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En 2013, Luis D’Elía lanzó FacePopular, un “Facebook nacional y popular”. Hoy casi nadie se acuerda, tal vez porque pasó sin pena ni gloria, o porque el estrés postraumático nos hizo olvidar algunos de los momentos más delirantes del apogeo kirchnerista. Sin embargo, ocurrió, y todavía quedan algunas notas online que dan fe de eso. “El objetivo es crear un ámbito de unidad latinoamericana desde las bases, tratar de que nosotros sepamos lo que pasa en Ecuador de primera mano o los cubanos sepan qué pasa en la Argentina, sin la presencia de elementos distorsivos”, explicaba en ese entonces su cofundador.
Las redes sociales son sus usuarios. En Facebook, cada persona arma su propio “diario de Yrigoyen” con los amigos que elige, las páginas que sigue y los grupos a los que pertenece. Si alguien entrara hoy a mi Facebook, abandonado desde hace tiempo, encontraría al mundillo del cine argentino llorando por plata. Supongo que el de Agustín Laje o Bertie Benegas Lynch será completamente distinto.
Las redes sociales son sus usuarios. En FB, cada persona arma su propio “diario de Yrigoyen” con los amigos que elige, las páginas que sigue y los grupos a los que pertenece.
Una red social no se define por su ideología o su temática, sino por su tecnología, funciones y características. Facebook creó el concepto de vincular personas. Twitter introdujo la novedad de eliminar la reciprocidad: no hacía falta “hacerse amigo”, uno podía seguir a quien quisiera sin necesidad de ser correspondido. También popularizó el microblogging: mensajes breves de 140 caracteres (después ampliados a 280 y ahora, para quienes pagan, hasta 10.000). Instagram trajo las fotos y filtros, mientras que TikTok innovó con los videos (antes estuvieron Vine y Snapchat, en realidad) y un timeline abierto, donde ya no ves sólo a quienes seguís, sino también a quienes el algoritmo decide mostrarte. Este último punto, que parece un detalle, es crucial, y más adelante voy a volver a él.
En enero de 2021, dos días después del asalto al Capitolio por parte de seguidores de Donald Trump, los dueños de Twitter decidieron suspender permanentemente su cuenta, al considerar que sus tuits habían incitado a los actos de violencia. Indignados por la situación y como protesta, muchos militantes trumpistas migraron a Parler, una red social similar a Twitter pero con una moderación de contenido más laxa. El 21 de febrero, Trump lanzó su propia red, Truth Social, un clon de Twitter en donde, como era de esperar, podía publicar lo que quisiera.
En octubre de 2022, Elon Musk compró Twitter y en noviembre restableció la cuenta de Trump, quien aseguró que no planeaba volver. Sin embargo, con la campaña presidencial en marcha, en septiembre de este año entendió que en Truth Social casi nadie lo leía (además de que formalizó su alianza con Musk), y volvió a Twitter, ahora llamada X.
Ni Parler ni Truth Social logran superar el millón de usuarios activos, frente a los 586 millones de Twitter. El problema es similar al de FacePopular: para dialogar entre conservadores, ya existe Twitter. Aunque acá hay una diferencia: la moderación de contenido. Antes de la llegada de Elon (y quizás aún hoy), había cosas que podían decirse en Parler y Truth Social, pero no en Twitter. Sin embargo, estas cuestiones son muy específicas y extremas y no afectan al 99% de los usuarios.
El paraíso de los progres
Ahora hay una nueva oleada de exiliados de las redes sociales. Esta vez no es gente de derecha, sino personas que se identifican con la izquierda. Progres. La victoria de Trump fue la gota que colmó el vaso, aunque las quejas ya habían empezado durante el reinado de Elon Musk. Dicen que en X proliferan los “discursos de odio” y que la plataforma se convirtió en una cloaca donde grupos de “ultraderecha” difunden fake news y teorías conspirativas.
El diario inglés The Guardian anunció que dejaría de postear en la red social, argumentando que “es una plataforma tóxica y su propietario, Elon Musk, ha usado su influencia para moldear el discurso político”. El catalán La Vanguardia siguió el mismo camino: “Esta red social se ha convertido en una plataforma en la que encuentran una caja de resonancia las teorías de la conspiración y la desinformación, unas ideas que tienen en lo que una vez fue Twitter una vía para multiplicar su alcance que no tendrían si tuviera una moderación efectiva y razonable”.
Algunas personas que coinciden con estos medios encontraron refugio en Bluesky, otro clon de X. Igual que ocurrió con FacePopular o con Truth Social, confunden contenido con funcionalidad. Si no hay trolls en Bluesky, no es porque quienes están ahí sean más amables o porque la tecnología lo impida, sino simplemente porque la base de usuarios todavía es muy reducida. Y no es que no haya nadie de derecha: son tan pocos que aún no se cruzaron con ellos. De hecho, César Biondini ya tiene una cuenta. Si Bluesky llegara a tener la misma cantidad de gente que X, aparecerían los trolls y también Agustín Laje. ¿No es obvio?
Si no hay trolls en Bluesky, no es porque quienes están ahí sean más amables o porque la tecnología lo impida, sino porque la base de usuarios todavía es muy reducida.
Parece que no. La escritora Claudia Piñeiro se maravilló el otro día porque publicó un post con una coma mal puesta y nadie la corrigió. “Interesante”, comentó. ¿Habrá pensado que es porque “la gente de Bluesky” rechaza el mansplaining o considera de mala educación corregir a una autora publicada y exitosa? Lo más probable es que nadie la corrigiera porque muy pocos vieron su posteo. En X tiene 126.800 seguidores, mientras que en Bluesky, sólo 4.600. Si consideramos el alcance total de cada plataforma, la diferencia es aún mayor.
Detrás de esta reflexión de Piñeiro se esconde la verdadera incomodidad de los medios tradicionales y de algunas figuras públicas con X: no toleran ser confrontados, desafiados o bajados de su pedestal por cualquier persona sin credenciales. Sin embargo, su narcisismo y vanidad les impiden irse. Es una combinación letal: necesitan el contacto con el público, pero buscan que sea exclusivamente positivo. Por eso fantasean con un paraíso en el que puedan cometer errores como poner mal una coma o decir boludeces y ser aplaudidos igual. Creen haberlo encontrado en Bluesky.
A The Guardian y La Vanguardia les pasa algo parecido, pero en versión medio de comunicación. Se sienten amenazados cuando X corrige sus publicaciones o genera noticias antes que ellos. También cuando los condena a la irrelevancia. Sobre este último punto, vale la pena señalar que el diario inglés tiene 10,7 millones de seguidores, pero muy pocos de sus posteos superan los 50 retuits. En el caso de La Vanguardia, con 1,3 millones de seguidores, pasa lo mismo.
En cuanto a ser corregidos, el periodista Darío Gallo, uno de los pioneros de Twitter, lo explicó bien: “Una de las ventajas de Twitter es que cualquiera, aun sin pagar nada, puede editar en forma indirecta a los grandes medios. Un tweet bien retuiteado puede lograr milagros. Todos los medios leen Twitter. Hasta hace un tiempo un llamado de Massa modificaba un título, hoy un tweet bien puesto puede hacerlo. Y sin que exista una academia nacional de tuiteros. Está mal, pero no tan mal”. También observó que la denuncia de Alejandro Alfie, periodista de Clarín, sobre los acosos de Pedro Brieger no se publicó en el diario (evidentemente los editores no quisieron), sino que salió en su cuenta de X. Sólo después de que la noticia explotara, los medios la levantaron.
El sesgo de X
Esto no significa que no haya nada para criticarle a Elon Musk, por supuesto. Hace dos años y siete meses escribí algo al respecto, y creo que la nota todavía se la banca bastante bien, especialmente en sus últimos párrafos. Perdón que me cite:
Sobrevuela en la miniserie [Super Pumped: The Battle for Uber] la idea de que la voluntad personal de los CEOs de big techs, o sus características psicológicas, pueden generar compañías “buenas” o compañías “malas”. Parece una idea un poco maniquea, pero es cierto que dependemos de su buena voluntad. Los creadores de Google lo vieron cuando todavía no tenían el enorme poder que tienen ahora, e idearon el lema “Don’t be evil” (“No seamos malvados”).
Esa es otra cuestión que surge de la compra de Twitter por parte de Elon Musk. Sus promesas de libertad de expresión son seductoras, sobre todo para los que estamos cansados del paternalismo de burócratas que deciden qué discurso es peligroso. Pero estamos en sus manos, nos encomendamos a él.
Un estudio reciente muestra que el algoritmo de X favoreció a las cuentas republicanas por sobre las demócratas durante las últimas elecciones en Estados Unidos. Es muy probable que así haya sido, pero también es sólo la otra cara de la moneda de lo que pasaba antes de que Musk tomara el mando, cuando el sesgo era claramente progresista. Todo algoritmo diseñado por humanos y toda moderación de contenido inevitablemente reflejan algún tipo de sesgo.
Más grave que X es TikTok, donde el algoritmo tiene una influencia mucho mayor, porque lo que ves depende completamente de lo que TikTok decide mostrarte.
Dicho esto, la naturaleza de X hace que “el algoritmo” tenga una relevancia relativa. Según el estudio, desde julio las vistas de los posteos de Musk aumentaron un 138%, los retweets un 238% y los likes un 186%, mientras que otras cuentas políticas crecieron en promedio un 57% en vistas, un 152% en retweets y un 130% en likes. Sin embargo, como usuario, uno tiene la libertad de bloquear o silenciar la cuenta de Elon Musk para evitar verla. Además, si no seguís su cuenta, sólo la verías si alguien la retuitea. Algunos dirán que esto no soluciona del todo el problema. Irse a Bluesky tampoco.
Más grave que el caso de X es el de TikTok, donde el algoritmo tiene una influencia mucho mayor. Como dije antes, en TikTok no hay un timeline que muestre exclusivamente el contenido de las personas que seguís, sino un feed compuesto por videos de personas que no necesariamente seguís, diseñado por el algoritmo. En este caso, lo que ves depende completamente de lo que TikTok decide mostrarte. Aunque se supone que el contenido está basado en tus interacciones (como búsquedas, tiempo de visualización, likes y comentarios), su funcionamiento exacto sigue siendo un misterio. Para colmo, al ser una aplicación china, el asunto se vuelve aún más opaco.
La utopía libertaria de Bluesky
Bluesky sí tiene una diferencia importante con X que no es evidente a simple vista, pero que resulta fundamental: su carácter descentralizado. A diferencia de las demás redes sociales, Bluesky utiliza el AT Protocol (Authenticated Transfer Protocol), un estándar descentralizado que otorga a los usuarios mayor control sobre sus datos y experiencia.
La tecnología todavía está en pañales, pero al ser de código abierto, permite no sólo conocer el algoritmo que utiliza la red, sino también elegir entre varios creados por la comunidad, en lugar de depender exclusivamente de uno diseñado por una corporación.
Además, el AT Protocol facilita la interoperabilidad entre distintas redes sociales. Por ahora, Bluesky (su creadora) es la única red relevante que lo usa, pero si en el futuro otra plataforma lo adopta, un usuario de Bluesky podría trasladarse a esa nueva red llevándose todo su perfil: seguidores, seguidos, mensajes y demás. No está nada mal.
Otro beneficio de la descentralización es que hace más difícil (aunque no imposible) bloquear el servicio, como pasa en países como China o Irán, o como pasó brevemente en Brasil.
En resumen, Bluesky, en apariencia, es idéntico a X. Si no hay trolls, es sólo porque todavía no llegaron. Pero en su esencia, tiene un aire de utopía libertaria que no estoy seguro de que los progres entiendan del todo y, si lo hicieran, probablemente aborrecerían. En definitiva, los trumpistas se iban de Twitter porque moderaba el contenido y los progres se van porque no lo modera. Si el modelo de Bluesky tuviera éxito, los grupos marginales de ultraderecha se sentirían muy cómodos en él, ya que podrían dar rienda suelta a sus teorías conspirativas sin temor a bloqueos, usando algoritmos de moderación propios.
Los trumpistas se iban de X porque moderaba el contenido y los progres se van porque no lo modera. Si Bluesky tuviera éxito, los grupos de ultraderecha se sentirían muy cómodos.
De todas formas, parece poco probable que esto pase. Por ahora, podemos ver algunos pasos de comedia como el del crítico de cine Diego Batlle, quien anunció el lunes: “Dejo de interactuar en esta red. Me limitaré a postear mis notas, videos, podcasts y cursos. Harto de tanta manipulación, sesgo fascista y discurso de odio.🖕🏻Elon”. Y al día siguiente posteó: “Recién entré a ver cuántas cuentas había en @bluesky y justo estaba llegando a 20 millones. Crece a razón de 6 o 7 cuentas POR SEGUNDO. #Bluesky 💪🏻”. ¿Lo escribió en Bluesky? No, en X, por supuesto, porque de otro modo nadie lo hubiera leído.
Un recuerdo personal a modo de epílogo. En 2011 yo tenía instalado en mi notebook el Linux, un sistema operativo de código abierto. Era gratuito, como todo el software que usaba, y la computadora funcionaba más rápido porque no tenía las porquerías que Windows instalaba de prepo. Sin embargo, su desventaja era que resultaba un poco más complicado de usar y le faltaban algunas compatibilidades esenciales.
Ese mismo año llegó al país Netflix, el primer servicio de streaming en Argentina. Abrí el navegador, intenté entrar, y un cartel me informó que la página no era compatible con mi sistema. Por esos días entrevistamos en la radio a Richard Stallman, el gurú del software libre, y le planteé este problema. Le comenté que todo muy lindo con Linux, pero que las incompatibilidades eran un gran obstáculo. Stallman, un extremista que llegó a decir que antes que entregar computadoras del Conectar Igualdad con Windows era mejor no entregar nada, me contestó: “Netflix no usa código abierto, no conocemos cómo funcionan sus algoritmos, no hay que usarlo”.
Ese día desinstalé el Linux y me instalé el Windows.
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