Partes del aire

#57 | Los ’90, la última década

Qué tuvieron de especial aquellos diez años que fueron como tres décadas en una.

El otro día, la polémica por la instalación del busto de Carlos Menem en Casa Rosada derramó, otra vez, hacia una nueva evaluación de los ‘90. ¿Fue una buena década? Para empezar, fue una década, con su propio espíritu y su propia banda de sonido, mucho más de lo que pueden presumir sus colegas más recientes. Por alguna razón, desde el cambio de siglo perdimos la saludable y jugosa tradición de atrapar épocas en los márgenes arbitrarios de períodos de diez años: todos sabemos de qué hablamos cuando hablamos de los ‘60 (hippies, optimismo, Beatles), los ‘70 (violencia, inflación, punk) y los ‘80 (destape, hombreras, clics modernos).

También lo sabemos, especialmente en la Argentina, sobre los ‘90: turismo por Miami y mochilas por Europa, pizza con champán, AMIA y la Embajada, los Redondos y los Cadillacs, Gente y Caras, countries y villas, chabones de pelo largo, me cortaron las piernas, mayoría automática, modelos top en Punta del Este, multinacionales y privatizaciones, dólar barato y tarifas caras, Xuxa y Yabrán, consumo y desempleo, La TV Ataca y Videomatch.

¿Por qué no hubo “décadas” después? No lo sé. Se me ocurre una explicación banal fonética (no apareció un buen nombre para llamar a los años ‘00 o los ‘10) y otra más profunda pero inchequeable: la difusión de Internet, que aplasta el tiempo y el espacio, fragmenta el espíritu de cada época en mil pedazos. Ya no hay una época, sino infinitas: todos los estilos, todas las modas, todos los géneros musicales conviven, se remixan, se rescatan, se olvidan. Vivimos adentro de todas las décadas y de ninguna al mismo tiempo. Ni los gringos, campeones mundiales de ponerle etiquetas a cada cosa que se repite tres veces, pudieron bautizar estas décadas: lo intentaron con la del ‘00 con aughts o aughties, pero no prendieron.

Quizás por eso sentimos emociones fuertes por los ‘90: porque son la última década. En mi caso personal, además, me agarró de los 16 a los 26, muchos de mis mejores recuerdos son de esos años, la empecé en un pupitre de San Isidro, perdido y desganado, y la terminé en un escritorio de la redacción de El País, en Madrid, a pesar de todo igual de perdido y desganado. Nunca más mi vida iba a cambiar tanto en tan poco tiempo. ¿Quién podría hacerme censurar los ‘90 cuando les debo buena parte de lo que soy y escribieron las notitas de mi educación sentimental?

En Argentina, además, tenemos grabados los ‘90 porque combinan la potencia de tres décadas en una, superpuestas casi perfectamente: está la década de Menem (1989-1999), la década en sí (1990-2000) y la década de la convertibilidad (1991-2001). Cuando la gente habla de “los ‘90” puede estar hablando de cualquiera de las tres cosas, pero todos sabemos qué está queriendo decir, porque los tres niveles están fusionados. Eso la transforma en una década larga, una década de 12 años, separada del pasado y del futuro por dos fogonazos: la hiperinflación y la caída del uno-a-uno. Por lo tanto, la potencia de los ‘90 no se debe sólo a que fueron tres en una o que es la última en su categoría: también está encapsulada, con límites precisos antes y después, aislada del resto de nuestra historia reciente, una isla nítida de símbolos y metáforas, casi un experimento social, muy fértil para escribirla y leerla como un libro.

Otro encapsulamiento de la década es que sus valores y consensos eran minoritarios un día antes de su nacimiento y quedaron obsoletos un día después. Durante mucho tiempo fue una década impopular: desde su estertor final, en diciembre de 2001, y durante varios años, los ‘90 estuvieron cancelados, acusados por el nuevo sentido común no de ser una cápsula, o un paréntesis, sino una fractura entre un (fantasioso) país próspero anterior y uno despiadado después. La estabilidad monetaria, la apertura económica, el cosmopolitismo, el progreso individual, que parecían haber alcanzado cierto consenso, quedaron desacreditados inmediatamente. Néstor Kirchner construyó su candidatura y su mandato, más que en una visión propia, en oposición a los ‘90. Buena parte de su política macroeconómica, su política de derechos humanos y su política energética (catastrófica), por ejemplo, sólo encuentran unidad en su rechazo a lo que el clima de época percibía entonces como noventista.

Esto, por supuesto, ha perdido fuerza. Los elogios de Milei hacia Menem son parte de un proceso (no su motor) que se viene descongelando hace tiempo, incluso dentro del peronismo no kirchnerista, y que viene empujado, me parece, por el triple fenómeno del paso del tiempo, que todo lo cura, por una nostalgia idealizada (como toda nostalgia) de un pasado mítico tras los fracasos posteriores y, también, por el cambio del sentido común en algunas de las ideas económicas de los argentinos que impulsó el ascenso de Milei. Después de 20 años de inflación alta, Menem tuvo licencia para hacer lo impensable; después de casi 20 años de inflación alta (otra vez), Milei la vuelve a tener.

Este descongelamiento de los ‘90 no había arrancado en 2016, cuando ganó Cambiemos y le dio (nos dio) timidez decir que estábamos de acuerdo con algunas de las reformas de esa década. No con la corrupción y la manipulación de la Justicia, a las que podíamos oponernos sin problemas, pero sí con la apertura, la desregulación, la reforma del Estado, la ambición reformista. El clima social no estaba listo y nuestros aliados habrían pataleado, pero tampoco lo intentamos. Macri hablaba poco de Menem y nada de Cavallo, que seguía proscripto.

Justamente una de las cosas que me gusta de este nuevo acercamiento a los ‘90, menos prejuicioso y más sensato, es la recuperación de la voz de Cavallo, que ha vuelto a participar (positivamente, en mi opinión) de la conversación pública. Cuando vivía en Estados Unidos lo entrevisté dos veces (en 2007 y 2011), la primera para un libro, la segunda para La Nación, y encontré entonces a un tipo todavía acogotado por el pasado: casi no podía hablar de otra cosa que de esos meses fatales de 2001 cuando quiso rescatar a un gobierno y un régimen monetario a esa altura irrescatables. El Cavallo de estos años (volví a entrevistarlo en 2021, para Seúl) recuperó el sentido del humor, disfruta del nuevo reconocimiento de su figura y eso le permite no estar más a la defensiva. (Recomiendo la larga charla que tuvo en estos días en el podcast de Guillermo Laborda).

Para mí los ‘90 fueron espectaculares, pero porque tenía 20 años: iba a fiestas y a recitales, tocaba la batería en una banda, jugaba al fútbol tres veces por semana, tengo más recuerdos de esos años que de muchos que vinieron después. Además, y esto es muy importante, estaba del lado de adentro. Los ‘90 fueron una década donde estuvieron muy nítidos (demasiado nítidos) los límites para los que estaban adentro y los que estaban afuera: los que estaban adentro los disfrutamos, los que estaban afuera –lo que la ciencias sociales empezaron a llamar, con éxito, los “excluidos”– los sufrieron. Mi viejo la empezó adentro y la terminó –tan ‘90 que duele– con un retiro voluntario y pocas opciones laborales pisando sus sesenta. Mientras tanto, sueldos altos en dólares si estabas adentro; desempleo sin ayuda para los que se iban quedando afuera. El rumbo era correcto y era popular –la convertibilidad ganó en primera vuelta en 1995 y 1999–, pero la transición iba dejando heridos.

En 2002 le preguntaron a Margaret Thatcher cuál había sido su mayor éxito. “Tony Blair”, respondió. “Forzamos a nuestros rivales a cambiar de opinión”, en referencia al joven primer ministro progresista que había mantenido buena parte de sus reformas de mercado. El mayor fracaso de los ‘90, y Menem es culpable principal de esto, es no haber dejado un peronismo ni una clase política ni una sociedad convencidos sobre los beneficios de la estabilidad económica, el crecimiento y la economía abierta. Apenas se esfumó su gran truco, la convertibilidad, no quedó nada. Puro humo: como si todo lo demás no hubiera existido.

Por eso es importante no sólo estabilizar la economía e iniciar un nuevo régimen macroeconómico. Milei debe lograr eso (que ya sería una hazaña) y lograr, además (doble hazaña), que el peronismo, la clase política y la sociedad lo compren para siempre. Si el ajuste no lo sobrevive, no habrá servido de nada: no tendrá época ni, aunque ya no las llamemos así, “década”. Quiero que en 2032 le pregunten a Milei cuál fue su mayor éxito y responda: “Kicillof. Forzamos a nuestros rivales a cambiar de opinión”.

¡Gracias! Hasta el jueves que viene.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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