“No son tiempos para librepensadores. Hay que hacer lo que las autoridades dicen que hay que hacer. El saludable acto de la duda cede hoy ante el palpable dolor de las muertes producidas y las que se pueden producir. La vida es un eterno elegir entre dos cosas. Mi derecho a moverme por las calles colapsa ante el derecho mío y de todos, dije ‘de todos’, de seguir viviendo. Es hora de hacer honor a aquel viejo eslogan y seguir a los que saben y saben que saben.”
Luis Novaresio
“No son necios, son hijos de puta”, Infobae, 19-03-2020
“Los que viajan en barco o avión hacia una cuarentena VIP, las largas colas en el ramal pilar de la Panamericana, los que se fueron a la Costa, los librepensadores, no terminan de comprender que con sus acciones están votando en contra. Paradojas del sistema democrático donde las libertades individuales son sagradas, son ellos los que nos están llevando a que el insumo no descartable sea el estado de sitio.”
Diego Sehinkman
“¿Encierro o semiencierro? El peligro de los librepensadores en tiempos del coronavirus”, TN, 21-03-2020
Para el periodismo, la pandemia fue una enorme oportunidad pero manchada por la tentación. La oportunidad era que se presentaba un evento único que implicaba conocimientos diversos: estadísticas y probabilidades, medicina y biología, sociología y política; todos esos pares confluyendo en la trayectoria país por país de un puñado de nucléotidos recubiertos por una membrana puntuda. Era una tarea ideal para un generalista –algo que el periodista debería ser–, alguien que tuviera la capacidad de mirar varias cosas al mismo tiempo, sin la profundidad del especialista en cada una de las áreas pero con la posibilidad de integrarlas en una mirada abarcadora. Era la oportunidad de brillar, de buscar y proveer información precisa y de no dejarse arrastrar por la anécdota particular cuando las consecuencias relevantes para la población se medían estadísticamente.
Sin embargo, con la enfermedad llegó también la tentación. Como le pasó a Jesús en el desierto, la tentación no fue una, sino varias. La diferencia fue que el periodismo venció a la tentación sucumbiendo de lleno en sus brazos.
Principalmente las tentaciones fueron tres: sumarse a un coro unánime elevando su voz por sobre todas las demás pero cuidándose de no contradecirlas, erigirse en juez de los ciudadanos y, por último, priorizar por su repercusión a las noticias negativas.
A lo largo de marzo de 2020, lo que primó en la sociedad fue el miedo. Las noticias que vinieron en febrero de China llamaron la atención de pocos. Cuando se desató el caos en Italia, la ecuación se invirtió y todos se alarmaron ante los relatos pavorosos que venían de la Lombardía. La ansiedad impulsó a la gente a pedir que cerraran las escuelas y, una semana después, a celebrar la decisión de la cuarentena extendida y estricta. Las directivas oficiales se iban tomando desde la presión de la sociedad, y es probable que ningún otro político a cargo del gobierno en la Argentina hubiese podido tomar otro curso de acción.
Casi todo el periodismo hizo causa común con la clase política y, de la misma manera en que se mostraban juntas las autoridades de la Nación, provincia de Buenos Aires y de la Ciudad de Buenos Aires, los medios se encolumnaron detrás del consenso de la sociedad y de las disposiciones oficiales de una manera tan unánime y acrítica que varios recordaron los días de la guerra de Malvinas.
Las dos citas que encabezan esta nota son muestra clara del clima de época. No se trata de dos periodistas talibanes de un canal oficial. Por el contrario, son dos colegas moderados que habitualmente critican con argumentos e información a los distintos oficialismos. La coincidencia en pedir que no haya “librepensadores” es reveladora. De arriba a abajo y de abajo a arriba, se pedía unanimidad y acallar voces disidentes. El decurso de los acontecimientos demostró –una vez más– que nunca no es momento de librepensadores. Es un concepto que pueden expresar personas como Aldo Rico, Gómez Centurión o Sergio Berni, pero no un periodista.
La parábola de Sarita
De la necesidad de que no hubiera disidentes visibles se pasó a la segunda tentación: la de convertirse en jueces de la sociedad. El discurso de los medios se simplificó con la fórmula que dice que en una pandemia el virus castiga a los que se “portan mal” y beneficia a los que se “portan bien”. Para el logro final de derrotar al contagio era importante señalizar a los descarriados. La mayoría de los programas de televisión persiguió y puso la mira en quienes no estaban acatando las reglas o que incluso cumpliéndolas irritaban de alguna manera a los comunicadores: de los que congestionaban el único carril abierto de la Panamericana volviendo de trabajar a casos puntuales como el surfer, Sarita tomando sol en la plaza y, más adelante en el tiempo, los runners y los jóvenes que salían de noche o los bañistas de playas y balnearios. Lo más notable era que aquellos que juzgaban a quienes no respetaban celosamente el encierro –políticos y periodistas– estaban exceptuados del mismo y tenían un certificado que les permitía circular y trabajar.
La mayoría de los programas de televisión persiguió y puso la mira en quienes no estaban acatando las reglas o que incluso cumpliéndolas irritaban de alguna manera a los comunicadores.
El caso más paradigmático fue el de Sarita, la señora de 83 años que cruzó avenida del Libertador el 21 de abril para tomar una hora de sol en un parque desierto. Prontamente fue rodeada de policías de la ciudad de Buenos Aires y movileros que la acosaron hasta que tuvo que volver a su casa bajo amenaza de ser detenida. En términos médicos, el episodio tuvo ribetes dignos de los Hermanos Marx. No solo el único momento de probabilidad de contagio fue provocado por los periodistas y las fuerzas de seguridad al acercarse innecesariamente a la mujer sino que el consenso médico indica que la vitamina D, estimulada por la energía solar, tiene una influencia benéfica enorme en el sistema inmunitario. En definitiva, una mujer anciana, sin molestar a nadie en particular, desobedeció una orden absurda y sin sustento médico para realizar una actividad que mejoraba sus defensas mientras éstas eran potencialmente atacadas por gente que la perseguía con cámaras o la amenazaba con la cárcel.
El episodio es representativo de un año completo de televisión. En algún momento, los periodistas no solo consideraron que tenían el derecho de juzgar a la población sino el deber de hacerlo, que su contribución a la salud pública era señalar con el dedo a quien se atreviera a mostrarse en público en playas, restaurantes o plazas. Lejos de consignar el hecho o tratar de explicarlo –que es toda la tarea que el periodismo tiene por delante–, les pareció que era necesario hacer consideraciones morales sobre las conductas de personas que estaban atadas a restricciones que a ellos no se aplicaban. Y no eran pocos los espectadores que compartían ese espíritu inquisidor.
Para el periodismo, la noticia es que el hombre muerda al perro, no la inversa. Sin embargo, en una pandemia, la información relevante debería haber sido lo contrario: lo que realmente importaba era lo que tenía significación estadística, no anecdótica. Las excepciones pasaron a dominar la información pero como a los consumidores no se les advertía si se trataba de casos particulares o riesgos generalizados, las noticias tremendistas contribuyeron al pánico general.
De esa manera, se sucedieron sin contexto ni relativización notas que hablaban de secuelas, de reinfecciones, de niños afectados, de gente saludable que moría en medio de indescriptibles horrores, de la amenaza del virus en pisos, pasamanos y hasta helados (literal) e incluso el cálculo de la probabilidad de contagiarse en la cena de Navidad dependiendo del barrio en que se realizara la reunión.
Las excepciones pasaron a dominar la información pero como a los consumidores no se les advertía si se trataba de casos particulares o riesgos generalizados, las noticias tremendistas contribuyeron al pánico general.
La forma de presentar la información diaria suministrada por el ministerio de Salud seguía los mismos parámetros. Los números se tiraban en bruto, sin ponerlos en la perspectiva de cómo se daba el crecimiento. “Se alcanzó un nuevo récord” era un favorito de los meses en que subía la pendiente de la curva (lógicamente, el récord se batía cada día), aunque no se especificaba si el aumento de ese día era un porcentaje menor que los anteriores (indicando un freno al aumento) o a la inversa.
Por otra parte, el único parámetro numérico relevante provenía de los derivados del sistema decimal. “Se superó la barrera de los…” y después venía una cifra con varios ceros, cien al principio, mil o cien mil más adelante hasta el venerado millón. No existía ningún umbral sanitario en la cifra redonda: era una fantasía que permitía sumar preocupación innecesariamente. Provocar miedo de manera continua e indiferenciada no suma a la hora de que la ciudadanía asuma sus responsabilidades evaluando el riesgo común sino que paraliza y destruye la confianza en la información, desmoraliza, al mismo tiempo que hace perder el valor de cada dato.
Si esta práctica periodística se puede explicar en el afán de repercusión y en la escasa formación lógica y científica de buena parte del medio, no se puede decir lo mismo del “periodismo científico”. En su gran mayoría, se trató de una amplificación –a veces acompañada de celebración– de la palabra oficial. En otros casos se enfocaba en algún tema que estuviera presente en la agenda de discusión pública y se enhebraban algunas opiniones alineadas. Se elegían tres o cuatro científicos que invariablemente respaldaban la línea discursiva dominante (Rodrigo Quiroga, Ernesto Reznik, Jorge Aliaga y otros, quienes de acuerdo a las disposiciones generales mostraban datos a favor o en contra de barbijos, encierros y toques de queda) y con eso la nota quedaba escrita. El esquema se repitió hasta el hartazgo pero no solo en los medios afines al oficialismo sino también en los dos grandes diarios de circulación nacional.
Otra nota repetida era de tono celebratorio: los logros de la ciencia argentina, desde testeos hasta barbijos pasando por intentos de paliativos y vacunas. Todo presentado de manera triunfalista y sin poner en perspectiva que muchas de esas conquistas del conocimiento generado en nuestro país finalmente tenían pocas posibilidades de circular masivamente. Es fundamental que un país tenga una ciencia pujante e innovadora. Lo que no necesita el campo científico es un periodismo especializado adicto que celebre automáticamente los anuncios, como si del periodismo deportivo y la Selección de fútbol se tratara.
La cobertura de la pandemia y la cuarentena fue uno de los capítulos menos felices de la historia de nuestro periodismo. Hubo, como hay siempre, muy honrosas y no pocas excepciones, y además probablemente el problema haya sido, como el Covid, global. Lo cierto es que la falta de reflejos críticos y la mesura desaparecieron de la noche a la mañana y no dieron señales de retornar más allá de subas y bajas de la curva y si hubiera o no vacunas.
La segunda ola dará una nueva oportunidad. Se puede volver al análisis calmo de los datos, a reconocer que el conocimiento tiene límites y que navegamos en la incertidumbre, a priorizar las informaciones generales más allá de las anécdotas llamativas y pesimistas y a revisar las afirmaciones que implican números. Es probable, sin embargo, que en todo sentido la segunda ola se asemeje a la primera.
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