PATRICIA BRECCIA
Mucho texto

#7 | De incomodidades y alegorías

Como dice Alberto Manguel, toda lectura es alegórica. Y está bien que nos resulten incómodas.

En la primera entrega de Mucho texto te conté que la caja de cambios de mi Aveo me había salido un ojo de la cara. Bueno, perdí el otro hace un mes con el tren delantero y dos cubiertas nuevas (no cuatro, como suelen llevar los autos, pero alcanzó hasta ahí).

¿Qué pasa ahora? Que el auto un día arranca y otro no.

Hoy se inclinó por la negativa.

Hace más de tres años que quiero cambiarlo y, después de hacer números, caemos en la cuenta de que no es el momento, mejor esperar. Así que estoy esperando el 142 para ir a la facultad. Media hora y sigue sin aparecer en el horizonte. El presente del relato es tramposo, como son todos los acá y ahora de la escritura, pero es un modo de dar cuenta de la temporalidad de este newsletter: en cuanto entrego uno, abro un documento nuevo en Drive en el que voy tirando cosas para el siguiente. Algunas quedan y otras caen con los días.

Mientras la parada del colectivo se iba llenando, me acordé de la decisión que tomé hace varios años: decidí que no soy pobre. La clase asignada no se condice con mi autopercepción. Tampoco mis ingresos. Empecé a escribir en la parada e imaginé seguir haciéndolo arriba para aprovechar el viaje.

Doy clases en La Siberia, la ciudad universitaria de Rosario (el nombre le quedó de la época en que la construyeron al lado del río –fría, alejada– y así quedó, aunque ya no quede a trasmano), tenía una hora y media más por delante y, recordemos, también una resolución tomada sobre mi estilo de vida. Claro que cuando uso la palabra pobre no es en sentido literal, ese que el diccionario del argentino exquisito reemplaza a veces por “humilde” o por “carenciado” o “persona de bajos recursos” o “sectores populares”. Tampoco me refiero a variables objetivas, esas que te dejan por encima o por debajo de la línea de pobreza, que se parece a una línea de flotación. Digo que ser pobre es no tener opciones.

El colectivo es la única opción para llegar a La Siberia, así que, cuando finalmente subí, intenté seguir escribiendo, aculanchada en un espacio relativamente libre del pasillo, hasta que no hubo más aire ni lugar y la realidad terminó de imponerse por sobre mi autopercepción.

No me gustan los autos, no quiero uno y, si pudiera elegir, optaría por no tenerlo. Un auto no cumple para mí ninguna función más que llevarme de un lugar a otro y eso tiene alternativas (bicicleta, taxi, avión, tren). Debería tenerlas.

No soy yo, es Argentina la que se quedó sin opciones. Hace años que renunció a tener un transporte público decente, que te permita movilizarte sin perder calidad de vida, incluso ganándola: menos estrés, comodidad, tiempo para leer, menos contaminación. Pero no, lleno de subsidios mal distribuidos, la opción acá es tomar un colectivo que cuesta 1100 pesos, bajar y tomar otro por 700 (1500 y 940 desde la semana próxima), viajar parada y amontonada, usar dos horas para hacer un viaje que en auto demanda 25 minutos.

Si el auto arranca, llegar a La Siberia es más fácil, más barato, más cómodo. No hoy.

Menciones. Llego a la facultad y en la clase del Taller de lectura y escritura se arma un debate que nace de una evidente incomodidad.

Estábamos leyendo y comentando comienzos de libros. Fuimos con el “Desocupado lector” del Quijote, con “Háblame Musa” de la Odisea, el “Llámenme Ismael” de Melville, siguieron “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento” de Cien años de soledad, “Al final ella muere y él se queda solo” de Alejandro Zambra y “Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Concéntrate”.

Con cada uno hablamos de literatura –¿qué tipo de narrador propone, cuánto sabe, qué oculta, anticipa algo de la trama, interpela directamente al lector, qué contrato de lectura propone?– hasta que leímos “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta” y dejamos de hablar de literatura.

El ruido de época, por usar la expresión de Ariana Harwicz en su nuevo libro y de la que también habla en la entrevista que dio a Seúl hace unos días, fue atronador. Así empezó el intercambio de opiniones.

Dice Harwicz en su libro: “Esta época lee mal porque lee desde la identidad”. No me convencen los diagnósticos sobre el buen o mal leer porque me hacen pensar en esas visiones sobre la lectura en términos de adecuación, como si pudiera haber una correspondencia entre lo escrito y lo leído. Igual, entiendo la declaración, precisamente por el ruido de esta época, pero bien/mal es una contraposición rara, que la misma Harwicz desmiente en su propia obra, incluido El ruido de una época.

Como la escritura, la lectura también puede ser desobediencia, evasión, un acto radical, salvación, locura, controversia. La lectura no es ni pasiva ni cerrada ni externa, ni siquiera posterior a los textos. Como dijo Oscar Wilde, el arte no refleja a la vida sino al espectador. En el caso de la literatura, a los lectores.

No pienso que mis alumnos leen mal. Lolita, en todo caso, está ahí como una superficie en la que descubrir el propio reflejo –el personal y el de época–, porque también eso son los libros: objetos ideales que ponen en juego el significado doble de la palabra reflexión, como proceso de pensamiento y como fenómeno físico.

Leo que la reflexión “es el cambio de dirección de una onda al entrar en contacto con la superficie (interfaz) que separa dos medios diferentes”. Si la superficie es lisa, brillante o pulida, tenemos esa sensación de correspondencia total, propia de los espejos; si la interfaz es desigual, la onda se refleja en diversas direcciones. Así son los libros, interfaces rugosas que nos reflejan, sí, pero de manera múltiple, difusa, caótica.

Sé que suena ñoño pero lo creo de verdad: los debates son interesantes y necesarios, y la universidad es (todavía puede serlo) uno de los lugares ideales donde darlos. Veremos qué pasa en las semanas siguientes y cómo avanzamos en las preguntas sobre la lectura y la escritura, sobre la literatura como arte, sobre las ansias de límites para lo que se puede o no se puede decir, sobre las convenciones, las épocas y las incomodidades.

Favoritos. Estuve leyendo El escritor y la política, un libro que recoge cinco artículos y tres charlas para la radio que George Orwell escribió entre 1940 y 1948. En cada uno de ellos se hace evidente la complejidad de las relaciones entre política y literatura, el autor le escapa a las simplificaciones y está atento al contexto histórico que le toca vivir, unos años altamente convulsionados que parecen dejarlo a veces al borde de la contradicción.

En “Las fronteras entre el arte y la propaganda” habla de la actualidad de la literatura inglesa, es 1941, y de lo que venía pasando desde hacía más o menos diez años. Su observación es la siguiente: los años ‘20 estuvieron marcados por escritores que enfatizaron lo técnico. T. S. Eliot, Ezra Pound, Virginia Woolf, James Joyce eran artistas preocupados por la forma; las innovaciones literarias eran para ellos mucho más importantes que cualquier implicación moral, filosófica o política que pudiera contener su trabajo. Los tenía sin cuidado. Y, aunque esos años fueron los más elocuentes, eso venía siendo así por décadas: “casi todo europeo entre 1890 y 1930 creyó tácitamente que la civilización perduraría”.

¿Qué pasó en los ‘30? Terminó lo que Orwell llama “el dorado atardecer de la era capitalista” que no había sido interrumpido ni siquiera por la Revolución Rusa y la Gran Guerra. “Los escritores que devinieron de 1930 vivieron en un mundo en que no sólo la propia vida, sino el entero esquema de valores propios era constantemente amenazado. En dichas circunstancias la laxitud era imposible. No se podía adoptar interés puro en la afección aniquiladora, y no se podía desapasionarse por el hombre que cortaba las gargantas”.

En síntesis, se fue todo al carajo. No hubo más lugar para el purismo literario, los libros se confundieron con los panfletos y todos cayeron en la cuenta de que los juicios estéticos están dictados por los prejuicios y creencias. La preocupación de Orwell era que los jóvenes escritores, a inicios de los ‘40, estaban atando sus mentes a la disciplina política y olvidados del arte.

“Muchos, alrededor de 1939, descubrieron que en realidad no podían sacrificar la integridad intelectual movidos por credos políticos –o al menos no podían hacerlo y seguir siendo escritores–. El estético escrúpulo no basta, pero la política rectitud tampoco”.

Son varios los artículos en los que se pregunta y discute cosas en el mismo sentido. El problema que tuvo Orwell es que después se convirtió en cliché. Los dos libros que le dieron plata y fama corrieron la suerte de las obras reducidas a alegorías: Rebelión en la granja y 1984. Para colmo, hay un Orwell para todos los gustos –el antiimperialista, el socialista, el libre pensador, el anarquista– y como cita fácil, aun sin haberlo leído.

Es como si fuera de dominio público. ¿Sos sensible a las cámaras de la policía? Podés citar al Gran Hermano de Orwell contra la ubicuidad tecnológica y el poder de vigilancia mientras reclamás más estado presente. ¿Te molestan los zurdos colectivistas socialistas? Ahí tenés el Manifiesto comunista satirizado como los Mandamientos del animalismo de Orwell.

Como dice Alberto Manguel, toda lectura es alegórica, si tenemos en cuenta que en la literatura siempre hablamos figuradamente. No hay sentido literal posible. Y, sin embargo, ese puede ser el riesgo de los textos explícitamente alegóricos, es como si vinieran con instrucciones de lectura, simulando ser espejos pulidos y brillantes en los que se refleja algo exterior a la escritura.

Comunidades. Extraño fenómeno, el de las efemérides en redes y medios. Ayer le tocó a Kafka porque se cumplieron 100 años de su muerte. Como pasa en los grupos de WhatsApp con los cumpleaños, fueron llegando, uno tras otro, los saluditos junto a las mejores frases, qué significa el adjetivo kafkiano, las cartas, el diario, el top five de sus libros.

Pasalo lindo, Franz, y nos leemos en quince días.

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Andrea Calamari

Doctora en Comunicación Social. Docente investigadora en la Universidad Nacional de Rosario. Escribe en La Agenda, JotDown, Mercurio y Altaïr Magazine.

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