IGNACIO LEDESMA
Entrevistas

Eduardo Wolovelsky

El biólogo, autor del libro 'Obediencia imposible', piensa la pandemia desde la ciencia y desde la filosofía. La ilusión del encierro total y el error de erigir a los científicos en sacerdotes y burócratas.

Con su libro Obediencia imposible. La trampa de la autoridad (Libros del Zorzal, 2021), el biólogo Eduardo Wolovelsky (Buenos Aires, 1959) intervino en el debate público sobre la pandemia y los encierros con una asombrosa combinación de conocimiento científico y pensamiento filosófico, basado en lecturas de todo tipo que van desde las expediciones a la Antártida del siglo XIX a las películas sobre zombies. Contemporáneos en sus estudios en la carrera de Ciencias Biológicas, conversamos sobre el coronavirus, la muerte y la sacralización de la ciencia.

Me da la sensación de que, con la pandemia, buena parte de la humanidad descubrió la muerte. Como que recién ahí entendieron que algún día se iban a morir.

Les pregunté a mis alumnos de tercer año: “¿Qué es lo contrario la muerte?”. Una alumna de quince años respondió: “Lo contrario de la muerte es la natalidad”. Lo mismo que yo había escrito en un libro. Lo contrario de la muerte es el nacimiento. No de una persona solamente: el nacimiento de una obra, el nacimiento de un vínculo, el nacimiento de una relación. Paradójicamente, en ese intento, descubrimos la muerte, la queremos negar. Hacemos un ejercicio de negación constante, pero paradójicamente la instalamos y la promovemos.

Es interesante, porque hubo dos formas de negar la muerte. Una fue: “Guardate en la cueva”. Y ese mandato es una protección contra la muerte. Alguien que vive en Israel en un momento me dice: “Me voy a internar en un geriátrico”. Yo le digo: “¿Por qué?”. “Porque el ministro de Salud dijo que ahí no tiene que morir nadie más”. Surgió este discurso patológico contra la muerte. Y lo paradójico es que, además de protegerte estando encerrado, era que no podía nacer nada. No puede nacer ni una obra, ni un amor, ni un vínculo. Nada. Paradójicamente, es una cultura de muerte donde además consumimos la muerte del otro. La noticia es que acá murieron tantos y mañana otros tantos. Y uno dice “nosotros no, a mí no me tocó”. Había algo de ese consumo de la muerte, que es paradójico, porque intenta negar la muerte, pero lo intenta negar de una manera patológica. A la muerte sólo se le responde con el nacimiento y aceptando la propia en algún momento.

Escribí una anécdota muy significativa sobre esto, la de Janusz Korczak, pedagogo y pediatra polaco que tenía a cargo un orfelinato en Varsovia. Cuando se hace el gueto de Varsovia en la Segunda Guerra Mundial, donde se limita una parte de la ciudad y todos los judíos son puestos ahí en condiciones de hacinamiento, también se muda el orfelinato. Cuando empieza la liquidación del gueto y comienzan a trasladar a la gente a los campos de exterminio, se llevan a los chicos. A Korczak la resistencia le ofrece un salvoconducto. Sin embargo, él lo rechaza y acompaña a sus alumnos, a sus chicos. Y yo digo “… y así Korczak les salva la vida”. ¡Pero cómo “les salva la vida”, si van todos a la cámara de gas! ¡Ah! Porque la vida se salva mientras uno vive. Cada minuto. Veinte horas, ochenta años. Entonces, Korczak, al no dejar que sus alumnos vayan solos y desamparados, en ese momento donde van, él les salva la vida.

Hay una protección de la vida en ese momento que no hubiera estado si él se hubiera salvado solo.

Hay algo que no logramos entender o por lo menos no podemos reflexionar sobre esto. Nos parece que la vida es la sucesión de la marca de los patrones bioquímicos que mantienen las reacciones que nos dicen que estamos vivos. Y a eso se resumió la cosa, ¿no? Ese era el argumento que parecía estar en juego. A esta situación, bajo estas circunstancias, parecemos reducirnos a animales en una jaula a la cual le tendrían que traer los víveres y todos deberíamos darnos por satisfechos porque mantenemos nuestra integridad biológica. Siguiendo esta lógica, se le podría sumar algo más: tendríamos que condenar a todos los exploradores por dementes, porque ponían en riesgo su vida y muchos murieron allí.

Claro, todos los que empujaron los límites pagaron un costo.

Si miramos la historia humana bajo esa óptica, hay que decir que la humanidad está toda demente, porque la mayoría ha arriesgado sus vidas por hacer algo que consideraban muy significativo. Esto incluso lo podemos ver dentro del campo de la ciencia. Cuando yo era adolescente, uno de los artículos que me motivaron y me movieron fue uno de Isaac Asimov que se llamaba “Muerte en el laboratorio”. Era una historia sobre los investigadores que mueren a sabiendas de que están haciendo un trabajo riesgoso. Ahora, si la propuesta es vivir biológicamente a como dé lugar y no importa lo que hagamos, directamente la historia de la humanidad no existiría como la conocemos.

Ahí hay dos cosas. Por un lado, las sociedades eliminaron la idea de riesgo, la idea de que se vive haciendo apuestas. Me tomo un avión y acepto o no acepto el riesgo que conlleva. Acepto esa idea de que voy a correr un riesgo que si me quedo en mi casa no lo tengo. Y otra idea que parece haberse suprimido es la de costo/beneficio, de que todas estas medidas tienen un costo que no ha sido evaluado.

Fijate que te venden el seguro de vida y en realidad es un seguro de muerte. ¿Pero quién lo va a llamar “seguro de muerte”? El seguro de vida, como si alguien te pudiese asegurar la vida. No, asegura con un dinero a quien te sobrevive. Vos te morís. Son interesantes todos estos eufemismos, todas estas formas, todos estos desvíos. Los puedo ilustrar con otra anécdota que me pasó. No voy a decir la editorial, pero a mí cierta vez no me publican un libro que trataba sobre experimentación con animales. En esa misma editorial se publica un libro donde los seres vivos “nacen, crecen y envejecen”. Libro para chicos. Es interesante, porque no pudieron poner la palabra “muerte”. La obra no me parece buena, pero independientemente de que no me parezca buena, no aparece la palabra “reproducción” ni la palabra “muerte”.

Yo publiqué un librito que se llama Hombres de hielo. Un libro para chicos de siete años, porque tiene un renglón por página, y el libro cuenta la historia de Admundsen, que había decidido matar a sus perros a medida que avanzaba hacia el Polo para comerlos de regreso. Entonces, me dicen: “¿Cómo le vas a escribir esto a los chicos?”. Perdón, ¿a los chicos la muerte les es ajena? ¿No existe?

Un importante nivel de protección y negación.

Es negación porque supuestamente el argumento es la protección, pero lo único que termina ocurriendo es la desprotección total. La debilidad más absoluta. A la sociedad se nos prometió controlar todo. Pensar la enfermedad. Pensar la muerte. El sueño frankensteniano de vencer a la muerte llevado a una ilusión masiva. Y los costos han sido enormes, porque lo primero que aparece –incluso en el primer decreto del Presidente, de marzo de 2020– es el principio de precaución, pero el principio de precaución porta su propio cuestionamiento. Lo que no toma en cuenta el principio de precaución son todos los daños que implica que no hagamos tal cosa, porque si fuese así no deberíamos tener electricidad. Si vemos cuando empezó la electricidad, la cantidad de accidentes y la gente que moría electrocutada, bueno, nunca tendríamos que haber desarrollado la electricidad por precaución.

Acá fijate que es interesante porque lo que se dice es el principio de precaución: quedate en casa. Yo empecé a odiar la palabra “casa”. Directamente no la puedo escuchar. Como si no implicara un riesgo enorme por la pérdida de lo que ocurre fuera de casa. Ahora, en ningún momento el decreto presidencial se hace cargo de que ser tan precavido puede tener riesgos tan grandes que transforma todo en un gran peligro. Este es el dato interesante.

Entonces, repito, se trata de reducir las cosas para que sean simples y sencillas para el que toma la decisión, ¿no? Y bueno, resulta que la toma de decisión en todos estos casos nunca es sencilla, siempre tiene algún componente de ambivalencia. Y algún componente de ambigüedad. Por eso es tan grave imaginar que la solución o la forma de enfrentar esto es por decreto, decreto que puede ser gubernamental, o los decretos personales que cada uno estableció sobre el otro, incluso sobre sí mismo por no poder soportar ese estado de ambigüedad que es inevitable, ¿no?

Así que me parece que lo que se hace es clausurar el riesgo de la decisión. Se imagina que la decisión implica riesgo cero. Uniendo todo, a mí hace poco alguien me dice: “Eduardo, dame un argumento para que yo explique por qué no sería bueno estar encerrado todo el tiempo”. Yo no tengo un argumento simple, sencillo, claro. Sólo te puedo decir esto si después de un año y pico no aprendimos nada, bueno, se puede permanecer encerrado, sólo que hay que aclarar en algún momento que todos vamos a morir e incluso a algunos le podrían pasar cosas hasta peores. Tenemos que ser honestos en esto. Ahora, la deshonestidad de la idea de un protector, la idea de que hay alguien que te salva, incluso contra tu propio deseo de ser salvado, de que hay un santo que te protege, me parece que es uno los costos más grandes que vamos a enfrentar. Esta idea de la santidad, del salvador, la entrega de la propia responsabilidad. La entrega de la libertad, la entrega del cuidado. Renunciar a que yo tengo que hacer algo porque otro, un salvador, algún iluminado, lo va a hacer por mí.

Esa fue una de las cosas que más me ha preocupado. En el libro puse una cita de Todorov de Frente al límite, que creo que es brillante: “El amor a Dios llena el corazón del Santo y no deja lugar para un amor comparable hacia los hombres. Amar a los hombres con tal amor revelaría idolatría, puesto que los humanos pertenecen al mundo de aquí abajo, no al reino de Dios”. Y cuando alguien dice “Yo te voy a salvar, etc”, si vos me preguntas, es un ejercicio narcisista. No pretende salvar a nadie, pretende adquirir esa santidad.

¿Y qué fue lo que hizo que casi todas las sociedades del mundo se entregaran a esto?

Nosotros veníamos discutiendo mucho con gente de las letras sobre el problema del deseo en la cultura occidental. Las personas que viven en la cultura occidental no saben lo que quieren. Se han transformado en consumidores. No en personas deseantes, no en personas que se planteen algún sentido profundo de la existencia que implica costos enormes, que implica dolores enormes. El amor, por ejemplo, duele, siempre duele. Con lo cual no podemos amar si queremos desterrar el dolor. Hay un conflicto del deseo, hay un conflicto tecnológico. Las tecnologías de la información son egocéntricas, o sea fortifican siempre el punto de vista que yo ya tengo.

Por ejemplo, las plataformas te hacen recomendaciones de música, películas, de las películas que ya ves. Reforzando tu propia perspectiva. Tomando una frase de Yehudi Menuhin, uno de los más célebres violinistas del siglo XX, que dijo: “El siglo XX promovió las más grandes esperanzas y destruyó todos los ideales”. Yo creo que estamos en una sociedad sin ideales. En el mejor de los sentidos lo digo, porque vos pensás que en el siglo XX siempre en nombre de el Hombre Nuevo, la justicia, la igualdad, tuviste dictaduras, totalitarismos, etc. Parece que entonces uno renunció a los ideales porque te pueden conducir hacia ese lugar, ¿no? Entonces lo que hacemos es transformarnos en consumidores. El goce es consumir. Además, promovido por una forma tardía del capitalismo.

Me parece que es una crisis muy profunda de una cultura que creyó que era bueno no morirse, pero no vivir. Nunca tuve un aprecio particular por las películas de zombies. Ahora entiendo por qué se hacen tantas. Es la condición que estamos teniendo hoy, la del zombie. No está ni vivo ni muerto.

Es el tema de la fantasía de los últimos tiempos, el muerto vivo.

Sí, me parece que ese es el gran tema, porque en realidad era anterior a esto y esto en realidad lo desnudó de manera muy clara. En 1968 estuvo la epidemia de gripe de Hong Kong donde murieron entre uno y cuatro millones de personas. Nadie tiene registro de esa pandemia. Estaba la guerra de Vietnam, la llegada al hombre a la Luna, un montón de conflictos sociales, políticos, etc. Todavía la década del ’60 tuvo ese resurgir de algún ideal que después terminó cayendo en la década del ’80. Se podría decir algo muy interesante que dijo Michael Levitt, premio nobel de Química, que es uno de los pocos que se animó a decirlo. Todo el discurso era “hay que cuidar a los mayores”. Lo que nadie dijo es que el discurso implicaba que había que sacrificar a los jóvenes. Él tiene 73 años, es hijo de los baby boomers. Dice: somos una generación horrible, vivimos como duques, tuvimos el estado de bienestar, no tuvimos conflictos, teníamos trabajo, conseguimos lo que queríamos, contaminamos todo lo que queríamos y ahora queremos que los jóvenes paguen la cuenta. El único que se animo a decirlo.

Espectacular.

Me parece muy interesante que una cultura que tiene este discurso es justamente una cultura que niega la vida, la vida del que te va a continuar. Por eso al principio del libro, cuando digo por qué lo escribí pongo que en lo personal este libro es una forma de no renunciar a la existencia, aceptando que cuando el hado lo disponga, he de morir con la tranquilidad de saber que habrá hombres y mujeres de una nueva generación que podrán alimentar la vida oponiéndose a subsistir maniatados. La única forma que tengo de vivir y de morir cuando me llegue es saber que quienes me continúan tienen una oportunidad. Lo digo de todo corazón. Insisto, esto pasó a revelar una crisis traumática de una cultura que no sabe hacia dónde dirigir la mirada.

Y dentro de ese panorama, un discurso que creció es el de la ciencia como una especie de suprema corte que dirimía si el barbijo sí, el barbijo no, la cuarentena, la vacuna, etcétera. ¿Cómo viste ese rol que jugó la ciencia? Vos y yo sabemos que funciona de una manera un poco más tortuosa.

Vos me obligas a ponerme la corona de espinas y cargar la cruz ahora. Escribí un librito que se llama El siglo maravilloso. Salió de una muestra en el 2013 que hicimos en el Centro Cultural Ricardo Rojas. Escribí este libro porque hay otro en inglés que se llama igual, que escribió Alfred Russel Wallace, el coautor de la teoría de la selección natural. Lo escribió en 1898. Wallace es alguien que se oponía a la vacunación. Menos mal que no le dieron lugar, porque se oponía a la vacunación contra la viruela. Se oponía porque decía que el Estado no se puede apropiar del cuerpo de las personas. Cuando en Estados Unidos se aplicó la ley de eugenesia, o sea, de esterilización de los deficientes, la justificación fue por la ley de vacunación.

Ahora, el dato interesante es que él escribe El siglo maravilloso y dice el siglo XX va a ser el siglo maravilloso, porque con el desarrollo científico-tecnológico vamos a lograr esto, lo otro y lo otro. Era un pensamiento legítimo de una persona del siglo XIX. Lo que yo tengo que decir es: qué suerte que tuvo Wallace, que se murió en 1913 justo antes la Primera Guerra Mundial. Entonces tenemos que empezar a entender que la ciencia no es sólo un conjunto de conocimientos. Es un conjunto de conocimientos, algunos bien establecidos históricamente, otros con un montón de problemas. Son instituciones, son pujas políticas, pujas por el poder. Los científicos no son sacerdotes, portadores de la verdad.

Un ejemplo es Fritz Haber, que fue premio nobel en 1918 por la síntesis del amoníaco, que además permitió, entre otras cosas, el desarrollo de nitratos y la producción de fertilizantes artificiales. En su discurso de aceptación dice: “Esto va a transformar las piedras en pan”. Excepcional, la ciencia salva. El único problema es que al mismo tiempo que decía esto, estaba siendo considerado criminal de guerra, porque es el padre de la guerra química. Además, decía que la virtud de la guerra química era que era más humanitaria porque no desmembraba los cuerpos.

Acá tenemos un problema. El primer problema con la ciencia es presuponer que la ciencia no tiene límites a las afirmaciones que puede hacer. No puede resolver todos los asuntos humanos. Puede resolver algunas cuestiones, y como cosa única, muy pocas. Este es un primer punto. Segundo, yo diría que, en relación con una pandemia, tomaría la frase de Rudolf Virchow que dijo: “Una epidemia es un fenómeno social con algunas connotaciones médicas”. Hay aspectos médicos, por supuesto, hay un virus, hay un conocimiento de un virus. Hasta allí es lo legítimo lo que podemos decir, lo que podemos saber. El problema es, como pregunto en el libro, si los médicos a los que les gustó el lugar de funcionarios se comportan como burócratas, ¿con qué doctores se va a ir a curar la gente? Yo podría decir: si los científicos se comportan como sacerdotes, ¿con quién vamos a debatir? No tenemos con quien debatir los saberes que eventualmente consideramos legítimos. Estamos debatiendo con una persona que afirma un dogma, que en el caso de un sacerdote es legítimo porque se asume como tal, pero el científico no se asume como tal.

Un ejemplo de esta visión dogmática de la ciencia esta en el libro Las neuronas de Dios de Diego Golombek. Ahí hay una frase que es muy clara, dice: “Si la religión es un virus, la ciencia puede ser la vacuna”. Ahí queda claro el nivel de fundamentalismo con el que se está encarando la cuestión. Por supuesto, a mí el científico me podría explicar qué es un virus, cómo está hecho, etcétera, pero después también tendría que admitirme todo lo que no sabe.

Es un lugar disparatado para poner a la ciencia.

Hay una cita del premio nobel de Química François Jacob en el libro El ratón, la mosca y el hombre que dice: “En la era de la ingeniería genética, la biotecnología, la sociobiología, no podemos hacer como si nada hubiese ocurrido”. ¿Dónde? En los campos de exterminio nazi. Lo importante allí no era el Mengele que hacía el trabajo, lo importante ahí eran todos los científicos que construyeron el andamiaje teórico que hicieron posible esos experimentos. Esos científicos eran hombres que peleaban por el bien público, que llamaríamos de izquierda, comunistas, etcétera. Eran la antítesis de Mengele. Entonces la pregunta que él se hace es ¿dónde está el error? Y dice: el error está en que estos científicos nunca creyeron que tenían que debatir sus ideas con el resto de la población sobre la cual iban a actuar.

Te pondría el punto sobre otra cuestión, que es la divulgación científica, que se ha transformado en una forma de divertimento, entretenimiento o visión religiosa, ¿no? Cuando vi Cosmos en el año ’80 me di cuenta de que en la facultad aprendía poco y nada. Me abrió un montón de cuestiones, etcétera. Ahora, tenemos que asumir que Cosmos no deja de ser una obra religiosa. Cuando lo dije, todos se enojaron. Cosmos empieza diciendo: “El Universo es lo que fue y lo que será”. Y es así como Dios le dice a Moisés que se tiene que presentar ante el Faraón. Yo soy el que soy, el que fui, el que será. Entonces hay una cuestión religiosa ahí que es importante.

Cosmos esta inspirado en una obra anterior, que es de Jacob Bronowski, poeta y matemático polaco, un gran pensador. Y sin embargo, a mí me impresionó algo. Él hace una obra que se llama El ascenso del hombre, que la filma la BBC en el año ’73. En un momento está en Auschwitz y se pregunta si Auschwitz, campo de exterminio, es producto de la ciencia, porque allí se transformaron las personas en números. Él dice: “No, esto es producto del dogma”. Saca la ciencia de ahí. Si uno lee a Bauman en Modernidad y Holocausto, él señala que la ciencia y los científicos tienen mucha responsabilidad por lo que sucedió en Auschwitz. Independientemente de eso, en Auschwitz murió toda la familia de Bronowski, él se refugió en Inglaterra, pero su familia no. Al final del libro hay fotos de científicos: Einstein y su mujer, Pierre Curie y Marie Curie, Boltzmann y su mujer, diciendo que hay que elegir la pareja que uno tiene con cuidado por los hijos. Tiene un discurso filonazi. Amén de que Boltzmann se suicidó y Einstein jamás cuidó de sus hijos, al punto que su hijo mayor lo rechaza. Su hijo menor estaba internado en un instituto psiquiátrico y jamás lo fue a visitar.

Así podemos seguir, no importa. Pero lo que quiero decir es que es impresionante esta fe que se armó. Se construyó en una religión secular porque hemos perdido los ideales políticos. Y entonces queremos tener fe en una religión secular y por supuesto, muchos asumen con gusto ese lugar.

Sí, sobre todo si los convierten en sacerdotes que toman decisiones.

Es una de las cuestiones que más me preocupan. Acá tomaría una frase de Oppenheimer sobre la bomba atómica. Oppenheimer dirigió la parte científica de la bomba atómica y después de Hiroshima y Nagasaki, digamos que se da vuelta. Y empieza a ser muy crítico del desarrollo de armamento nuclear. Él dice: “Estábamos tan entusiasmados con resolver el problema de la construcción del artefacto que nos olvidamos lo que significaba”. Eso es lo que tenemos que empezar a entender los científicos. El que sea, tiene una visión particular del mundo, como cualquier ser humano. Y esa visión particular no puede responder a todo.

Claro, uno piensa en Pedro Cahn y es la personificación de ese sacerdote.

Bueno, como Anthony Fauci en Estados Unidos o Neil Ferguson en Inglaterra. El informe de Neil Ferguson, que obligaba el confinamiento por un año y medio hasta que aparezca la vacuna decía concretamente: “No tomamos en cuenta los significados éticos, políticos y sociales del confinamiento”. Hay que prestar atención a los desacuerdos en el mundo de la ciencia. A nosotros nos enseñan que hay acuerdo. No, no. Hay acuerdo sobre las cuestiones históricas ya lejanas, pero en general se vive con el desacuerdo hasta que el tiempo dictamina. El devenir del tiempo es el que va cristalizando las ideas que van quedando. Sobre eso hay acuerdo. En los procesos hay un montón de desacuerdos que deben ser sabidos.

El work in progress es sobre un desacuerdo.

Exacto. Entonces eso debe ser sabido y debe ser manifestado. Una vez un físico me dijo “los trapitos sucios hay que lavarlos en casa” Falso, es que no son trapitos sucios, es parte de la dinámica. Esto es parte de la dinámica de cómo se trabaja y se piensa.

Por eso a mí me impresiona cuando se quieren resolver algunas discusiones de esta cosa in progress con los papers que se están haciendo ahora. “El barbijo sirve. La distancia tiene que ser tal, el asintomático contagia, no contagia”. O sea, revolear papers a esta altura con una cosa que tiene un año y pico, es un poco no entender cómo funcionan las cosas, ¿no?

Totalmente de acuerdo. Te tiran “esto fue publicado en la revista tal”. Y nosotros sabemos que eso no transforma algo en válido. Han pasado muchas cosas con la publicación de artículos aquí o allá. Es sólo la historia del ir y venir de las discusiones, por difíciles que sean, por complicadas que resulten, lo que va a permitir que con el tiempo sepamos. Anders Tegnell, el epidemiólogo sueco que se resistió a los grandes cierres, argumentaba que tomaba la decisión sin estar del todo seguro, pero la tomaba tomando en cuenta otros aspectos de la vida humana y diciendo “bueno, tal vez lo mejor es establecer esta perspectiva donde no hacemos acá lo más rígido, porque no sabemos si funciona, pero tampoco destruimos todo”.

No se trata acá de no tomar ninguna medida, pero resulta que hoy nosotros con todas las medidas durísimas que tomamos, asumiendo la dificultad de comparar, nuestros resultados fueron muy malos. Este es uno de los argumentos que da Alberto Fernández, que puede sonar lindo por su simpleza, pero siempre en la excesiva simpleza hay falsedad. Cuando él dice “bueno, la libertad está bien, pero para ser libres hay que estar vivos”. Yo nunca entendí qué quiere decir esto. Supongo que primero tengo que vivir y después soy libre. Eso es un reduccionismo totalmente falso. Es insostenible hasta el punto de que es una frase de la cual me cuesta hablar porque la encuentro terriblemente irracional, enmarañada, tramposa. Sí, sí, para mirar la tele tengo que estar vivo. Pero si estoy muerto no me entero de que no miro la tele, así que no hay problema. El humor sirve para responder a estas cuestiones porque es muy difícil.

El tema es que no es sólo la Argentina. Insisto, vos lo dijiste, fue un dictado de la cultura occidental. Acá China exportó un modelo y un Occidente totalmente en crisis lo tomó. Porque si China tiene 4.000 muertos y sólo 80.000 casos, en última instancia si el gran problema era este, implantamos un sistema dictatorial al modelo chino y listo. Y si esa es la única variable ¡ya esta! Esto es lo que se vendió en un primer momento, ese éxito del encierro. En Wuhan te mostraban cómo el dron vigilaba y llevaba la comida a una persona y se la dejaba ahí. Perfecto, ese era el modelo. Más allá de la desconfianza que podamos tener a los datos brindados por China, Occidente terminó comprando este modelo.

Me acuerdo el primer discurso de Merkel, que me pareció brillante y después traicionó totalmente. El primero fue: “Va a morir mucha gente, pero no podemos ceder sobre ciertas cosas. Tenemos que cuidar la vida, los vínculos, las libertades, etcétera”. Y, sin embargo, después su giro. Sí, efectivamente, yo creo que ahí hay una crisis de una cultura que quiere controlar todo, incluso la muerte.

Y quiero aclarar algo, más allá del coronavirus: ¿vamos camino a ser enfermos permanentes? Como decía Claude Bernard: “Un paciente sano es un paciente mal diagnosticado”. Y claro, porque nos van a poner el microprocesador que nos va a estar testeando. Tenemos por un lado la ciencia y por otro lado los empresarios de las tecnológicas que son los otros nuevos sacerdotes. Las tecnológicas apostaron además a la educación virtual. A todos les falló.

Lo que sirvió esto es para demostrar que esas herramientas no estaban todavía para funcionar de esa manera.

No están ni van a estar nunca, va a ser otra cosa, pero “clases” no van a ser. “Hay clases virtuales, hay conectividad”, etcétera. Basta con esa discusión. Lo que hacemos por la computadora no es una clase virtual. Es una especie de seudovínculo “a la espera de”. Se puede aprender alguna cuestión instrumental. Mueva esto para acá o mueva esto para allá. Pero después, aspectos que tienen que ver con perspectivas más complejas, con argumentación, no. A mí todo esto me costó mucho. Yo a veces digo: no sé cómo sobreviví. Bueno, sobreviví, por ejemplo, escribiendo. Y sobreviví porque tengo compromisos con mis hijos, con mis alumnos, etcétera. Dije me toca, me toca, quiero pelear por esto, porque salgamos de este confinamiento.

Señalar al Emperador desnudo es algo que te da cierta estructura espiritual para seguir adelante.

Exacto. Yo me sentí muy mal, quería ser honesto. Yo en los primeros días de la pandemia hice una asociación con Malvinas, cuando aplaudían en los balcones y gritaban “viva la patria” y cantaban el Himno. Yo me sentía muy mal. Dije: no voy a sobrevivir. Ese fue el momento más crítico, donde creo que gran parte de los científicos fallaron. Yo te soy honesto, a mí todo me resultaba patético: las curvas que mostraban, los argumentos matemáticos ridículos. Y yo no soy un gran experto en matemáticas, pero me daba cuenta. ¡El R0!

¡EL R0! Es como la pócima de Asterix: una cosa mágica que no se sabe cómo funciona y que les daba poder.

Dan Yamin, que es ingeniero, trabaja en temas de epidemiología en la Universidad de Tel Aviv y analizó el Ébola en el 2014, decía: “El R0 está en 2, si los encierran a todos y baja, ¡me tienen que explicar por qué no vuelve a 2 cuando salen!”

Claro, así de simple.

Además decía: ¿por qué es falso y por qué no sirve el confinamiento? Porque presupone que las personas se mueven como partículas ciegas y las personas se mueven en núcleos sociales. No interactúan entre el tiempo con cualquiera, como si fuesen partículas, no es que esos núcleos sociales van a seguir íntegros. Viste cuando venían con la fórmula: “Hay que testear, testear, hay que hacer más testeo. ¿Y por qué? ¿Esa es la fórmula? Vos sabés que nunca entendí porque hacer masivamente testeos serviría.

Sí, es como que tendrías que vivir en un testeo continuo.

No era el HIV, que tiene otra lógica y en la cual el testeo tiene un sentido. Testear y que te dé negativo no significa gran cosa, siendo una enfermedad respiratoria. Necesito que alguien me lo explique. Tal vez yo no lo entendí bien.

Pero mirá, en un momento por la burbuja de la escuela yo tenía que estar aislado. Me llamaban todo el tiempo del Gobierno de la Ciudad para ver cómo estaba. Yo contestaba :”¡Sin novedad en el frente!”. Y entonces me dicen: “Bueno, ahora que es el séptimo día sin síntomas puede ir a testearse”. “Sí –le digo–, perdoná, ¿para qué me iría testear si en dos días, tres días ya no sirve esa medición?” O sea, me voy a testear haciendo una cola con mucha gente que por esta condición capaz que me termino contagiando ahí.

No entiendo esta forma de razonar. Yo creo que vos podés hacer un testeo poblacional como para ver cierta estadística y después para dar diagnóstico, para descartar otra cosa. Creo que alguna vez lo tendremos que poder discutir, porque lo que hay que saber es hasta dónde el miedo, la excesiva precaución, no terminó produciendo más daño que lo que en realidad quería resolver.

 

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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