Se habló mucho, dentro y fuera de la campaña del miedo, de la amenaza a la democracia que representaba un hipotético triunfo de Javier Milei. El puntapié inicial lo dio antes de la primera vuelta un documento de intelectuales que imaginaba un polo democrático formado por Unión por la Patria y Juntos por el Cambio, que debía oponerse a La Libertad Avanza en cualquier balotaje. El grueso de la argumentación se centraba en una imaginada reivindicación de la dictadura por parte de Milei y sus candidatos, especialmente Victoria Villarruel. Se ponía en riesgo el “Pacto del ’83”, otra entente imaginada que también, oh casualidad, ponía al peronismo del lado de los buenos y lavaba su historia.
El argumento fue retomado por generaciones más jóvenes del progresismo y, durante semanas, Milei fue asociado a torturas, desapariciones, robos de bebés y Falcon verdes. Se confundió, en muchos casos deliberadamente, una narrativa distinta sobre la década del ’70 con una adhesión (o negación) del secuestro, la tortura y la muerte. No hay lugar para eso en la Argentina de 2023 y, en todo caso, la cuestión de la dictadura no está en la lista de problemas a discutir por parte de la ciudadanía.
La amenaza a la democracia venía por otro lado y, paradójicamente, era alimentada por el voto a Sergio Massa.
La amenaza a la democracia venía por otro lado y, paradójicamente, era alimentada por el voto a Sergio Massa, voto que los custodios del “Pacto del ’83” venían a alentar. En todos los discursos colectivos que circularon en las últimas semanas, protagonizados por agrupaciones de cineastas, escritores, clubes de fútbol, universidades e institutos científicos, había desaparecido totalmente la cuestión social. En todos esos casos, sus protagonistas, gente acomodada con recursos asegurados, decidía ignorar la emergencia económica, la inflación galopante y la pobreza incontrolable. María Antonieta no podría haber sido más indiferente al sufrimiento ajeno.
La amenaza real a la democracia era que el oficialismo lograra establecer un sistema de captación ideológica y dependencia económica tal que impidiera algo esencial al sistema como es la rendición de cuentas, la posibilidad de castigar mediante el voto a quien está haciendo las cosas mal, la alternancia. Si un candidato es, a la vez, ministro de Economía con resultados oprobiosos para las clases populares y estas no pueden castigarlo mediante su herramienta institucional, que es el voto, la democracia ya está vaciada.
Ahora viene otra cosa
Ese parecía el panorama luego de la primera vuelta, cuando Massa se alzó con un porcentaje sorprendentemente alto de los votantes, con la oposición fragmentada y débil, con Kicillof reeligiendo con plena comodidad, con la indiferencia en Lomas de Zamora ante evidencias obscenas de corrupción. El mayor generador de la pobreza, el ministro de Economía y candidato, mediante mecanismos muy poco democráticos como el uso de fondos públicos y la intervención en un partido ajeno para dividir a la oposición, estaba por burlar el accountability y estirar su mala praxis por cuatro años más. A ese mecanismo se sumaban las organizaciones que, vociferando defensa de la democracia, trabajaban para eternizar un sistema cuyas extrapolaciones presagiaban un modelo a la Formosa.
Si entre la tretas usadas por Massa para burlar el voto castigo estaba el de dividir a la oposición, hay que decir que la respuesta de Macri inmediatamente después de la primera vuelta, cuando la mayoría de la oposición estaba ocupada lamiéndose las heridas o buscando culpables, fue la correcta: volver a unirla, no a través de los dirigentes, sino a los votantes. Ese paso, más la incapacidad de Massa de esconder la realidad más allá de la retórica, incapacidad más expuesta en una entrevista periodística que en el debate, pusieron el límite necesario a la amenaza a la democracia más real y tangible que experimentamos estos días. Salvamos al voto castigo, la herramienta más noble e institucional que tiene la ciudadanía, salvamos la rendición de cuentas, salvamos el predominio de la realidad por sobre el relato alucinado. Lo que viene por delante es otra cosa, otra tarea, no menos complicada e ingrata.
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