Partes del aire

#55 | Nuestro monstruo interior

No somos, ni como personas ni como sociedades, tan racionales como creemos.

Estuve toda la semana alternando entre Turning point, la excelente serie documental de Netflix sobre la rivalidad nuclear entre Estados Unidos y Rusia, y El mago de Kremlin, la novela de Giuliano de Empoli sobre un poderoso y misterioso asesor de Putin. Hubo momentos en los que se me mezclaban la ficción y la realidad: cuando recordaba una frase sobre la perfidia de Estados Unidos no sabía si la había visto en el documental, en algún discurso de Kruschev o de Putin, o si la había leído en el largo monólogo de Vadim Baranov, dramaturgo convertido en propagandista, ventrílocuo de las peores pasiones rusas.

Eso es lo mejor que tiene la novela: transforma en atractivo –y, por lo tanto, convincente– el relato paranoico y resentido de la Rusia que demanda respeto aun si no lo merece. Al final el libro se estanca, se deshilacha y se apaga sin mayor atractivo, pero sus dos primeros tercios son fascinantes, y uno por momentos se siente tentado por su épica realista y cínica: “Nosotros somos unos bandidos, pero no vendemos otra cosa”, parece decir Baranov. “Ustedes, en cambio, se dicen ángeles liberales, pero también son unos bandidos”.

El documental intenta ser imparcial, pero no puede evitar emocionarse con la caída del Muro de Berlín y los gritos de “libertad” de alemanes, lituanos y ucranianos, libres ahora como individuos y para sus países. Treinta años después, sin embargo, ¿qué queda de aquel entusiasmo? Los únicos europeos entusiasmados con la Unión Europea de la prosperidad y la tecnocracia son los ucranianos, porque no la tienen. Y los inmigrantes, que tampoco. Del lado de adentro, la energía política la tienen los populistas o los islamistas: el resto –Bruselas, los medios, los partidos tradicionales– mira como encogiéndose de hombros, sin respuesta ni proyecto. Los europeos ya son ricos y libres, cumplieron su proyecto. ¡Bien! ¿Y ahora?

Los europeos ya son ricos y libres, cumplieron su proyecto. ¡Bien! ¿Y ahora?

En esto pensaba ayer cuando me crucé con la entrevista de Tucker Carlson, ex conservador, ahora propagandista anti-Occidente, con Alexander Dugin, filósofo nacionalista ruso, favorito de Putin, admirador de Perón, fervoroso anti-liberal, autor de frases horribles sobre la guerra de Ucrania. Y aun así me quedé escuchando, porque tiene carisma y porque su diagnóstico era parecido. El éxito del liberalismo en estos siglos, pero sobre todo desde mediados del siglo XX, dice Dugin, fue quitarnos todas las identidades que no habíamos elegido: la primera, la religión. Después la familia, la comunidad, el patriotismo. Entregamos todas en el altar de la libertad: pasamos de un individuo esclavo a un individuo emperador. Ya somos ateos, cosmopolitas, compramos lo que queremos, nos acostamos con quien queremos, dejamos de tener hijos, definimos nuestras personalidades en las redes sociales. Y no sabemos qué hacer con tanta autonomía.

En las películas de Hollywood, dice Dugin, no hay fantasías sobre volver a una vida más simple, a familias y sexualidades tradicionales, de respeto a la autoridad y las tradiciones. En Hollywood todavía manda el “sé tu mismo”, “persigue tus sueños”. Es así. El otro día vimos Luca, película reciente de Pixar, apta para todo público, cuyo objetivo principal es arrancar al protagonista de su identidad como monstruo marino y permitirle incorporarse a la sociedad exitosa de la educación y la ciencia en la gran ciudad. Y nosotros hinchamos por Luca, hacemos fuerza para que deje atrás a su familia y su cultura y sea más parecido a nosotros. Cuando lo logra, nos emocionamos.

Por eso dice Dugin que estamos perdidos y que por eso nos molesta la Rusia de Putin, porque no participa de ninguna de estas fantasías. En Rusia hay autoridad, hay patriotismo, hay religión y hay familia: no queremos ser como ustedes, dice Dugin. Y eso nos jode. Es convincente, y no le falta razón en algunas cosas, pero su argumento tiene la debilidad clásica de que sólo lo dicen quienes creen que van a estar a cargo de mandar, de organizar “la comunidad organizada”. Lo mismo pasa con El mago del Kremlin y la mayoría de los intelectuales seducidos por variantes totalitarias: creen que las duras reglas de la sociedad imaginada no se aplicarán a ellos, porque serán parte de la vanguardia. Dugin y Baranov sostienen que los rusos son felices en sus pequeñas vidas patriotas, religiosas y obedientes: pero no las elegirían nunca.

En 2022 Dugin vino a dar unas charlas a Argentina, invitado por la CGT. Habló una tarde en la Universidad de Lomas de Zamora en una mesa donde el moderador era Julio Piumato. “Las ideas de Perón son tan universales, tan geniales, son tan parecidas a los sueños de los patriotas rusos que puedo ver mi identidad y mis valores reflejados en ellas”, dijo en un momento. “Perón es el profeta ontológico, el ejemplo a seguir por todos los jefes de Estado. La Comunidad Organizada es la respuesta”. Los exégetas de Dugin dicen que todo esto es importante por sus consecuencias geopolíticas, pero a mí la geopolítica me interesa poco.

A mí me interesa porque me obliga a hacerme preguntas sobre por qué vengo militando por una sociedad abierta y liberal, basada en la convivencia y el pluralismo.

A mí me interesa porque me obliga a hacerme preguntas sobre por qué vengo militando por una sociedad abierta y liberal, basada en la convivencia y el pluralismo: ése es el proceso liberal, el liberalismo como máquina, como herramienta, como manual de instrucciones. ¿Pero para llegar a dónde? No sé si hace falta una respuesta, pero me lo pregunto igual. Y también me interesa esto de Dugin porque, creo, revela algo central de la resistencia del peronismo al mundo globalizado triunfante: no es algo geopolítico, es algo más profundo, sobre qué es más importante, si la comunidad o el individuo. Sobre qué es una vida bien vivida: si el secreto está, como creemos los liberales, dentro de uno mismo y debemos bucear en lo más profundo de nuestra individualidad hasta encontrarla; o si el secreto de la buena vida está en la solidaridad (religiosa, sindical, barrial), en respetar a la autoridad, a la patria y a los mayores, con pocas expectativas personales más allá de ser un buen compañero.

Me despido con un párrafo sobre Bebé Reno, miniserie de Netflix que estamos viendo todos, porque tiene que ver con lo que venía diciendo. Arranca con un joven burgués de país rico cuya frustración principal es no ser un artista exitoso. Si no puede cumplir sus sueños, ¿qué sentido tiene vivir en una sociedad libre? Irrumpe en su vida una mujer de bajo status social –gorda, loca, gritona–, que empieza a acosarlo. Es un modelo clásico del cine: el protagonista es nuestro embajador, hace de nosotros, de la normalidad interrumpida. Y así parece que va a ser Bebé Reno hasta más o menos la mitad, cuando se transforma en otra cosa. La obsesión por el éxito expone al protagonista a la caída y el abuso y empieza a ver que la mujer, su acosadora, a la que despreciaba y temía, no es tan distinta de él. Hay algo en ella que lo alimenta y le revela que todos somos más complicados de lo que creemos, especialmente los que nos creemos normales.

¿Cómo voy a unir esto con lo anterior? Así: las sociedades ricas y democráticas se creen racionales, están orgullosas de sus éxitos y sus instituciones, pero conviven con una corriente profunda de oscuridad y resentimiento a la que prefieren esconder, pero a veces sale a la luz. Las dos partes son verdaderas. Una nos gusta más, lógicamente. Pero toda Canadá esconde su Rusia. La diferencia es que Rusia es más honesta al respecto.

Saludos! Hasta el jueves que viene.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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