Admitir que X sea una vez Atila, otra Mahoma,
otra un empleado de banco, otra un leñador,
es admitir que X actúa, es admitir que las películas
en las que él actúa dependen del teatro.
No admitir que X actúa es admitir que
Atila = Mahoma = un empleado de banco = un leñador,
y esto es absurdo.
(Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo)
En el rodaje de Maratón de la muerte a mediados de los ’70 del siglo pasado, Laurence Olivier le preguntó a su compañero de elenco Dustin Hoffman cómo le había ido con una escena en la que su personaje había estado sin dormir durante 72 horas. Hoffman, imaginamos que con penurias e intensidades diversas bien aprendidas del Método, le dijo que él también había estado sin dormir durante 72 horas para lograr verosimilitud emocional. Olivier, ya un señor mayor y con elegancia y prestancia, le respondió esto: “Querido, ¿por qué no intentás actuar? Es más sencillo”. Bueno, en realidad Olivier le habló en inglés, y Hoffman también le dijo lo que le dijo en inglés. Así que acá estamos traicionando todo porque estamos traduciendo, poniendo algo en medio de las cosas.
Para mayor traición, el señor Olivier, inglés de lo más inglés que ha dado esa tierra, devoto de Shakespeare y hasta con título nobiliario, interpretaba en Maratón de la muerte a un criminal de guerra nazi llamado Szell. A ver, responsables de Maratón de la muerte, ¿no tenían por ahí a un criminal de guerra nazi real para interpretar el papel de Szell? ¿Encima un inglés? ¿Esto no era “apropiación cultural”? Para peor, al impostor inglés encima lo nominaron al Oscar como actor de reparto.
Recordemos que Olivier, ni lento ni perezoso, además, había interpretado a un viudo en Rebecca y no era viudo en ese momento y ni siquiera fue viudo después. Por otro lado, el taimado de Laurence nació en la primavera del norte y su personaje en Rebecca se llamaba Maxim de Winter (“de invierno”). Resultó una acumulación de falsedades este tan mentado actor al final, como bien podíamos suponer por lo que le dijo al bueno de Hoffman; menos mal que no le dieron el Oscar por Maratón de la muerte.
Pero la Academia de Hollywood sí entregó otro premio mucho más grosero, mucho más alevoso, uno que vivirá en la infamia. Digámoslo de una vez: ya es hora de que Linda Hunt devuelva el Oscar que ganó como mejor actriz de reparto por El año que vivimos en peligro. Hunt, mujer americana nacida en Nueva Jersey, interpretó a un fotógrafo chino-australiano en esa película. No a una fotógrafa, insisto, a un fotógrafo de otra nacionalidad distinta a la suya. ¡Y de otro sexo! Repetimos: una mujer hizo de hombre en una película, y ganó un Oscar, como mejor actriz. No, no actuaba de mujer que se disfrazaba de hombre (como hizo alguna vez Barbra Streisand) o de hombre que se disfrazaba de mujer (como hizo alguna vez Dustin Hoffman). No, Linda Hunt –mujer– interpretó derechamente a un personaje de sexo masculino. Eso sí, el personaje era petiso, como Linda Hunt: un metro con cuarenta y cinco centímetros.
Repetimos: una mujer hizo de hombre en una película, y ganó un Oscar, como mejor actriz.
Y si de alturas hablamos, son conocidas las fotos de ese farsante llamado Humphrey Bogart con zapatos altísimos en algún rodaje de cuando el mundo era todavía en blanco y negro. ¡Bogart actuaba de alguien más alto que él, dejando sin trabajo a los probables Bogart que sin ayuda eran más altos! Guillermo Francella, sin ir más lejos, interpretó a un señor chiquitito en Corazón de León. Y hay más falsedades de otros que se dicen y se dijeron grandes: Vittorio Gassman y Al Pacino, ambos, hicieron de ciegos… ¡sin ser ciegos!
El año que viene se cumple una década del estreno de 12 años de esclavitud, esa ignominia a la que seres que se hacen pasar por críticos de cine encumbraron como una de las películas mejor calificadas en promedio de toda la historia. En ese tan celebrado film que parecía descubrir las penurias de los esclavos aparecía como actor el gran actor Brad Pitt, pero que en esta ocasión era también productor y quería decir sus cosas justas y admirables: su personaje aparecía para ser bueno y para sintetizar ideas de forma totalmente artificial, como si fuera la Declaración Universal de los Derechos del Hombre hecha hombre. Pero además, en un reparto lleno de nombres importantes, teníamos ante nosotros al alemán Michael Fassbender haciendo de malvadísimo amo esclavista. ¿Qué hacía un alemán en el sur de Estados Unidos y encima en el siglo XIX, en un tiempo en el que Alemania no existía como país? Fassbender, quizás, estuviera vengándose por el asunto Olivier de Maratón de la muerte. La hipótesis de la venganza está abonada porque en esta película Fassbender se manda un show de intensidad actoral insoportable y que nos deja más claro aún que la esclavitud era muy mala. Gracias Michael, aunque no nos olvidamos de que estás haciendo de un señor de otra nacionalidad, y de otro siglo distinto al tuyo.
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Otra película escandalosa –en buena medida porque era malísima– fue Boxing Helena (acá le pusieron Amores que matan), dirigida por Jennifer Lynch (la hija de David). En ese bodriazo que se estrenó en salas grandes argentinas –de las que antes había en la avenida Santa Fe y en Lavalle–, Julian Sands interpretaba a un cirujano –no pienso chequear si Sands alguna vez estudió medicina porque no aguanto más disgustos– que se obsesionaba con una mujer y bueno, una cosa llevó a la otra y para retenerla le cortó las piernas y los brazos. La mujer era Sherilyn Fenn, sex symbol de esos tiempos y con una filmografía no demasiado memorable. El asunto es que Sherilyn, como es lógico, comenzaba en la película con brazos y piernas, pero después en la película la veíamos sin sus extremidades. Pero en realidad no se las habían cortado de verdad, ni en la verdad-verdad ni –creo recordar– en la verdad del cine porque al final la película dejaba las cosas en el terreno de la fantasía o del sueño, pero no voy a chequearlo tampoco porque igual yo ya estaba defraudado: había visto una foto de Fenn después del rodaje de la película y estaba entera.
Leguizamo, pero no solo
Así las cosas, o en este estado de las cosas, se enojó hace poco el actor –nacido en Colombia pero residente en Estados Unidos desde chico y globalizado hace rato– John Leguizamo ante la noticia de que James Franco iba a interpretar a Fidel Castro. “Che, este Franco no es latino”, dijo. Bah, dijo “he ain’t Latino”, en ese idioma tan latino que es el inglés, y siguieron las quejas y las repercusiones. James Franco haciendo de Fidel Castro, debe estar contento el Comandante desde el más allá o desde donde sea. Ahora bien, alguien llamado Franco de apellido me hace acordar a un tal Francisco Franco, gallego oriundo de Ferrol. Y Fidel Castro, epa, era hijo de un gallego; de uno de Galicia, porque yo no uso gallego para referirme a madrileños, extremeños o catalanes, soy un pertinaz militante de la precisión.
Así las cosas, yo andaba con ganas de embanderarme con la lucha de Leguizamo, pero al final John me defraudó bastante, porque al revisar someramente su filmografía vi que en 1993 interpretó a Luigi en Super Mario Bros. Y la verdad es que Leguizamo no me parece que sea del país de los videojuegos (“he ain’t made of pixels”, diría yo). Y no quiero ni acordarme de que Leguizamo interpretó a Henri de Toulouse-Lautrec en Moulin Rouge!
Es un asunto peliagudo eso de andar diferenciando actor de personaje, eso de entender el concepto de actuación y hasta de libertad artística.
Es un asunto peliagudo eso de andar diferenciando actor de personaje, eso de entender el concepto de actuación y hasta de libertad artística. Y para tratar de entender más, no hay nada mejor que leer o releer las viejas críticas de César Bruto en la revista Tía Vicenta en la sección “Los estrenos de mi barrio”, como por ejemplo la de Tres almas desnudas, de Ingmar Bergman, que empezaba así:
Cinematográficamente hablando,yo creo que los suecoS no son buenos sino ingeniosos,y que con su ingenio disimulan su pobreza y salvan abundantes dificultades.No teniendo ropa para sus actrices,por ejemplo,salieron del paso fenómenamente haciéndolas trabajar desnudas,con lo cual todo el mundO descubrió que era artístico y en todas partes aparecieron imitadores. Después de ahorrarse la ropa de las mujeres, los cineastas suecoS sencontraron que no tenían galanes bonitos como los que usan en otros países,o sea quentonces utilizaron una serie de tipos flacos, feos y anteojudos,y todos los públicos se quedaron bocA abiertos disiendo queso era arte,neorrealismo sueco y otras yerbas…
A ese Bergman, además, se le ocurrió meter a la muerte como personaje pero sin convocar a la muerte real en El séptimo sello. Y en otra película llamada Gritos y susurros, bueno, hizo que una mujer que no estaba moribunda actuara de moribunda. Basta.
Otro manipulador en este sentido fue el siempre extrañado Fabián Bielinsky, que para Nueve reinas y El aura coprodujo con España. En Nueve reinas había un español que hacía de español. Pero en El aura metió personajes argentinos interpretados por españoles y, con la inteligente intención de que no se notara el cambiazo, decidió meterlos en personajes que no iban a hablar. Los dos, además, morían. No, no de verdad, siempre hay que aclarar: en la película. La decisión era brillante, como todo lo que hacía Bielinsky en términos de cine. Pero ahora son tiempos revisionistas y habría que preguntarse, desde lo más profundo de nuestros corazones canceladores: cuando esos personajes morían, ¿morían en argentino o morían en ibérico?
Calculo que ya llegará el tiempo en el que se prohíba a vivos interpretar a muertos, un tiempo en el que a Beethoven sólo lo podrán interpretar sordos del siglo correspondiente. Ya llegará, entonces, el momento de la verdad absoluta en el arte, esa es mi modesta proposición: que cada uno de nosotros sólo pueda actuar de sí mismo en el momento en que está; sí, el presente y nada más. Eso espero.
Mientras tanto, trato de borrar las huellas de mi protagónico como actor en una serie web hace unos años en la que yo interpretaba a un psicoanalista. No solamente no soy psicoanalista sino que jamás me psicoanalicé. Perdón, Leguizamo.
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