Yo soy uno de los que no se la vio venir. Ni siquiera con el diario del lunes. Es lunes, tengo el diario en la mano y confirmo que no, no me la vi venir. Acá entra en cuadro mi esposa y me dice: “Yo sí me la vi venir, te lo dije y, como siempre, no me diste pelota”.
Lo cual es cierto. Pero ahora también aparecen los recordatorios por WhatsApp y los “yo te dije” por Twitter. La cantidad de personas que se la vieron venir se acerca a la que vio debutar a Diego en Argentinos Juniors, que a esta altura llenan con holgura varias canchas. No es demasiado meritorio: tampoco me vi venir a Alberto Fernández. El tipo prometía la vuelta del asado y que te iba a llenar la heladera. ¿Quién sos, mi papá? ¿Vas a caer a casa con una pieza de filet y dos tiras?
Bueno: fue un éxito. Veinte puntos de diferencia en las PASO y ocho en la elección general. Después en el gobierno resultó una desgracia, una angustia tras otra, pero eso es un detalle. Ahora Milei promete que el dólar va a ser la moneda argentina y es lógico que la gente quiera ganar en dólares; quién no. Si después ganás diez dólares a veinte lucas por dólar, ya se verá. Es otro detalle. Pero en las PASO fue un suceso; el primer tercio se lo lleva él.
Ahora Milei promete que el dólar va a ser la moneda argentina y es lógico que la gente quiera ganar en dólares; quién no.
La pregunta es cómo algo que (ahora con los números en la mesa y los argumentadores de nubes de palabras cambiando el discurso mientras corren contra el reloj) resultaba tan evidente, a mí y a tantos que estamos pendientes de la política la mayoría de horas que tiene el día, nos pasó por delante como si nada.
Tal vez porque en medio de una hiperinflación pisada por los mismos que prenden fuego a todo cuando no están en el gobierno y la hiperinflación es abierta, con un desempleo creciente hacia lo exponencial, con más de la mitad del país bajo una línea de miseria que se perfora día a día, la única zona de confort que le queda al que se mantiene a duras penas a flote sea sólo no discutir. Y para no entrar en disputas que drenen la única energía que te resta, uno cierra el círculo y se junta a conversar —o chatear— con aquellos que piensan más o menos parecido. Y palabra va, palabra viene, se arma un vaivén informativo impregnado más que nada por expresiones de deseos que te permiten sobrellevar el mundo. Y, para poder sobrellevarlo, te lo esconde. Y, si saliendo de la casa se conoce gente, conversando con los demás se conocen votantes y, palabra va, palabra viene, capaz que hasta los encuestadores podían enterarse hacia dónde se dirigía esta vez el ramalazo electoral. Vuelve a intervenir mi esposa:
—Pero si todos los taxistas te lo decían. “Yo estoy harto de que me caguen, así que lo voy a votar a este loco. Capaz que como loco algo pueda llegar a hacer”.
—Yo voy caminando a todas partes, ¿con qué taxistas querés que haga sondeos?
—Bueno, te perdés la realidad pero al menos bajás de peso.
Tampoco, pero ese es otro jardín. Como el de senderos que se bifurcan de acá a octubre. Que se refleja en el pool de mapas que vemos por la tele tratando de mostrar la evolución del voto entre elección y elección y, donde más que una progresión, se notan los bandazos que da el sufragante alternando la preeminencia de un color por sobre otro, cosa que predecir un resultado se parezca más a mojar el dedo para ver de dónde viene el viento que a una ciencia en búsqueda de sentido.
Se podría empezar por aprender —porque ya llevamos 40 años de democracia funcionando— que al votante no se lo reta.
Que la gente está harta es un lugar común y que va votando en función del enojo es una consecuencia directa. Pero se podría empezar por aprender —porque ya llevamos 40 años de democracia funcionando— que al votante no se lo reta, porque el derecho a votar lo que se le cante es de su exclusiva propiedad. Es el único dueño del voto y olfatear para dónde dispara podría ahorrar a cualquier disgustado la solicitud de un VAR que le cobre penal al que votó lo que no le gusta, porque considera que le bolsiqueó la bataraza del gallinero. Mientras eso no esté todo lo claro que debería, convencer al ciudadano de otra cosa es tratar de jugar al ajedrez sin piezas.
A medida que pasan las horas y avanzan los análisis televisivos, me voy quedando solo. Todos te explican lo cantado que estaba. Ya casi soy el único que no se la vio venir. Somos yo y esta señora que le acaba de preguntar al arbolito que susurra acá al lado “cambio, cambio”, a cuánto está el dólar. Y el flaco le contesta: “710”.
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