La semana pasada, el Gobierno chileno publicó un documento de actualización del Plan Paso a Paso, como le llaman ellos a la estrategia integral para enfrentar la pandemia. En la introducción dice: “Considerando la experiencia sanitaria recabada desde el inicio de la pandemia, las experiencias locales y la necesidad de conciliar el manejo de esta pandemia con todos los aspectos de la vida de las personas, se realizó una actualización del Plan Paso a Paso en enero de 2021. En estos días, en que cerca de 13 millones de personas se han vacunado con al menos una dosis, el Plan Paso a Paso requiere una nueva revisión y ajustes, consistente con el carácter dinámico y flexible que una crisis de esta envergadura requiere. Esta actualización considera el avanzado proceso de vacunación, la educación de los estilos de vida y medidas de autocuidado, el fortalecimiento de la infraestructura sanitaria, el mayor conocimiento de la transmisión del virus, la estrategia de testeo, trazabilidad y aislamiento y una mirada multisectorial, con el propósito de equilibrar y ponderar mejor los distintos objetivos y necesidades del país”.
Estos párrafos expresan una mirada sobre la gestión de la pandemia basada en datos y, sobre todo, ponderan un enfoque abierto a la nueva evidencia para la reformulación de las decisiones de política pública. El documento citado se refiere a la reapertura de las escuelas para ofrecer clases presenciales todos los días, en todo el país. Con ese propósito, se revisaron y actualizaron los protocolos, priorizando la actividad escolar que, a partir de ahora, ya no estará sujeta al criterio de fases sanitarias. Además, se reiteran las pautas básicas de cuidado y, en cuanto al distanciamiento social, se estipula que será de un metro, acorde con los lineamientos de los Centros para el Control y Prevención de enfermedades de Europa y Estados Unidos.
Aquí no sólo escasean los datos, sino que cuando los tenemos, las decisiones políticas van en contra de lo que esos datos indican.
Los contrastes con el caso argentino son varios. Por una parte, la vocación por mantener actualizados los datos que informan la toma de decisiones y, por otra parte, la decisión clara de colocar a la educación como actividad esencial. Aquí no sólo escasean los datos, sino que cuando los tenemos, las decisiones políticas van en contra de lo que esos datos indican. Como se recordará, el DNU 241/2021 del 16 de abril estableció la “suspensión del dictado de clases presenciales y las actividades educativas no escolares presenciales en todos los niveles y en todas sus modalidades” cuando toda la información recolectada por el Estado mostraba que las escuelas no eran ámbitos de propagación del COVID-19, sino que, por el contrario, actuaban como un ámbito de detección de casos e interrupción de las cadenas de contagio.
Ese desprecio por los datos va acompañado de una profusa adjetivación del término “presencialidad”. Desde hace varios meses escuchamos del ministro Nicolás Trotta las expresiones “presencialidad cuidada”, “presencialidad administrada” o “presencialidad robusta”. Sólo recientemente arriesgó la noción de presencialidad completa. ¿Se hizo eco de la información y de los consensos de organismos internacionales? No, todo lo contrario. El ministro declaró en una entrevista con El Destape que la presencialidad completa depende del avance de la vacunación entre adolescentes y niños, lo cual, se estima, ocurrirá en 2022. Esa afirmación no fue acompañada de ningún argumento fehaciente. Entonces, ¿por qué debemos esperar a la vacunación de los chicos si está absolutamente probado que no constituyen población de riesgo ante el COVID-19? Ninguna autoridad competente respalda la idea del ministro Trotta y la posición de los organismos internacionales, como UNICEF y la OMS, ratifican la urgencia de asegurar el regreso a las aulas de todos los chicos sin otras condiciones que las medidas de mitigación ya conocidas y probadas.
Es llamativa la desidia con la que el gobierno argentino abordó el tema educativo. Desde la afirmación presidencial “las clases pueden esperar” hasta el contexto actual en donde se naturalizó que provincias enteras tengan las escuelas cerradas desde hace meses. Esa desidia es prácticamente negligencia si consideramos la actitud con la que se abordó la tarea de medir la catástrofe (las volteretas del ministro Trotta con respecto a las pruebas Aprender dan cuenta de ello). Ya transcurrieron 16 meses del DNU que suspendió por primera vez las clases presenciales, y no hay datos concretos de cuántos chicos volvieron a la escuela. Tampoco contamos con información cuantitativa sobre las pérdidas de aprendizajes y ni siquiera podemos saber cuántas escuelas están efectivamente abiertas. El último informe del Observatorio del Retorno Presencial a las Aulas mapea los distritos sin clases presenciales, pero no brinda precisiones sobre escuelas que permanecen cerradas por razones de infraestructura y, tan o más importante, no mide la frecuencia ni la duración de la jornada escolar. Parte de esta información fue relevada por los grupos de Padres Organizados mediante encuestas. Los resultados no sorprenden: hay una considerable brecha entre las escuelas de gestión privada y las de gestión estatal que perjudica especialmente a los estudiantes de las zonas más vulnerables. Chicos que asisten a escuelas con peores condiciones edilicias o con un plantel docente acotado que no pueden garantizarles una presencialidad acorde a sus necesidades.
El Estado no te cuida
Dentro de este contexto, hay dos aspectos del funcionamiento institucional que quisiera subrayar: primero, la acción endeble y deslucida de las defensorías de la niñez, especialmente de la Defensoría Nacional de Niños, Niñas y Adolescentes, agencia que se puso en funciones a principios de 2020 con la designación de Marisa Graham. En su presentación ante el Congreso, hace unas semanas, dijo: “Hubiera sido interesante una apertura o cierta presencialidad el año pasado”, pero “hubo un acuerdo del Gobierno y las provincias y lo respetamos”. Uno creería que la función de la Defensora no es respetar acuerdos políticos, sino velar por los derechos de niños y adolescentes, pero Graham parece tener una visión diferente de su tarea al frente del organismo.
Segundo, un aspecto que remite a las características de nuestro sistema federal y que resultó muy vapuleado en el transcurso de la pandemia. Como es sabido, la educación primaria y secundaria es competencia de las provincias y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero el gobierno nacional debe fiscalizar y garantizar que las autoridades provinciales cumplan con esa responsabilidad. En la redacción original de la Constitución de 1853, el artículo 5°, que nunca fue modificado, estipula que “cada provincia dictará para sí una Constitución bajo el sistema representativo republicano, de acuerdo con los principios, declaraciones y garantías de la Constitución Nacional; y que asegure su administración de justicia, su régimen municipal, y la educación primaria. Bajo de estas condiciones el Gobierno federal, garante a cada provincia el goce y ejercicio de sus instituciones”. En línea con esta tradición, la Ley de Educación Nacional sancionada bajo la presidencia de Néstor Kirchner dejó establecido que la educación es una responsabilidad “concurrente” de nación y provincias.
Estamos a mediados del ciclo lectivo 2021 y los pocos datos que se van conociendo confirman los peores pronósticos: más de un millón de chicos todavía no volvieron al aula.
¿Qué pasó con esa responsabilidad concurrente durante el último año de la pandemia? Me atrevo a decir que funcionó de manera inversa al espíritu de la norma. Mientras las autoridades provinciales avalaron el cierre de escuelas y la suspensión de las clases presenciales, el Ejecutivo nacional no tuvo nada para objetar. Por ejemplo, cuando en marzo, la gobernadora Alicia Kirchner decidió mantener la educación remota para todos los chicos de Santa Cruz, sin importar el contexto sanitario, ni el hecho de que todas las actividades estuvieran habilitadas, las autoridades federales se mantuvieron prescindentes. Al igual que cuando Gildo Insfrán decidió cancelar la reapertura de las escuelas en Formosa capital por tres casos aislados. La misma conducta asumieron cuando el gobernador de Catamarca, una de las provincias con menos días de escolaridad presencial, suspendió las clases en cuatro distritos el 5 de abril, a pesar de que los datos relevados por el Ministerio de Educación mostraban que la escuela no era un foco de contagios. En esas circunstancias, indefectiblemente, la autoridad federal respetó las autonomías locales. A la inversa, cuando la voluntad del Jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires fue mantener las escuelas abiertas, el presidente pretendió desconocer los preceptos constitucionales e imponer la suspensión de las clases presenciales en un territorio que carece de entidad jurídica, el dichoso AMBA. El voto de Rosenkrantz en el fallo de la Corte lo dejó claramente establecido: el impacto interjurisdiccional de las clases presenciales invocado por la Nación “es meramente conjetural”, ninguna evidencia sustenta esa noción y, por lo tanto, el presidente no tenía (ni tiene) potestad para tomar esa decisión.
Estamos a mediados del ciclo lectivo 2021 y los pocos datos que se van conociendo confirman los peores pronósticos: más de un millón de chicos todavía no volvieron al aula. ¿El gobierno nacional está dispuesto a modificar el enfoque con respecto a la escuela de acuerdo con la evidencia propia y a la experiencia internacional? ¿O vamos a seguir sujetos a las apreciaciones arbitrarias y las adjetivaciones profusas que agigantan la catástrofe social y educativa? Lamentablemente, las últimas declaraciones del ministro Trotta y el documento avalado por la mayoría de los integrantes del Consejo Federal de Educación indican que todavía no se ha tomado debida nota de los errores cometidos. La única actualización con respecto a las pautas que deben regir la actividad escolar es la recomendación de uso de detectores de CO2 en las aulas. Es decir, ninguna medida que les restituya a los chicos su derecho a volver a la escuela para recibir una educación gratuita y de calidad.
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