Pasé los últimos días entumecido por el Qura Plus, que me permitió transpirar rápido la gripe pero al precio de transformarme en un zombie: la realidad política y familiar fuera de foco; los movimientos, lentos; las voces, lejanas. Cada vez que me sentaba a escribir este newsletter sentía a mi cerebro, embotado de moco, chocarse y protestar dentro del cráneo.
Quise escribir primero sobre cómo sigue la guerra para la gente que vive en Rusia, con la excusa de que se cumplieron seis meses de la invasión a Ucrania y de este newsletter que escribí sobre la familia de Irina, mi mujer. El resumen de la situación sería que los efectos económicos son menos graves de lo temido: el rublo se recuperó, la economía también, las multinacionales que dejaron el país fueron reemplazadas, a veces cómicamente, por empresas locales. Pero, también, que los efectos políticos y sociales son más graves: nadie se anima a hablar de la guerra salvo con gente de absoluta confianza. Como en la peor época de la Unión Soviética, cualquier vecino o compañero de oficina es un delator en potencia. El otro día un periodista ruso fue condenado a 22 años de cárcel con acusaciones inventadas, Alexei Navalny sigue siendo maltratado en prisión y la semana pasada murió muy sospechosamente el presidente de una petrolera que había criticado a Putin. Mientras tanto, Rusia sigue aislada de Europa, la propaganda es incesante y la guerra se prolonga mucho más de lo que previsto en febrero. Dentro de un par de semanas Irina viaja a Moscú a visitar a sus padres. A su regreso voy a tener más información, quizás para un newsletter entero.
Desde la niebla de la gripe seguí también el rumbo rocambolesco que va adquiriendo la investigación del atentado contra Cristina Kirchner, lleno de personajes farsescos que se turnan en televisión para hacer sus monerías. Mi expresión favorita de estos días es “la banda de los copos”, por los dulces de nieve que vendían los acusados y sus amigos. Menos gracia me hace la sensación de que estamos trabados en esta polarización eterna de alaridos mutuos. Nunca simpaticé demasiado con la hipótesis de que la grieta es el problema más grave de la Argentina, pero estamos en un momento en el que los kirchneristas dicen “nosotros somos el amor y la paz, ustedes son el odio y la violencia” y nosotros les respondemos: “Déjense de joder, nosotros somos el amor y la paz, ustedes son el odio y la violencia”. Así no podemos llegar muy lejos, porque por pura lógica alguno de los dos no tiene razón.
El polarizador eres tú
Por eso entiendo a los que piden bajar dos cambios, sentarse en una mesa, negociar con el “enemigo”. Y sin embargo, también sé que no estoy listo, porque me resulta imposible no pensar que los que tenemos razón somos “nosotros” y que los enamorados del odio y la violencia son “ellos”. Quizás sea un defecto de personalidad mío, pero no veo qué acuerdos son posibles con quienes 1) están orgullosos de ideas económicas anacrónicas y disparatadas, 2) siempre han elegido (incluso con fervor) el conflicto por encima de la cooperación, y 3) jamás dicen nada positivo sobre las instituciones de la república que, en mi opinión, hay que fortalecer, no seguir debilitando. Además de que me resultaría muy difícil creerles, cuando en este tiempo (la última vez, en la pandemia) cada vez que hicieron sonrisas de acuerdos las cambiaron al toque por muecas traidoras. Por ahora prefiero que Juntos por el Cambio se mantenga firme, con la mayor educación e institucionalidad posibles, y que apunte a ganar las elecciones del año que viene y después ver qué pasa.
En fin. Apenas sensaciones en el delirio de la fiebre y, por lo tanto, poco confiables. Insuficientes para dedicarles, también, un newsletter completo, sobre todo después de mi nota del domingo , donde ya dije buena parte de lo que tenía para decir sobre el tema. A mí tampoco me gusta la grieta, pero la siento inevitable. Desde 2018 muchos críticos nos vienen acusando (en ese momento, al gobierno de Cambiemos) de haber elegido polarizar con Cristina y que de aquellas brisas hemos cosechado estos pamperos. En el periodismo se había convertido en verdad irrefutable: por consejo de Marcos Peña y Durán Barba, decían los venerables pero también los pichis, Macri polarizó con Cristina y eso fue un grave error. Me cansé en su momento de negarlo, de decir que nunca hubo una decisión así y que, si se fijan bien, Macri apenas hablaba de Cristina, mucho más preocupado por las cuestiones económicas. Por eso, cuando me siguen diciendo que el PRO o Macri quieren mantener viva a Cristina porque es lo que le conviene políticamente, yo respondo que no, y estoy seguro de esto: si les preguntás a Macri o a cualquiera del PRO (o, para el caso, de JxC), todos preferirían que Cristina se jubilara, que el kirchnerismo perdiera el liderazgo del peronismo y dejara al mando del partido a los “racionales” (muchas comillas), con quienes al menos se puede compartir vocabulario. Nadie me cree, pero es así.
En un momento, antes de la gripe, pensé también en escribir sobre los 50 años, cumplidos hace diez días, del Sheraton de Retiro, convertido casi desde su apertura, como pionero de la globalización en un país encerrado sobre sí mismo, en un imán de referencias culturales y políticas. Apenas nacido, la juventud maravillosa le cantaba “qué lindo, qué lindo, qué lindo que va a ser, un hospital de niños en el Sheraton Hotel”, porque sabían que aquel intruso, por entonces solitario, era un símbolo tanto como un hotel. Con la dictadura le tocó ver fracasar a Palito Ortega y Frank Sinatra, por culpa de otra devaluación imprevista, y recibir a las odiadas misiones del FMI, otros extranjeros antipáticos. Hasta principios de los ‘90, todavía el único cinco estrellas moderno de la ciudad, era uno de los pocos edificios que los adolescentes de aquellos años podíamos reconocer como “nuevos”, a pesar de que ya tenía casi 20 años. Recuerdo en 1992 ir en auto a la facultad, que estaba en San Telmo, por el bajo de Retiro y a través de un Puerto Madero todavía vacío y en ruinas, y pensar en el Sheraton como una especie de centinela, fuera de lugar, en ningún barrio, desconectado del resto de la ciudad. Los periodistas, siempre tímidos para nombrar las cosas, lo llamaban, si había algún visitante ilustre como Julio Iglesias o Bill Clinton, “un hotel del barrio de Retiro”, y todos sabíamos de cuál estaban hablando. En los ‘90 perdió magnetismo, no porque hubiera decaído sino porque la llegada de otras cadenas, y la apertura de la época hacia lo extranjero, lo hizo menos único. Más a tono con la década, a la que había llegado mucho antes.
No pude, al final, escribir sobre ninguno de estos temas. Culpo, para no culparme a mí mismo, al combate entre el virus y la ciencia que se estaba dando dentro de mi cuerpo. Parece, en esta noche agradable, ojalá primaveral, que viene ganando la ciencia.
Nos vemos otra vez dentro de dos jueves.
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