Los chicos están bien?”, fue la pregunta infaltable en los mates y cafés de las dos semanas de marzo en las que visitamos Argentina por primera vez desde que nos vinimos a Canadá. Mi respuesta siempre incluyó la anécdota de que cuando entramos a la casa de Buenos Aires, mi hijo menor (y sólo él) dejó las zapatillas a la entrada. Los otros recordábamos los hábitos de nuestra vida pasada, pero para él, que se fue con 6 años, sacárselas es la norma. “Los chicos están bien, tienen una capacidad de adaptación que los adultos a veces minimizamos”. Nuestros interlocutores suponían, acertadamente, cuál era el punto débil de la emigración. Quizás una joven veinteañera pueda decidir caer al sofá de una amiga en Barcelona mientras ve cómo se la va rebuscando, pero cuando uno tiene la responsabilidad de transplantar almácigos, debe acertar prácticamente en el primer intento. Los adultos tenemos la piel curtida y la vamos a terminar piloteando, pero ¿los retoños? El margen de error se achica muchísimo y sabemos que pasaremos los primeros años monitoreando si echan raíces sociales, si su follaje denota que están viviendo experiencias felices, si su rendimiento escolar florece y si sus copas se van moviendo con el viento de un nuevo (y forzado por nosotros) círculo social, e interviniendo de no ser el caso.
¿Pero acaso los chicos estaban bien en Argentina? La verdad que no. Notamos las consecuencias de la nefasta decisión de clausurar las aulas en 2020 cuando la teacher de primer grado de la Elementary School nos planteó que era inaceptable que nuestro hijo menor no levantara de la mesa, no guardara sus cosas o no limpiara después de comer. Mi Pobre Angelito adolecía de la autonomía que se aprende en preescolar, el año en que le dijeron #QuedateEnCasa a observar a las maestras jardineras por Zoom. No voy a decir que tomamos la decisión de mudarnos a British Columbia por esto, pero la actitud de la provincia frente a la pandemia fue un factor que revisamos con atención antes de venir. El dato: esta provincia nunca cerró las clases presenciales (salvo unas pocas semanas a principios de 2020) porque la epidemióloga a cargo de las decisiones tenía bien claro que cerrarlas les cargaba a los chicos una mochila que no iban a poder levantar en su vida, sobre todo a los más humildes. Quizás un motivo detrás del excesivo encierro en Argentina fue la preponderancia que se le dio a la visión de los infectólogos, acostumbrados a tratar cuerpos humanos, por encima de la de los especialistas en la sociedad en su conjunto, como los epidemiólogos.
“¿Cómo encontraste el país?”, me preguntaron en estas dos semanas de asados y abrazos.
“¿Cómo encontraste el país?”, me preguntaron en estas dos semanas de asados y abrazos. Viví cuatro décadas en Buenos Aires y un año afuera, por lo que la sensación fue que nunca me había ido, y que vivir entre montañas y lagos fue tan solo un sueño del que me desperté en mi cama porteña. La vi muy parecida a febrero de 2021, que no fue hace tanto tiempo. Pero “muy parecida” no es algo particularmente bueno, teniendo en cuenta que lo que no me llamó la atención fueron las vidrieras vacías, las persianas cerradas, y los ceros adicionales en los precios. Sí vi más movimiento en las calles, y algunos negocios nuevos, lo cual difiere de la situación pos-apocalíptica de nuestra partida. Disculpen que siga trayendo a colación el coronavirus, que ya fue, pero era parte de la banda de sonido de nuestra emigración y por lo tanto mi punto de comparación. El último abrazo con nuestras familias allá por febrero de 2021 nos lo dimos en la calzada vehicular de Ezeiza. En marzo de 2022 vivimos la normalidad de quedarnos un último ratito charlando en una confitería adentro de la Terminal A. Si “partir es morir un poco”, la despedida de este año fue al menos una muerte digna.
“¿Cómo están ustedes?” Estamos muy bien, gracias. La llegada fue accidentada, pero como cuando hacés ejercicio y te duelen músculos que no sabías que tenías, con los que hacés fuerza de una manera que no sabías que podías, la sensación fue de realización tras el mayor proyecto en el que me embarqué. Cómo no sentirme así: al principio todo es nuevo y mejor, todo está por descubrir, ¡lo lograste, macho! ¿Problemas? Hay, pero no son nada comparados con aquellos de los que escapaste. No hay manzanas como las de Río Negro, pero, ¿viste las uvas? Esta luna de miel dura aproximadamente seis meses, después de los cuales sobreviene el bajón del inmigrante. Las vicisitudes (la burocracia de algún colegio profesional, la dificultad de conseguir un buen empleo, el servicio de salud o el monto imprevisto de algunos gastos) empiezan a pesar mientras se va agotando la posibilidad de comparar con los problemas argentinos. Se acaba el “ah, pero Argentina”. Muy ricas las uvas, pero yo quiero manzanas. Hay que aguantar, porque de ese pozo salís, quizá mal pero acostumbrau a la nueva normalidad.
Yo no era sólo yo, era “el amigo que se fue”, un espejo terapéutico que forzaba a mis interlocutores a elaborar verbalmente la situación migratoria propia.
“¿Cómo la pasaste en Argentina?”. La pasé bárbaro y muy ocupado. Estaba de vacaciones y muchos amigos y familiares me querían ver, algo que sucede porque uno está de visita, nomás. Y algo que me llamó la atención es que yo no era sólo yo, era “el amigo que se fue”, un espejo terapéutico que forzaba a mis interlocutores a elaborar verbalmente la situación migratoria propia. Lo relativamente bien que están en Argentina, o lo mal que están pero las circunstancias de la vida (familiar, profesional) que los atan al terruño. Sin ningún tipo de incitación por mi parte, que quede claro, porque ni se me ocurre decirle a otro lo que tiene que hacer con su vida, pero además no pienso que todo el mundo se tenga que ir. Esto no es para todos. Cada uno debe buscar su felicidad, donde sea. Irse es difícil, pero quedarse también, ¿o no? En ninguna de las dos alternativas uno está eligiendo la solución fácil. Lo que sí recomiendo siempre es ampliar los grados de libertad, es decir, moverte de manera que tu yo futuro tenga más alternativas que tu yo presente. Eso se puede lograr aquí, allá o acullá. Ninguna sociedad es perfecta, y al emigrar uno no elige vivir en un país sin problemas sino qué tipo de problemas quiere tener.
La distancia también permite elegir sin culpa qué llevarse del “ser nacional”. Descartar lo irritante y llevarse (para uno y para su descendencia) lo destacable. Yo me llevo una muestra de nuestra cultura (curada por el filtro de mis gustos), el idioma (para mí y para mis hijos) y, en particular, la forma “amiguera” de ser, esa capacidad de establecer relaciones profundas y veloces que, creo, se debe a que en cuestiones de vínculos somos italianos hispanoparlantes.
Cuando volvemos al terruño, los argentinos solemos consumir servicios que en los países desarrollados son caros, como médicos, dentistas, masajistas, peluqueros, largo etc.
“¿Paseaste mucho?”. No, casi nada. El tiempo que no estuve con gente lo ocupé con tareas varias. Habrán escuchado que cuando volvemos al terruño, los argentinos solemos consumir servicios que en los países desarrollados son caros, como médicos, dentistas, masajistas, peluqueros, largo etc. En mi caso también aproveché para contratar otros más atípicos, como la digitalización de medios. Emulando a Marie Kondo, revisé todos mis álbumes de fotos, tiré un 60% a la basura (porque no tenían valor emocional o porque tenían demasiado, en sentido negativo) y al 40% restante también lo tiré pero primero lo llevé a escanear. También digitalicé más de 20 cassettes VHS y rollos de Súper 8 de mis padres, descartando luego todos los soportes físicos. Recomiendo mucho este marikondeo, no sólo porque hacer lugar físico despeja la mente (mi viejo dormitorio quedó reluciente) sino porque revisando uno encuentra joyas que quiere y debe compartir con los familiares y amigos cuando todavía están entre nosotros. Dicho y hecho, ahora todos tienen acceso a ellos desde la nube digital. Basta de átomos, los bits al poder.
Y no sólo de servicios vive el hombre. Aprovechando el tipo de cambio ligeramente favorable consumí lo típico: carnes, helado, pizza, yerba, vinos y golosinas (todo se consigue afuera, pero a precio dólar). A su vez, me traje los que no se consiguen, como ciertos remedios recetados y algunos de venta libre (siempre recomiendan traerse algunos remedios hepáticos cuyas marcas comerciales evitaré mencionar). Yo agregué trapos rejilla, trapos de piso (su equivalente acá no me convence) y algunos consumibles deshidratados de alto valor por gramo como azafrán, pimentón y jugos en polvo. Por último, estaba ansioso por conseguir algunas prendas de vestir de telas y cortes que –al igual que el helado ultracremoso– solo se siguen haciendo en Argentina. Aparentemente no soy el único: la que me vendió los 17.000 pesos de ropa interior me confió que tiene varios clientes emigrados que cuando visitan Argentina se llevan medio local. Y basta, porque hay que dejar lugar para los paquetitos que nos encargan los amigos, favores que uno mismo ha pedido y pedirá. Forever ekekos.
Los que nos fuimos siempre estaremos llevando y trayendo paquetes porque siempre estaremos volviendo. Hay muchos abrazos para dar.
Los que nos fuimos siempre estaremos llevando y trayendo paquetes porque siempre estaremos volviendo. Hay muchos abrazos para dar. En mi caso fueron unos 20 grupos o personas diferentes a lo largo de dos semanas. Este fast dating me encontró siendo la misma persona, con las mismas anécdotas, pero con la charla disparando para diversos lugares dependiendo de con quién estaba. En algunos casos, “la vida acá” fue el tema. Mi familia estaba muy interesada en saber sobre la vida escolar aquí y aproveché para contarles que los estudiantes inmigrantes tienen apoyo de inglés en la escuela pública y que al llegar estaban más avanzados académicamente que los locales pero porque acá primero se fortalece la formación de la personita (autonomía, amabilidad, control emocional), para recién después acelerar con los contenidos.
En otros encuentros, “la vida afuera” ni se tocó y volví a ser uno más, disfrutando la charla en nuestro idioma, sobre nuestros temas y con nuestro humor. No les voy a mentir, esos son los momentos en los que más se conmueve la decisión de irse. Los canadienses son amables, pero ser amistoso es otra cosa. Pero no lo vivo como tragedia: mediante las redes sociales sigo al tanto de todo y todos de una manera que cuando llegaron mis abuelos a América era impensable y sé que con tiempo y esfuerzo iré ampliando mi círculo social local, del que no me quejo. Además también existen los aviones para visitar, así que vamos a volver.
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