frase aislada de una actriz de ideología incierta (Mercedes Morán), Alejandro Bongiovanni atribuyó a toda “la izquierda” –en general, y sin matiz ni aclaración alguna– la tendencia a “mirar con desprecio al deseo sexual, al menos al que fluye por cauces no aprobados por una intelligentsia progresista tan ruidosa como disociada del sentido común”. ¿Qué sentido tiene una simplificación semejante, o una ridiculización tan injusta como infundada? En otro artículo, el mismo autor defendió al liberalismo reconociendo que no era “el Cielo en la Tierra,” pero aclarando inmediatamente que “(todos) sabemos que las alternativas imitan bastante bien al Infierno.” Otra vez: ¿a qué viene esa generalización, apresurada y brutal, en un artículo que pretendía pasar por un tamiz exigente las críticas dirigidas a “la nueva derecha”

Último ejemplo. Luego de reivindicar al liberalismo frente a quienes lo presentan como una mera hipocresía o impostura (como si al liberal sólo le importase, en verdad, la libertad del mercado, reducida para colmo a la libertad de los ricos), el estimado cineasta Juan Villegas afirma, sin el mínimo cuidado, que las personas que se consideran de izquierda lo son porque “parece que conviene hablar así” o, en el mejor de los casos, porque el “declararse” de izquierda otorga “una supuesta superioridad moral e intelectual”. Consciente del error de asociar al liberalismo con su versión más extrema, él no duda, sin embargo, en identificar a la izquierda con el estalinismo, y se refiere a la misma como una ideología que encarna “ya en su ideario original un destino de fracaso y violencia” (un engendro monstruoso, un Alien que necesita ser destruido, digamos). Desde esta visión, la posibilidad de ser de izquierda por principios, o porque uno está convencido del valor de tales ideas, se encuentra por completo inconsiderada: a partir de una mirada tal, un izquierdista está llamado a reflexionar acerca de si es un ingenuo, un arrogante o un farsante.

¿Cómo celebrar la refutación del adversario, luego de haber presentado al mismo como un “espantapájaros” vulnerable a la más débil ráfaga de viento?

El “igualitarista” John Rawls afirmaba que uno no puede juzgar a una doctrina sin presentarla, primero, en su “mejor luz”, sin haberla analizado antes en su versión más fuerte y consistente posible. ¿Qué sentido podía tener para él, por ejemplo, presentar una caricatura del liberalismo conservador de Robert Nozick, para jactarse luego de la falsedad o inconsistencia de la parodia presentada? ¿Cómo celebrar la refutación del adversario, luego de haber presentado al mismo como un “espantapájaros” vulnerable a la más débil ráfaga de viento? Si lo que nos interesa es mostrar la inviabilidad o fragilidades de la izquierda, o de algunos de sus integrantes, podemos hacer cantidad de cosas. Podemos, por caso, reconstruir del modo más interesante posible al marxismo, para luego desmontarlo pieza a pieza, mostrando sus fallas y debilidades internas (como hicieran, en los ’80, los “marxistas analíticos”); o podemos discutir, junto con tantos otros historiadores, la pertinencia de los mejores análisis de Eric Hobsbawm; o, de modo más cercano en el tiempo, podemos examinar críticamente qué es lo equivocado o inviable en propuestas económicas como las que hoy presenta Thomas Piketty (tal vez un buen ejemplo de un programa económico serio y actual, presentado desde la izquierda). O, para no irse tan lejos, ni ponerse tan exigentes, podemos estudiar a la izquierda partidaria en la Argentina (por ejemplo, al Partido Comunista) o a alguna de sus figuras emblemáticas (pongamos, a Patricio Echegaray), y dar cuenta de su devenir errático y sus contradicciones (en cuyo caso, obviamente, estaremos hablando de las contradicciones del Partido Comunista o de Echegaray, pero no de “la izquierda” en general, ni de “toda la izquierda argentina”).

También, por supuesto, podemos contentarnos con citar alguna ridícula declaración de Mercedes Morán, y reírnos de ella y de todas sus citas, pero dejando de asumir que de ese modo hablamos de todo un grupo, de una categoría completa, de un concepto político, de la izquierda nacional, o de los artistas que identificamos con el “progresismo”. Estaremos, en ese caso, y simplemente, burlándonos de una persona, o haciendo chistes sobre ella. Criticar, refutar o decir algo interesante, a favor o en contra del liberalismo o a la izquierda es, por supuesto, una tarea por completo ajena a tales reduccionismos.

 

Anécdotas representativas (y anticipatorias)

por alejo schapire

Roberto Gargarella me acusa, básicamente, de lo que él mismo hace en su carta. Lamenta que ponga la lupa en “personas o grupos supuestamente alineados con la izquierda”. Al parecer no comparte el “certificado de izquierda” de estos individuos o grupos; lástima que no se tome el trabajo de señalar en qué caso es un error y no algo representativo, como intento explicar, porque podríamos discutir algo más que generalidades. Creo haber, en cada ejemplo, tanto en Seúl como en La traición progresista, presentado situaciones que me parecen paradigmáticos de un comportamiento de fondo: ya sea el antisemitismo de izquierda, la cultura de la cancelación o la mutación “de la lucha de clases a la guerra de razas”. Creo que desde la publicación del libro, esas “anécdotas” –como Gargarella las minimiza– se han mostrado por el contrario pertinentes, significativas para describir un movimiento histórico dentro de la izquierda y han confirmado que eran algo más que cherry picking. Fueron anticipatorias. La renuncia obligada de Jeremy Corbyn ligada a su antisemitismo, la desaparición electoral de la izquierda francesa en el fango del islamo-progresismo (del voto obrero al voto de las minorías étnico-sexuales) y el surgimiento de Eric Zemmour y otros movimientos identitarios de extrema derecha en el mundo tienen que ver con las consecuencias de esa traición progresista como fenómeno sistémico. Las elecciones francesas se han convertido en estos días en un debate sobre esta temática, que para Gargarella es insignificante. Todo eso estaba anunciado en el libro. La profundización del naufragio de la izquierda latinoamericana –pensemos en la farsa electoral de Nicaragua y la actitud del gobierno argentino y su doblez con los derechos humanos (porque Daniel Ortega es “del palo”)– también va por ahí.

En cuanto a la censura de izquierda biempensante, denunciarla se ha vuelto ya un lugar común en la prensa mainstream, pero no lo era cuando escribí el ensayo. De todos modos, para él será una fantasía u “hombre de paja” que no tiene nada que ver con LA izquierda. Cuando hace el ridículo o está detrás de una matanza, nunca es “la verdadera izquierda”. La próxima espero que como sommelier de izquierdas me indique cuáles son los ejemplos que su paladar juzga auténticos para acercarnos a las conclusiones que desea.

 

Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.

Compartir:

Seguir leyendo

Ver todas →︎

Falklands o Malvinas, da igual

El lector y ex embajador ante la ONU Fernando Petrella dice el nombre es lo de menos: hay que destacar el logro diplomático y entender que la recuperación de las Islas es un proceso gradual.

Por

La justicia del enemigo

Los lectores suman conceptos a la nota de Ricardo Ramírez-Calvo de la semana pasada.

Por

Sí, hay que cerrar el Enacom

El expresidente del COPITEC y exgerente de Ingeniería de la CNC, Miguel Ángel Pesado, coincide con la propuesta de José Crettaz.

Por