La semana pasada un amigo me invitó a comer y le dije que no podía porque estaba leyendo Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, para esta nota. “Nunca lo quise leer”, me contestó. “Todo lo relacionado a Evita me repele”. Yo largué una carcajada como siempre que compruebo que mi interlocutor es aún más antiperonista que yo. Le dije que el libro no era muy a favor. “Aunque sea en contra, me da dolor de cabeza”, confesó.
Me quedé pensando en lo de “a favor” y “en contra”. Me acordé de esa anécdota, seguramente inventada, en la que un editor le pide a un pasante que escriba una nota sobre Dios, el pasante le pregunta si a favor o en contra y el editor le dice “está contratado”. Por supuesto que reducir cualquier cosa a si es a favor o en contra es superficial y maniqueo, pero cuando se aborda un personaje como Eva Perón es medio inevitable.
La novela de TEM, como todos los buenos relatos, es un poquito más ambigua. El narrador habla de Evita con cierto cariño y reconoce que en su juventud la consideraba “una mujer autoritaria, violenta, de lenguaje ríspido”, dando a entender que ya no, o al menos ya no sólo eso. En su exposición detallada de los informes militares sobre su salud, sus costumbres sexuales y luego sobre la manipulación del cadáver, exhibe la obsesión escabrosa de los tipos con su cuerpo y, por ende, con su condición de mujer. Hay empatía por su destino de horror.
Cuenta el amor de los pobres por Evita y, sin la intrusión del narrador opinando, deja en claro que fue un amor patológico y anormal.
Pero cuando describe la fascinación que generaba en alguna gente, lo que por algún fanático podría ser leído como elogioso, a un profano como yo le resulta, como a mi amigo, repelente. Me quedó grabado el listado de “récords peronistas” que le llega al narrador por correo, enviado por uno de esos testigos elusivos y fantasmales que habitan la novela.
23 de agosto, 1951 / Carlos de Oro / Récord de vueltas alrededor del obelisco de Buenos Aires: empezó a las 23:30; se detuvo el 30 de agosto, por un paro cardíaco / “Con el propósito de seguir caminando hasta que Evita acepte integrar la fórmula presidencial”.
6 de abril, 1952 / Blanca Lidia y Luis Ángel Carriza / Raid de rodillas dando vueltas a la Plaza de Mayo. Empezaron la prueba a las 5:45 y se detuvieron a las 10:30 porque la señora Carriza tenía la rótula al descubierto / “Para pedir por la salud de Eva Perón”.
Este pasaje me pareció magistral. Cuenta el amor de los pobres por Evita y, sin la intrusión del narrador opinando, deja en claro que fue un amor patológico y anormal, como será patológico y anormal el odio y la obsesión de los milicos también. En el centro de esos dos sentimientos tan potentes, esa mujer pequeña que los provoca es el enigma. Santa para unos, puta para otros. La respuesta a ese enigma, entendió TEM, no está en la historia sino en la literatura.
El mito
La semana pasada se estrenó Santa Evita (Star+), la adaptación de la novela, dirigida y producida por Rodrigo García (muy experimentado director de TV, trabajó en Los Soprano; también es hijo de Gabriel García Márquez, algo así como “padrino” de la novela) y adaptada por Marcela Guerty y Pamela Rementería. Con esta excusa entrevistaron en Radio con Vos a Soledad Quereilhac, doctora en Letras y Primera Dama bonaerense. (Su nombre estuvo en los diarios hace un año y medio por el affaire de Beatriz Sarlo y las vacunas.) Quereilhac dijo que la novela de TEM es “canalla”, le quita la dimensión política a Evita y no deja en claro qué es ficción y qué es realidad. También, clásica conspiranoia kirchnerista, denuncia que “hubo una operación muy fuerte de prensa y en el campo literario para poner a la novela en un pedestal”.
Más allá de su valoración de “canalla”, Quereilhac tiene algo de razón. En la novela, Evita parece un personaje de Manuel Puig y casi no se habla de política. El amor del pueblo por ella no se explica por ningún acto político, ley dictada, plan económico llevado adelante, sino por cuestiones sobrenaturales; igual que el odio de los “oligarcas”.
Lo de la ficción y la realidad es la gracia de la novela. Digo “novela” porque la edición que tengo (la decimocuarta, de junio de 1996; parece que se vendió un poco) dice en la tapa: “Santa Evita. Novela”. Creo que no hay mucho más que aclarar. (Veo que en la edición actual, de Alfaguara, no está la palabra novela. Si fuera un kirchnerista conspiranoico diría que es porque todo lo basado en hechos reales se vende más.)
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El narrador lo dice muy clarito: “Todo relato es, por definición, infiel. La realidad no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo”. Y en las páginas siguientes narra el discurso de Evita en el balcón del Ministerio de Obras Públicas en forma de guion cinematográfico, con una referencia a The Magnificent Ambersons, “esa obra maestra de Orson Welles ensombrecida por Citizen Kane”. Y claro: Santa Evita se parece a Citizen Kane porque cuenta la historia de un periodista queriendo reconstruir la vida de un personaje extraordinario mediante los testimonios poco confiables de quienes lo conocieron. En definitiva, la novela y la película de Welles narran ese fracaso.
La serie
Los realizadores de la serie no parecen haber entendido nada de esto. Toda la ambigüedad y el juego entre ficción y realidad de la novela están ausentes. Ese no sería un problema si en su lugar hubiera algo: pero no hay nada.
Ciertamente la serie no le restituye a Evita la dimensión política que no tenía en la novela, pero tampoco logra dotar al personaje de eso que sí tenía: el aura mítica, la potencia inexplicable y mágica de su cuerpo vivo y también de su cuerpo muerto. Acaso sea imposible dar cuenta de eso con una narración tan trivial, sin puntos de vista, sin dudas, más parecida a un telefilme biográfico que a lo que podría haber sido, habida cuenta de la fuente. Cualquier versión de Evita, el musical de Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, termina siendo más acorde a su objeto.
La parte de la serie que cuenta la historia de la Evita viva deja entrever que la producción no tenía demasiados recursos. Se nota demasiado la ausencia de multitudes, el pueblo está fuera de campo y cuando aparece sólo lo hace mediante imágenes de archivo, que en su diferencia visual tan notoria no hace más que resaltar esa ausencia. ¿Por qué ese pueblo fuera de campo ama a Perón y Evita? En la novela, ese amor es patológico, pero en la serie apenas se justifica con frases huecas al pasar: “Lo que estamos haciendo en la Secretaría de Trabajo”, “está pasando algo muy importante y nosotros somos parte”.
La escena del velatorio de su padre en Chivilcoy la vimos más veces que la del asesinato de los padres de Batman.
La escena del velatorio de su padre en Chivilcoy la vimos más veces que la del asesinato de los padres de Batman, pero parece que hasta sus más fervientes admiradores no pueden dejar de reconocer que en esa escena se incubó el resentimiento que más tarde sería su motor. A veces los relatos tienen la magia de revelar cosas aún a pesar de los autores.
La parte de la serie que cuenta la historia de Evita muerta es un poco más interesante. Tiene la ventaja de que Natalia Oreiro sólo hace de muerta y Darío Grandinetti aparece menos, que Diego Velázquez, Diego Cremonesi y Guillermo Arengo son buenos, y que en lugar de meterse con cuestiones públicas para las que no le da el piné, se transforma en un policial negro. De todas maneras, los conflictos matrimoniales del periodista con su mujer contaminan todo con una onda telenovela de la tarde (con el mayor de los respetos por las telenovelas de la tarde). Es raro que sean guionistas mujeres quienes escriban un personaje de esposa que sólo está para hincharle las pelotas al héroe. Quizás sea un buen ejemplo de que pertenecer a una minoría no es condición suficiente, ni siquiera necesaria, para no perpetuar estereotipos.
De todas maneras me gusta pensar que las obras, sean malas o buenas, reflejan inevitablemente su tiempo. Santa Evita, libro y serie, intentan representar, entender o explicar el mito de Eva Perón. La obras con las que dialoga la novela también: en particular, el cuento de Rodolfo Walsh “Esa mujer” y el poema de Néstor Perlongher “El cadáver de la nación” (qué título extraordinario, me tuve que morder los dedos para no titular así esta nota).
Hoy ese mito está muerto, momificado hace tiempo, preservado artificialmente con cada vez mayor dificultad por algunos embalsamadores que le inyectan líquidos, lo maquillan y lo peinan, tratando de ganarle a la descomposición.
Quizás no había manera de hacer hoy una serie sobre el mito de Evita. Quizás sea tiempo de desmitificarla. Pero, ¿hay algo detrás del mito?
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