Pocos intelectuales italianos actuales tienen una relación tan íntima con la Argentina como Gianfranco Pasquino (Torino, 1942). Profesor en la Universidad de Bolonia, como él mismo cuenta en su último libro, Bobbio y Sartori. Comprender y cambiar la política (2020), es el único intelectual que puede jactarse del “privilegio único e irrepetible” de haber estudiado y trabajado junto a dichos dos grandes maestros de la ciencia política italiana. Al igual que ellos, no ha querido ser un pensador recluido al claustro universitario, sino que ha seguido el camino del intelectual público y comprometido con la política de su tiempo. De este modo, además de sus frecuentes intervenciones en el debate público italiano, ha sido senador de la República, entre 1983 y 1992, con el partido Izquierda Independiente, y entre 1994 y 1996 con los Progressisti. Además, en 2009 fue candidato a la alcaldía de Bolonia.
Su primera visita la Argentina fue en 1996 y, desde entonces, sus vínculos con nuestro país han mantenido su vitalidad. No solamente ha enseñado en el Master de Relaciones Internacionales Europa-América Latina, dictado conjuntamente en los campus argentino e italiano de la Universidad de Bolonia, sino que también ha participado en diversos congresos y seminarios en nuestro país y ha recibido doctorados honoris causa por la Universidad de La Plata, la Universidad Católica de Córdoba y la Universidad de Buenos Aires.
El año pasado, Eudeba publicó en español Bobbio y Sartori, que no es solamente un tributo a los dos grandes pensadores, sino un intento por hacer dialogar sus ideas y sus intervenciones en la ciencia política y en el debate público de la Italia de la segunda mitad del siglo XX.
El objeto principal de estudio de la ciencia política parece haber cambiado a lo largo de los siglos. ¿Cuál sería, en su opinión, el gran debate de los actuales cientistas políticos? ¿Cuál es la aplicabilidad en la práctica de la política y del Estado?
El objeto de estudio en realidad no ha cambiado mucho. Todavía deberían ser las modalidades a través de las cuales son tomadas las decisiones colectivas que importan a una población determinada. Es decir, cómo se toman las decisiones dentro de un Estado, una ciudad o un partido. Las formas de afrontar este análisis son muchísimas. Mi posición es que hay tres elementos fundamentales que siempre deben ser considerados para una buena ciencia política: tener conceptos claros, conocer bien la historia de los procesos políticos y usar el método comparado. No podemos decir si un fenómeno es normal o excepcional si no sabemos definir por comparación la normalidad o la excepcionalidad.
Por ejemplo, ¿la Argentina es un país normal? Es excepcional, si consideramos la trayectoria del peronismo. Es un país normal, si observamos que tiene una república presidencial que no se diferencia demasiado de las otras en América Latina. En general, si sabemos cómo determinadas condiciones producen determinadas consecuencias, podríamos elaborar una teoría probabilística.
En Bobbio y Sartori usted parafrasea una cita de Marx de “Tesis sobre Feuerbach”: “Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo de varias maneras, pero de lo que se trata es de transformarlo”. ¿Cuál es el papel de los filósofos/intelectuales en la democracia liberal actual? ¿Es posible o deseable una sociedad sin ellos?
Es posible tener una sociedad con un número muy reducido de intelectuales y, sobre todo, es posible hasta silenciarlos. Si los medios masivos no publican lo que los intelectuales escriben, dicen o hacen, o si los mismos intelectuales no se ocupan de la política, es claro que, en tal sociedad, no tendrán ninguna influencia. No me parece algo bueno esto, pero no por los intelectuales, sino porque una sociedad funciona bien cuando hay una intensa competencia de ideas, es decir, cuando hay muchas personas que interactúan en el debate público y sugieren soluciones diversas. Este es el rol del intelectual. No tiene las respuestas para los problemas, sino que las sugiere. Es el político el que ha obtenido los votos de los electores y el que debe hallar e implementar tales soluciones. Así es como funcionan los intelectuales públicos en sociedades liberales. Deberían ser responsables ante la opinión pública y se comprometen con la verdad, en el espacio abierto y competitivo de la democracia, en el cual sus ideas serán valoradas o criticadas. En ámbitos no democráticos, los intelectuales orgánicos son convocados por el gobierno o por el partido para justificar lo que el líder hace. El intelectual que se comporta así en democracia no está actuando correctamente.
La frase de Marx es interesante porque atribuye a los filósofos la capacidad de interpretar cómo funciona el mundo y de ayudar a transformarlo; aunque, luego, en la tradición marxista, los filósofos no poseyeron las técnicas de la ciencia política para cambiar el mundo, ni siquiera con los aportes posteriores del leninismo. Esto se debe a que, como han dicho Bobbio y Sartori en numerosas ocasiones, el marxismo no tiene una teoría del Estado y no se pueden cambiar los Estados sin tener una teoría.
A lo largo de su obra usted sostiene que la única democracia posible es la democracia liberal. Mucha gente en Argentina lo llamaría un conservador y un inmovilista. ¿Por qué no reconoce conceptos como democracia popular o democracia directa?
La democracia popular no es una verdadera democracia. Fue el término utilizado por los regímenes socialistas de Europa Oriental durante la Guerra Fría y eran sociedades controladas y guiadas de manera unitaria por el Partido Comunista, sin competencia y sin pluralismo. Además, implica una sobreactuación terminológica. La palabra democracia significa “poder del pueblo”, así que agregarle el epíteto popular es superfluo y equivocado.
Ahora bien, dentro del marco amplio de la democracia liberal, se pueden considerar formas de democracia participativa. Esta es una modalidad de producir decisiones siguiendo determinados procedimientos y cánones, pero sin modificar la esencia de la democracia. No se trata de un sistema político estructurado en torno a fórmulas directas, sino de momentos y casos específicos en los cuales se pueden incorporar formas más participativas, dentro del marco de la democracia liberal.
Aclarar esto es importante ya que, sin el liberalismo, la democracia no es posible. El liberalismo es una idea amplia y fundamental que abarca la protección y la promoción de derechos civiles y políticos, los checks and balances, la separación de las instituciones del poder y la accountability de los funcionarios frente al electorado. Ninguna democracia puede funcionar sin estos principios vigentes.
¿Y cuál es el rol de los partidos en este sistema?
Un gran politólogo estadounidense ha dicho alguna vez: “Los partidos nacen con la democracia y la democracia nace con los partidos”. Los partidos son esenciales, no podemos comenzar a pensar la democracia sin ellos. Una sociedad sin partidos recurriría simplemente a los líderes, por lo cual sería escasamente democrática. Los partidos consolidan la democracia a través del ordenamiento de las ideas y del electorado. Tampoco podemos tener partidos sin la democracia, ya que es a través del mecanismo electoral que ellos se organizan y llegan al poder. En cuanto a los partidos del poder en los regímenes autoritarios, no son organizaciones democráticas sino grupos en torno al líder, el cual ha destruido todas las otras orientaciones y monopolizado la dirección.
¿Por qué, en este esquema de la democracia, son los partidos las organizaciones que tienen el papel de la representación y no otros cuerpos intermedios?
Porque los partidos son estructuras muy modernas que pueden cumplir muchas tareas de manera eficiente. Los partidos reclutan e inscriben simpatizantes y los transforman en militantes y, entre éstos, tienen la capacidad de promover y producir candidatos para los cargos electivos. Los partidos organizan las ideas y toman decisiones, se colocan de frente al electorado y dan explicaciones de los resultados obtenidos y de las acciones llevadas a cabo. De este modo, garantizan la continuidad de la política.
Solamente los partidos saben y pueden realizar este conjunto. Las otras organizaciones que existen son capaces de realizar algunas de estas cosas, pero no todas. Por ello, los partidos ofrecen unas alternativas electorales y políticas que otros cuerpos intermedios no otorgan y únicamente ellos pueden formar gobierno o actuar como oposición, en el marco de las instituciones democráticas.
En cuanto a la personalización de algunos partidos políticos, ¿se trata de una anomalía perjudicial para la democracia o es parte constitutiva de algunos sistemas?
Depende de la cultura política existente en el país y en el partido concreto. Los partidos socialdemócratas muy raramente han permitido la personalización. Naturalmente, han tenido líderes visibles, pero no han construido liderazgos avasallantes. Lo mismo se puede decir de las democracias cristianas en Europa. Aunque es cierto que Konrad Adenauer o Angela Merkel han sido jefes notables, no han personalizado las estructuras o las decisiones internas del partido. Mirando a la política italiana, la personalización vino de la mano de Silvio Berlusconi en 1994. Desde entonces, el estilo personalista se ha contagiado a otros partidos de derecha.
La cuestión es que una cosa es un líder visible y otra cosa un líder personalista. Por lo general, los políticos carismáticos que fundan partidos masivos tienden hacia la personalización de la organización, la cual queda ligada a su nombre. Es el caso de Charles de Gaulle, que era esperable que su figura imponente y su historia excepcional se impusiesen sobre la estructura partidaria. En Gran Bretaña, por el contrario, ha habido líderes muy visibles, pero los partidos siempre se sobrepusieron a los nombres.
En su libro, entre las seis promesas no cumplidas de la democracia elaboradas por Norberto Bobbio están el predominio de los cuerpos intermedios sobre el individuo y la preponderancia de la representación de intereses por sobre la representación política. Ahora bien, vemos que Tocqueville, en su descripción de la democracia estadounidense, pone un gran mérito a la existencia de organizaciones civiles que alientan la participación de los ciudadanos. Considerando estas virtudes del asociacionismo y las dos promesas incumplidas mencionadas, ¿cómo trazar la línea entre el asociacionismo y el corporativismo? ¿Dónde comienzan las organizaciones cívicas y dónde los grupos de interés?
En primer lugar, en una democracia hay libertad de asociación. Esto quiere decir que puede y debería haber muchas asociaciones en competencia entre ellas. Las asociaciones nacen, compiten, desaparecen y son reemplazadas por otras nuevas.
El problema surge cuando una de ellas, cualquiera que sea, se vuelve monopólica, se adueña de su espacio de acción y sólo se ocupa de sus intereses. Los tribunales y el funcionariado pueden convertirse en una corporación cuando simplemente se preocupan de guardar y aumentar sus privilegios y sus intereses personales. Una alcaldía puede adquirir mentalidad corporativa si únicamente se mueve por los intereses de su distrito y pierde la visión de conjunto de la sociedad. Muchas veces la burocracia se torna corporativa, ya que se interesa, prevalentemente, por sus condiciones de trabajo y sus salarios en lugar de preocuparse por lo que debe hacer, que es brindar servicios públicos y reducir la distancia entre el aparato del Estado y el ciudadano.
Dicho en otras palabras, el corporativismo es una degeneración del asociacionismo y lo podemos encontrar cuando las corporaciones son muy fuertes y resisten cualquier tentativa de transformación.
La cuestión parece aludir al concepto de “sociedad incivil” sobre el cual usted ha escrito en su artículo “Corporativismo amorale. Più muri che ponti”, de 2017.
Exactamente. En la sociedad civil existen muchísimas asociaciones y orientaciones, pero todos entran en competencia entre ellos en un marco de pluralismo, y sus formas organizativas o sus intereses pueden cambiar con el tiempo. La sociedad incivil aparece cuando no hay un ámbito pluralista para la participación de asociaciones competitivas, sino que viene a ser controlada por grupos o corporaciones poderosos con intereses particulares.
En el libro Derecha e izquierda, Bobbio afirma que la diferencia entre ambas orientaciones es la actitud de los hombres ante la igualdad. ¿Qué condiciones socioeconómicas o políticas son necesarias para que el sistema político sea ordenado en estos términos?
Algunos dicen que la izquierda debe aspirar a la igualdad absoluta entre todos los ciudadanos. Esto es excesivo. Sobre todo porque muchas veces solamente se enfatiza en la desigualdad económica. Sartori decía que hay dos tipos de igualdades importantes. Una es aquella del ciudadano frente a la ley, la isonomía, y la otra es la igualdad política, es decir, el derecho al voto. Ahora, sabemos bien que los ricos pueden utilizar sus recursos para controlar los partidos y el sistema político. Esta cuestión alimenta el debate sobre la desigualdad económica. La derecha cree que la inequidad es inherente a la sociedad humana y que aquel que no se enriquece es por su falta de talento o de voluntad. Del otro lado, la izquierda piensa que los ricos lo son porque han tenido ventajas y privilegios heredados. Esto no siempre es verdad. En todo caso, es necesario observar el modo en que se genera la riqueza y la formación de jerarquías. De acuerdo con sus culturas políticas, la izquierda sostiene la intervención del Estado para reducir la desigualdad e impedir la gestación de las jerarquías. La derecha no, ya que va contra su concepción de la sociedad y del individuo.
Con respecto a las condiciones socioeconómicas que se necesitan para un ordenamiento derecha-izquierda, no creo que sea posible generalizar de modo eficiente, ya que cada sistema político ha tenido sus orígenes y su evolución particular. Dicho esto, sabemos que, si en una sociedad hay altos grados de desigualdad, el sistema político no funcionará bien, ya que habrá un partido que represente a la minoría rica que, gracias a sus recursos, controlará el sistema. Por eso, donde hay partidos de izquierda se supone que hay menor desigualdad. El caso clásico es el de las democracias escandinavas, los países más igualitarios del mundo, donde los socialdemócratas han podido gobernar por largo tiempo.
Es un lugar común decir que la socialdemocracia europea dejó de existir en la década del ’90. En los últimos treinta años, ¿se ha inclinado la política europea hacia la derecha?
No sé si Europa se ha caído a la derecha, pero se puede decir que la izquierda se ha inclinado al centro. Las fuerzas dominantes, en las últimas décadas, han sido centristas. Esto no quiere decir que no haya habido gobiernos de derecha. Margaret Thatcher ha ejercido una política conservadora, sin dudas, pero si observamos la política en Alemania, España o Francia, los distintos gobiernos se han recostado al centro.
Con todo, en cierta manera, la izquierda sigue viva. Como ejemplos, España tuvo, entre 1982 y 1996, el gobierno de centroizquierda de Felipe González y el propio Emmanuel Macron parece de centroizquierda, aunque no estoy seguro. Lo que falta es una mirada de conjunto en los partidos socialistas europeos. En el fondo, la era de la socialdemocracia, como fue la segunda mitad del siglo XX, es imposible de repetir por el simple hecho de que las transformaciones y la diversificación de la sociedad europea son incompatibles con ella. En buena medida, la causa de estos cambios ha sido el éxito de las políticas sociales y económicas de los gobiernos socialdemócratas.
¿Y cuál debería ser el lugar del progresismo o de la izquierda hoy?
Bueno, la izquierda hoy cuenta con algunos límites a nivel de cada país. Por este motivo, debería tratar de tener mayor influencia a nivel europeo, ya que es en la Unión Europea donde se dan las grandes batallas de nuestro tiempo. Para producir los cambios necesarios, los partidos progresistas cuentan con numerosos escaños en el Parlamento europeo y con funcionarios en la Comisión. A pesar de todas las limitaciones existentes, el objetivo de la izquierda es el mismo de siempre: reducir la desigualdad de oportunidades y construir una economía eficiente.
Vemos que en Europa surgen alternativas nacionalistas y autoritarias que cuestionan la democracia. ¿Depende el liberalismo democrático de ciertos niveles de bienestar económico y de distribución de la renta?
Ciertamente, para que la democracia liberal funcione debe haber una distribución de la riqueza que no sea muy desigual. Pero no solamente debemos hablar de desigualdad económica, sino también de instrucción. Es la igualdad en los niveles de educación de la ciudadanía lo que hace la verdadera diferencia. Un país que quiere ser moderno y menos injusto debe invertir en educación en todos sus niveles.
Con respecto al surgimiento de las derechas alternativas, no estoy tan seguro de que sean algo nuevo. En Europa siempre hubo partidos de derecha y muchos han conquistado el poder de manera democrática. Por ejemplo, en Polonia o en Hungría. No olvidemos que los países de Europa Oriental han atravesado cuarenta años de comunismo, por lo que carecen de una larga experiencia democrática. Tal vez fueron admitidos en la Unión Europea demasiado pronto y ahora deben “aprender” a estar en ella y convivir con sus instituciones democráticas.
Cuando se hace la comparación, las democracias de América Latina no quedan muy bien paradas frente a las europeas o anglosajonas. A menudo se subraya la mala calidad de sus instituciones, los impulsos autoritarios y el populismo. ¿Sigue siendo justa esta caracterización?
Lamentablemente, creo que sí. El elemento negativo son los partidos políticos latinoamericanos. Son entidades débiles, incapaces de organizar a los votantes y las ideas o de producir gobiernos estables. Cuanto mejores son los partidos, mejor es la democracia. Incluso Chile, donde tradicionalmente hubo partidos funcionales, hoy está teniendo problemas a causa de su debilitamiento. Un país que parecía contar con una buena democracia y partidos bien organizados era Venezuela, ya que contaba con Acción Democrática, bien socialdemócrata, y un partido socialcristiano como COPEI. Ambos han perdido toda capacidad de representación tras la implosión política que abrió el camino a Hugo Chávez.
En general, las sociedades de América Latina tienen una gran dificultad para construir partidos organizados que otorguen estabilidad y no parece que la situación vaya a mejorar. Con todo, conviene esperar a ver qué sucede: a excepción de Venezuela, Nicaragua y Cuba, hoy América Latina cuenta con países democráticos y esto no deja de ser un dato positivo.
En Argentina, al peronismo generalmente se le atribuye la intención de querer ser el todo y ocupar el espacio político completo. Ahora, ¿no sería este el objetivo de todos los partidos? Todos quieren capturar el mayor número de votos posible. ¿Cuál es la diferencia entre un partido de aspiraciones hegemónicas, como el PJ o el PRI de México y un partido “normal”?
El peronismo es un movimiento “eterno”, dada su resiliencia a lo largo del tiempo y su capacidad de ganar elecciones. Todos los partidos buscan el mayor consenso. La distinción del partido democrático es que se reconoce límites a sí mismo. No podría permanecer democrático si fuese “único”, si no aceptase la libre competencia con otros partidos y el pluralismo en el sistema político, aun cuando tenga la tendencia a buscar todos los votos posibles.
Yendo al caso del PRI, no era un partido democrático, era “el” partido del régimen mexicano. Siempre ganaba las elecciones, ya que el sistema no era competitivo. Dicho de otro modo, una cosa es tener la ambición de obtener la mayor cantidad de votos, otra cosa es, desde el poder, impedir la libre competencia partidaria y el pluralismo.
Con respecto al kirchnerismo, ha sido acusado de politizar a las familias argentinas a un grado de polarización insoportable para la convivencia social. ¿La politización es mala en sí misma o no se diferencia de la participación activa?
Aunque no conozco profundamente el caso kirchnerista, diría que buscar la politización de la vida familiar o la vida privada de la gente nunca es bueno. Desde el gobierno se debe mantener informada a la ciudadanía, pero no intentar orientar sus ideas. Siempre se debe respetar la libertad de opinión y de decisión de cada individuo dentro del cuadro de la ley. A su vez, el poder político debe ser muy cuidadoso con el modo en el que intervienen en los contenidos escolares. La libertad de enseñanza y de investigación son cruciales para una sociedad pluralista y democrática.
Usted ha afirmado que las coaliciones son buenas, ya que conducen a la moderación de los extremos y mejoran la representación. Hoy, en Argentina, tenemos un esquema político con dos grandes coaliciones que abarcan casi el 80% del electorado. Para un sistema presidencial como el nuestro, ¿el bicoalicionismo no puede generar una situación de bloqueo permanente? ¿No hace que el sistema sea aún más rígido?
No necesariamente. Las coaliciones suelen ser flexibles, los partidos pueden entrar y salir de ellas, y así la coalición se ensancha o se angosta. Lo que importa es que el sistema de partidos sea competitivo, libre, abierto y que produzca consecuencias en el mapa electoral. A este respecto, el sistema argentino parece que lo es, si uno mira las últimas elecciones y la competencia de los partidos.
Sobre las PASO de septiembre hemos visto que una coalición permitió las elecciones internas entre distintas listas y, en la otra, los candidatos fueron seleccionados personalmente por la dirección del partido. ¿Qué impacto tienen estos dos estilos en términos de representación política y de accountability?
No sabría decirlo. Depende de la capacidad y la inteligencia de los jefes del partido que toman las decisiones y eligen los modos de selección o los nombres propios de los candidatos. Si el dirigente que decide las listas tiene visión, conoce al electorado y no se deja influir por otros, la designación a dedo puede funcionar muy bien. En todo caso, es siempre conveniente que esto se haga en la fase de las primarias.
En Italia, por ejemplo, la elección de las candidaturas, hasta 1994, estaba en manos de un grupo pequeño dentro de cada partido y cuando este grupo se equivocaba con las candidaturas, se producían los problemas internos. En Francia, el doble turno de las elecciones legislativas permite descartar a los malos candidatos. No hay un sistema perfecto. Ciertamente, si la designación de las listas está completamente controlada por una persona, en caso de derrota, es responsabilidad de todo partido democrático ordenarse hacia adentro y forzar a tal persona a la dimisión.
Mirando los últimos 18 meses, vemos que la pandemia nos ha dejado como consecuencia un panorama de aumento de las desigualdades entre países y adentro de las propias sociedades; que algunos gobiernos, durante una parte del período pandémico, han incurrido en medidas duras de aislamiento y control, rozando una suerte de autoritarismo que dañó el consenso en torno a los derechos individuales. ¿Cree usted que la pandemia tendrá consecuencias permanentes o efectos a largo plazo? ¿O será simplemente un capítulo cerrado en la historia de la democracia?
En primer lugar, desde el punto estrictamente sanitario, la pandemia no está terminada y está la posibilidad de que nos acompañe por un buen tiempo. Aún requerirá de un gran esfuerzo de parte del Estado y de la sociedad civil y de mucha atención a todos los instrumentos con los que podamos contar para erradicarla o aminorar sus efectos. Es decir, un fortalecimiento del sistema de salud público, en términos de inversiones en infraestructura, en vacunas, en medicamentos y médicos y enfermeros.
Desde el punto de vista político, yo no diría que los gobiernos democráticos se hayan comportado de manera autoritaria. En realidad, los líderes autoritarios fueron totalmente incapaces para tratar la pandemia. Trump y Bolsonaro cometieron muchísimos errores y permitieron la muerte de una enorme proporción de sus ciudadanos. Por otro lado, las democracias liberales han intentado convencer a su ciudadanía de seguir los confinamientos y sus recomendaciones sanitarias, no de imponer. En todo caso, si ha habido tendencias autoritarias, no viene del sistema, sino de los comportamientos personales de algunos líderes o funcionarios, de su voluntad de controlar a los jueces y a los medios de comunicación.
En el conjunto, la pandemia ha sido una prueba de fuego para las democracias, ha puesto en evidencia cómo eran organizados los sistemas políticos. Algunos estaban mal estructurados en términos democráticos, otros bien y otros muy bien y podríamos decir que las consecuencias del manejo de la pandemia, en cada uno de ellos, han estado ligadas a dicha precondición.
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