JOLLY
Domingo

¿Qué salió mal en la Argentina?

Haber dejado de ser un país rico es un trauma para buena parte de la sociedad. Tres hipótesis para enfocar mejor una conversación dolorosa y compleja.

En los años ‘20 del siglo pasado, la Argentina era casi tan rica como los países más desarrollados: “¡Rico como un argentino!”, decían los franceses. Después de casi un siglo de declive, sin embargo, nuestro ingreso por habitante es ahora de alrededor del 40 % del de los países ricos y nos preguntamos cuándo va a tocar fondo un modelo económico completamente agotado. ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que salió mal?

No soy la primera (ni la segunda) persona en hacerse estas preguntas, que tanta frustración generan en buena parte de los argentinos, pero quiero traer en estos párrafos una serie de hipótesis que, creo, merecen sumarse a la conversación sobre el tema. La primera es que, aunque no sirva de consuelo, es posible que quizás no hayamos sido tan ricos hace cien años ni seamos tan pobres ahora. Una segunda es considerar la debilidad de los gobiernos desde los años ‘30 hasta los ‘80, incluidos los militares, que nunca pudieron dominar las demandas de la sociedad y terminaron todos, sin excepción, imprimiendo billetes. Y una tercera es que estas condiciones, sumadas a la desigualdad de origen y la debilidad de las instituciones, generaron una mentalidad poco propensa a los sacrificios necesarios para ordenar la economía.

¿Algo salió mal?

Podemos barajar entonces una primera hipótesis: ni empezamos tan bien ni terminamos tan mal. ¿Hay un consuelo ahí? Muy pocos países, además de Argentina, pasaron en el último siglo de ricos a no tan ricos, comparados con los más desarrollados. Uno de ellos es Uruguay (por su abundancia de vacas y ovejas a fines del siglo XIX); otros son países petroleros como Kuwait o Venezuela, beneficiados entre los ‘70 y los ‘90 por booms de recursos naturales. Una primera explicación, entonces, sería que aquella riqueza de Argentina fue solamente un espejismo, causado por carnes y granos a precios históricamente altos. Pero esto no concuerda con los hechos: el auge de Argentina duró casi el doble que los de estos países, y para fines de este período la economía ya estaba diversificada, con un sector industrial y de servicios respetable. O sea que el modelo de desarrollo inicial dice algo, pero no mucho, sobre nuestro declive posterior.

Por otra parte, cuando Argentina estaba en su mejor momento, creciendo gracias a sus exportaciones agropecuarias y a la llegada masiva de capitales y trabajadores extranjeros, de alguna manera se puede decir que no se estaba preparando para el futuro. Comparando Buenos Aires con Chicago, por ejemplo, dos ciudades similares (puertos de commodities, hubs regionales), se nota que la Argentina estaba en una situación bastante indeseable: la inversión por trabajador era mucho más baja y los indicadores educativos también eran muy inferiores. Es posible decir entonces que, sobre estas bases, que le impedían construir las capacidades necesarias para integrarse a una economía moderna, era medio inevitable que Argentina se quedará atrás y que sólo fuera cuestión de esperar cuándo y por cuánto. ¿Y el latifundio? Mucho se ha escrito sobre que las grandes estancias de la época eran poco eficientes productivamente, pero no parece haber mucha evidencia al respecto, aunque no puede descontarse que la concentración en pocas manos de los beneficios comerciales del agro haya oscurecido la popularidad de las políticas liberales.

Otra cuestión a considerar es la distribución de los ingresos. Actualmente, el PBI per cápita argentino es de 13.000 dólares, ajustando por costo de vida. Pero si dividimos el PBI entre cada decil de ingresos, vemos algo bastante particular. Al 10 % más pobre del país le toca unos 3.000 dólares por persona, similar al promedio de países como Haití, Camerún o Uganda. En cambio, al 10 % más rico de los argentinos les corresponde un ingreso promedio de 45.000 dólares, algo así como clase media en un país primermundista. Sabemos que la desigualdad es mucho más alta que a fines de los ‘80, y que en la época previa al peronismo también era igual de alta. No sería irracional suponer que estamos en niveles algo parecidos y que el fenómeno se repite en las dos puntas: “Convergencia arriba, divergencia abajo“, en palabras de Daniel Heymann.

Quizás seamos menos pobres de lo que creemos y que nuestro producto por habitante, por culpa de errores de medición, sea mayor a lo que pensamos.

Otro problema es la cuestión metodológica: quizás seamos menos pobres de lo que creemos y que nuestro producto por habitante, por culpa de errores de medición, sea mayor a lo que pensamos. En los ‘90 la economía tuvo muchísimos cambios, y en particular se destaca un salto enorme en la calidad y diversidad de productos disponibles, además de diferencias grandes en los patrones de consumo. Sin ajustar por estos factores, los índices de precios quedan demasiado altos, lo cual llevaría a ingresos reales muy por debajo de su poder de compra efectivo. Por ejemplo, los teléfonos pasaron de ser una rareza administrada (pésimamente) por el Estado a un electrodoméstico más. 

Por lo tanto, es probable que la economía argentina no haya sido tan rica hace 100 años como suponemos ni haya terminado tan pobre como lamentamos. Y que aquellos argentinos ricos de los que se hablaba en París serían los mismos que ahora son ricos también. Pero también es cierto que no hay motivo por el que el declive haya sido de tal magnitud: el PBI per cápita argentino se duplicó entre 1890 y 1914 y después no se volvió a duplicar hasta fines del siglo XX. Podría haber sido posible, incluso tomando lo anterior en cuenta, que el PBI per cápita del país se hubiera estancado en un 60 % o 55 % del ingreso por habitante de un país rico, en lugar del 40 % actual, y que hubiera terminado con el doble o más del nivel actual.

Deriva institucional

Casi todos los expertos en desarrollo económico están de acuerdo en que las instituciones son una parte fundamental del proceso de enriquecimiento de los países. Cuando los economistas hablamos de instituciones, nos referimos tanto al uso del término por gente normal (gobiernos estables, útiles, honestos, etc.) como también a factores económicos, como derechos de propiedad estables, contratos duraderos, una justicia independiente y eficaz, Banco Central efectivo y mercados competitivos, entre otros. 

No tenemos que ser expertos para darnos cuenta de que las instituciones argentinas no son, ni fueron, especialmente buenas a lo largo del siglo XX: golpes de Estado, violencia política, manipulación electoral, proscripciones, persecuciones judiciales. En el ámbito económico, tuvimos nacionalizaciones forzosas de activos (empresas y depósitos bancarios), cambios frecuentes de políticas macroeconómicas, rupturas de contratos a gran escala, corrupción y otras yerbas.

Estas instituciones tan débiles marcaron una economía con altísima incertidumbre, tanto sobre las condiciones económicas como sobre el respeto a los compromisos del sector público. Nacionalizaciones, cambios radicales en la política fiscal, devaluaciones y controles de precios en sube y baja desgastaron la confianza en el sector público y entre los agentes económicos (sindicatos, empresarios, bancos, productores agropecuarios), haciendo inviable desde el minuto cero cualquier plan que implicara un sacrificio económico, por más diminuto que fuera. Esta falta de confianza y volatilidad económica resultó en rupturas y renegociaciones frecuentes de contratos, haciendo al riesgo de default una posibilidad constante. 

Otro factor que influyó en nuestro declive relativo es la debilidad profunda de sus jefes de Estado, incluidos los de gobiernos militares.

Otro factor que influyó en nuestro declive relativo es que desde la Década Infame hasta el alfonsinismo, la política argentina estuvo marcada por la debilidad profunda de sus jefes de Estado, incluidos los de gobiernos militares. Ni Juan Domingo Perón, que parecía tener casi la suma del poder público, ni las mismas dictaduras, que habían prohibido la actividad política y (a veces) la sindical, lograron contener las demandas de los distintos sectores de la población. Una analogía posible para el Estado argentino de esas décadas es el de la ciudad de Nueva York: a partir de los ‘70, cuando el aparato del Partido Demócrata perdió su control histórico sobre las instituciones de la ciudad, los alcaldes se debilitaron enormemente. Dado que no había nadie con poder suficiente para decir “no”, distintos grupos de interés se abalanzaron a exigir todo tipo de gastos y beneficios, lo que generó una crisis fiscal enorme y la quiebra del gobierno municipal. Del mismo modo, la profunda debilidad de los jefes de Estado argentinos resultó en políticas económicas cortoplacistas y populistas basadas en no vetar ninguna exigencia y financiarlas devorando los stocks de la economía, con impuestos cada vez mayores sobre los giles que contribuyen, o simplemente ordenándole al Banco Central que imprimiera más billetes. 

Otro factor de debilidad institucional fue que el Banco Central nunca fue realmente independiente: desde su fundación en 1935 solamente un presidente del BCRA terminó su mandato de seis años (el primero: Ernesto Bosch). Como el gasto debía ser prácticamente ilimitado, y subir impuestos era una forma segura de perder popularidad, la única salida posible para los presidentes fue durante décadas la emisión monetaria, causa de la alta inflación endémica que sufrimos hasta hoy

Malos incentivos, malas decisiones

Si bien las instituciones fallaron, aún así hubo decisiones específicas que empeoraron la situación económica de base. Las instituciones marcan el juego, pero no obligan a ninguna jugada en particular, especialmente en dos campos: el fiscal y el comercial.

La política fiscal está íntimamente ligada al problema institucional, e inexorablemente a cuestiones ideológicas comunes a todos los gobiernos. Tanto los gobiernos más estatistas como los más liberales evitaron financiarse con impuestos tradicionales y pagaron sus grandes déficits con fuentes exóticas, como las retenciones a las exportaciones (básicamente inexistentes en el resto del mundo), confiscaciones de varios colores o, como ya dijimos, simplemente imprimir dinero. Los proyectos faraónicos del Estado para desarrollar la economía, financiados de este modo, terminaron en expansiones enormes de la moneda en circulación, que se volcó en inflación de forma directa o mediante el mercado cambiario.

La política comercial es un capítulo aparte, pero es posible decir que un proteccionismo excesivo se enroscó alrededor del cuello de la economía y la fue ahogando despacio pero constantemente, sobre todo por el mayor costo de los insumos para producir y también (aunque menos) de los bienes de consumo. El comercio internacional, que tanto le había servido a la Argentina en los primeros años del siglo XX, colapsó durante la Gran Depresión y no volvió a estabilizarse a nivel global hasta los acuerdos del GATT en los ‘60, con poca participación argentina hasta los ‘90. Los flujos de capitales, que en los “buenos tiempos” financiaron buena parte de la infraestructura local, no volvieron al país hasta fines de los ‘70, principalmente como deuda pública. 

Un proteccionismo excesivo se enroscó alrededor del cuello de la economía y la fue ahogando despacio pero constantemente.

El comercio de bienes tuvo un importante correlato con la canasta de consumo (cereales, carne, leche), lo que dificultó la expansión de las importaciones (fundamentalmente bienes de capital) sin generar tensiones en el frente interno. Esta rigidez en el sector exportador fue empeorada por políticas desacertadas: controles de precios, retenciones y cupos exportadores caóticos y volátiles desincentivaron la inversión en innovaciones técnicas e incentivaron la producción de carne por sobre el resto, llevando a una flexibilidad mínima de las exportaciones respecto al tipo de cambio. 

Respecto a las importaciones, el proteccionismo fue ley hasta los ‘90, por una combinación de creencia genuina en el modelo de sustitución de importaciones y, también, la posibilidad de atraer el apoyo político de una coalición empresaria poderosa. Dado que el país importa principalmente bienes intermedios y de capital (insumos y máquinas, básicamente), estas restricciones asfixiaron a la economía y crearon la famosa “restricción externa” de los estructuralistas. La posibilidad de obtener retornos altos solamente teniendo los contactos indicados en el Estado desincentivaron la inversión y la innovación (ya de por sí poco incentivadas por el caos reinante), y al mismo tiempo las políticas industriales adoptadas no lograron estimular realmente a ningún sector en particular, si bien sí lograron estimular un grupo de sectores dependientes de los mercados cautivos.

En aquellos años, los ganadores de una política comercial más abierta habrían sido dos: los exportadores y los consumidores. Los primeros se habrían beneficiado por mayor facturación; dado que, hasta hace relativamente poco, eran principalmente agropecuarios, entonces nunca hubiera sido factible que se impusiesen políticamente. Los consumidores de productos industriales, con sobreprecios y de peor calidad, podrían haber exigido un cambio, pero la popularidad de la retórica nacionalista y la presencia de grupos de trabajadores que podrían salir perdiendo eliminaron esta posibilidad. En cambio, los perdedores de una mayor apertura al mundo se impusieron: al conformar un poderoso lobby industrial, el mayor proteccionismo los fue fortaleciendo a medida que creció su poder de mercado. 

¿100 años de deterioro?

La crisis política e institucional del país parece inseparable de sus recurrentes problemas económicos. Incluso tomando en cuenta la posición inicial, con desigualdad de ingresos, un boom exportador temporario y el poco capital físico y humano, es claro que el desempeño del país fue mediocre, particularmente comparado con el de sus vecinos. La debilidad de las instituciones y la desigualdad llevaron a una mentalidad “antisacrificios” en la población y a exigencias de redistribuir riqueza en lugar de generarla.

Al mismo tiempo, la política pública se centró en mantener a líderes específicos en el poder, tomando continuamente medidas que maximizaran la supervivencia política y no el bienestar general. Un cambio de políticas habría sido imposible, dado que cualquier compensación de ganadores a perdedores no hubiera funcionado, por la debilidad de las instituciones políticas y de los contratos.

Todos estos problemas se potenciaron entre sí. Los países con inflación alta y volátil tienden a ser más corruptos. Los países con políticas industriales activas y pobremente diseñadas son más corruptos. Y los países en los que se percibe que la corrupción es endémica en el Estado y los negocios tienden a tener sistemas políticos plagados por pensamiento de suma cero y revanchismo económico

La única forma de salir de este “pozo” fue la formación de un consenso social y político de que algo tenía que cambiar luego de la hiperinflación de 1989-1990, que juntaron todos los desequilibrios acumulados: transferencias excesivas al sector privado, impuestos altamente distorsivos, política monetaria dominada por las necesidades fiscales, déficits galopantes, y problemas en el sector externo. 

La crisis actual, que viene desde hace al menos diez años, es prueba viviente de que el conjunto de incentivos a tomar malas decisiones no desapareció, aunque sí cambió radicalmente. En base a la magnitud del deterioro económico y social provocado por la pandemia de coronavirus, podríamos esperar que este sea el empujón final que permita al país abandonar esta lógica y comenzar una etapa de crecimiento sostenido y sostenible.

 

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Maia Mindel

Economista (UBA). Bloguera en Some Unpleasant Arithmetic. En Twitter es @maiamindel.

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