En mayo del año pasado, algo asustado por la prematura intensidad que mostraba la disputa interna dentro de Juntos por el Cambio, y más particularmente dentro de las filas del PRO, publiqué en Seúl una nota donde recordaba y advertía sobre “el fin de ciclo kirchnerista que no fue” luego del conflicto con el campo, la derrota en las elecciones intermedias de 2009 y la remontada de 2011. Mi principal preocupación era, y siguió siéndolo desde entonces, que se diera por sentado el resultado de la elección de 2023, algo que intensificaría la disputa interna bajo el supuesto de que quien ganase la primaria de Juntos por el Cambio sucedería a Alberto Fernández en la presidencia. El párrafo final de la nota resultó premonitorio:
Dentro de Juntos por el Cambio […] hay un diagnóstico compartido. Los referentes de las fuerzas que lo integran y quienes se sienten con chances de suceder a Alberto Fernández parecieran acordar que el actual oficialismo volverá al llano en diciembre de 2023. Tal como en 2009-10 se asume el fin de ciclo. Ello, paradójicamente, genera enormes tensiones, al punto de que por momentos pareciera que para algunos dirigentes la coalición parece ser un lastre que eventualmente habrá que sacrificar para ganar en octubre de 2023. La miopía no podría ser mayor. Como canta Kenny Rogers en El jugador: “Nunca cuentes el dinero mientras estás sentado en la mesa. Habrá tiempos de sobra para contarlo cuando el juego haya terminado”. No sea cosa que una ruptura vuelva a dejar a buena parte del electorado huérfano de la política, o que una fragmentación excesiva del voto no kirchnerista, potenciada por la irrupción de los libertarios, logre el milagro de asegurar la continuidad oficialista.
No hubo ruptura de Juntos por el Cambio, pero el resultado fue el que pronosticaba la nota. Las tensiones crecientes alejaron a buena parte de quienes en 2015, 2017, 2019 y 2021 apoyaron a la coalición. Desde mediados de 2022 hasta las PASO del 13 de agosto las distintas facciones de Juntos por el Cambio se involucraron en una pelea a todas luces demencial, pelea que tuvo como eje más al PRO que al radicalismo. Desde las distintas facciones proliferaron ataques frontales, zancadillas y chicanas. El espectáculo fue sencillamente lamentable. Una fuerza política que tenía la oportunidad de ganar la presidencia, que arriesgaba pocas bancas en la Cámara de Diputados de la Nación y que de repetir el desempeño de 2021 habría quedado cerca del quórum propio, se empeñó en librar una lucha fratricida a través de las tapas de los diarios o en los estudios de televisión.
Desaffectio societatis
El affectio societatis se perdió mientras algunos flirteaban con Javier Milei y otros parecían sentirse más cómodos con la perspectiva de una sociedad con el ministro de Economía del oficialismo, y probablemente futuro presidente de la Argentina. Todo ello en el contexto de un profundo deterioro económico. Para ponerlo de manera sencilla, mientras los problemas de la ciudadanía se agravaban de manera diaria al calor de una inflación galopante, la que entonces era la principal fuerza de oposición se dedicaba a dialogar consigo misma, en vez de hacer lo obvio: hablarles a los votantes. El resultado de semejante desconexión con la realidad está a la vista.
El 13 de agosto por la noche comenzó la debacle cuando inesperadamente (o no tanto) Juntos por el Cambio no resultó la fuerza más votada en las PASO. No debe considerarse esto una crítica a la utilización de las primarias para la definición de las candidaturas. Mejor una primaria que una candidatura surgida de un conciliábulo de unos pocos dirigentes. Sin embargo, evidentemente la disputa se salió de control. Por momentos parecía que para un cambiemita no había cosa peor que otro cambiemita. Basta con bucear en los portales de noticias o en las redes sociales para constatar el nivel de virulencia, la mezquindad y las patéticas miserabilidades que salieron a la luz en la interna a cielo abierto que las distintas facciones de Juntos por el Cambio optaron por librar. El divorcio entre la conversación de la política y la conversación de la calle no pudo ser mayor. Tras el shock del 13 de agosto se podría haber intentado emular la práctica del “abrazo republicano” que sella la unidad partidaria del Partido Colorado de Paraguay luego de haber disputado una interna feroz. Algo de eso se intentó en las últimas semanas de campaña, pero ya era tarde.
Juntos por el Cambio, la coalición que surgió para darles refugio a los “huérfanos de la política”, está hoy en terapia intensiva. Unos miran con simpatía la motosierra y las cargas de dinamita que Javier Milei tiene previstas para el Banco Central; otros se sienten atraídos por la convocatoria a la unidad nacional que promueve Sergio Massa. Los líderes de Juntos por el Cambio deberían hacer una profunda autocrítica para reconocer el daño que generaron para la coalición los coqueteos que unos y otros hicieron con figuras tan disímiles como Milei, Schiaretti o Massa. Frente a semejante vocación suicida el resultado no debería tomarnos por sorpresa.
Está pendiente la autocrítica de las decisiones que llevaron a dejar pasar una oportunidad única.
Está pendiente una autocrítica de los errores del período 2015-2019 que hicieron posible el regreso del kirchnerismo al gobierno. Está pendiente la autocrítica de las decisiones que llevaron a dejar pasar una oportunidad única. Más allá de los buenos resultados obtenidos a nivel provincial con las victorias en Chubut, San Juan, San Luis y Entre Ríos, y en los distritos que ya estaban en manos de Juntos por el Cambio, la coalición tiene hoy pronóstico reservado. Antes de caer en un “blame game”, todos los dirigentes principales de la coalición deben asumir su responsabilidad por el resultado de este domingo. Juntos por el Cambio no solo no ingresó a la segunda vuelta, sino que tuvo una merma considerable de bancas en ambas cámaras del Congreso. Cuesta pensar en la continuidad de Juntos por el Cambio en estos momentos, y es justamente ante la perspectiva de tener nuevamente a un gobierno peronista cercano a lograr la mayoría en ambas cámaras del Congreso que se necesita una fuerza de oposición cohesionada capaz de ejercer la función de control.
En las semanas que restan hasta el ballotage del 19 de noviembre seremos testigos de los esfuerzos de Javier Milei y Sergio Massa por quedarse con los despojos de Juntos por el Cambio, fenómeno que probablemente acicatee más las tensiones internas preexistentes. Si aún la UCR, el PRO, la Coalición Cívica, el Peronismo Republicano y las demás fuerzas que integran Juntos por el Cambio pretenden mantenerse unidas deberían tratar de mantenerse al margen de la disputa que se avecina. El ministro de Economía buscará convertir la segunda vuelta en un plebiscito sobre la democracia, mientras que Javier Milei presentará la elección como un plebiscito sobre la continuidad del kirchnerismo. Ambas narrativas son un espejismo. Ni La Libertad Avanza ni Sergio Massa comparten valores con Juntos por el Cambio. Más bien han actuado en tándem durante mucho tiempo como para que las fuerzas que integran Juntos por el Cambio tengan que optar por uno u otro. Más que optar por falsos ídolos, es hora de dar un debate interno a puertas cerradas, lavando en casa la ropa sucia, de modo tal de prepararse para llevar adelante la función de control de manera eficaz.
La sobredosis de miopía exhibida por el liderazgo de Juntos por el Cambio ha mostrado un fruto previsible. Queda ahora a las figuras principales de la coalición decidir si priorizarán el interés personal sobre el de la facción, el de la facción sobre el del partido y el del partido sobre el de la coalición. Si razonan con esa lógica, volverán a dejar nuevamente huérfana a una amplia franja de la ciudadanía. Peor aún, dejarán el camino libre para que una fuerza mayoritaria vuelva a debilitar los frenos y contrapesos, tan necesarios para proteger las libertades y derechos ciudadanos.
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